CODALARIO, la Revista de Música Clásica
Está viendo:

[C]rítica: «Rodelinda» de Georg Friedrich Händel en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona

  • Comparte en Facebook
  • Comparte en Twitter
  • txcomparte_whatsapp
Autor: Xavier Borja Bucar
7 de marzo de 2019

De la estimulante puesta de largo de Rodelinda en el Liceo

Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 2-III-2019. Gran Teatro del Liceo. Georg Friedrich Händel: Rodelinda. Lisette Oropesa [Rodelinda], Bejun Metha [Bertarido], Fabián Augusto Gómez [Flavio], Joel Prieto [Grimoaldo], Sasha Cooke [Eduige], Gerald Thomson [Unulfo], Gianluca Margheri [Garibaldo]. Orquesta Sinfónica del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Josep Pons. Dirección escénica: Claus Guth.

    El pasado sábado se estrenó en el Gran Teatro del Liceo la producción de Rodelinda firmada por el director de escena alemán Claus Guth, una producción que ya pudo verse en el Teatro Real en la temporada 2016/2017. Sin embargo, no fue este el único estreno de la noche, puesto que la propia ópera de Händel se representó por vez primera en el teatro barcelonés. Un estreno tardío, pero feliz, pues si bien hubo aspectos mejorables, estuvo lleno de aciertos estimulantes.

   Para empezar, la propia producción de Gluth conlleva verdaderos hallazgos escénicos. El director alemán, cuyos experimentos no siempre resultan justificados (recuérdese La bohéme cósmica que presentó en la Ópera de París, ambientada en una estación espacial y en la luna), acierta esta vez con una propuesta que convierte la ópera de Händel en una experiencia cuasi cinematográfica. El director alemán traslada la acción desde la Lombardía medieval a una mansión decimonónica que monopoliza la escena. Se trata de una mansión de dos pisos constituida como espectacular elemento escenográfico giratorio que, según su orientación, habilita tres escenarios distintos y lógicamente interconectados, a saber: la fachada, el vestíbulo (con la escalera central de acceso al piso superior) y, por último, dos estancias (una inferior y otra superior). Esto supone, por una parte, la posibilidad de establecer siempre más de un plano narrativo: mientras un personaje está cantando en uno de los espacios, en otras estancias vemos lo que ocurre en paralelo con otros personajes, algo que, a su vez, constituye un relato complementario con respecto al relato principal musical. Esto reviste especial interés en el contexto de una ópera barroca como Rodelinda, es decir, en una forma compuesta de números musicales cerrados enhebrados por un recitativo secco; una forma que debido a su propia naturaleza convencional tiende, por tanto, a la interrupción del avance narrativo en cada número, en la medida en que cada número está planteado en buena medida como ejercicio de virtuosismo para el solista de turno. Sin embargo, en la producción de Gluth, la habilitación de relatos paralelos sortea astutamente toda detención en la narración de la obra, no solo porque en el relato paralelo al relato musical veamos la acción de uno o más personajes, sino porque, como avanzaba antes, ese relato adicional complementa al otro, de manera que el estatismo de la forma operística barroca queda completamente neutralizado.

   Asimismo, el mecanismo giratorio de la mansión convierte a esta estructura escenográfica en un elemento activo. En varias escenas observamos, pues, a los cantantes transitar a través de las estancias de la casa mientras esta va rotando, lo que causa el sugestivo efecto de un plano secuencia, como por ejemplo ocurre a propósito del aria de Bertarido que cierra el primer acto, «Confusa si miri l’infida consorte»: tras ser informado de que su mujer Rodelinda ha accedido a casarse con el usurpador Griomaldo, Bertarido lamenta irado la infidelidad de su esposa y, entre tanto, lo vemos entrar en la casa y avanzar por las distintas estancias presenciando –y nosotros con él– a Rodelinda, a su hijo Flavio y a Grimoaldo en una entrañable estampa familiar, es decir, justamente una imagen proyectada por Bertarido para confirmar la traición de su esposa. La irrupción de Bertarido en la escena que su imaginación proyecta remite, además, a referentes cinematográficos específicos, como los de Fresas salvajes, de Ingmar Bergman, o Annie Hall, de Woody Allen, sin ir más lejos, cuyos protagonistas respectivos –el profesor Isak Borg y el comediante Alvy Singer– hacían lo propio en escenas no imaginadas, pero sí recordadas.

   Ahora bien, el principal desdoblamiento narrativo que propone el montaje de Gluth es el de un relato desde la perspectiva infantil de Flavio, el hijo de Rodelinda y Bertarido, un personaje mudo para el que el libreto de la ópera no prevé más que una presencia testimonial, pero que en esta producción se convierte en una figura omnipresente que supone un contrapunto constante con respecto a las acciones de los personajes adultos. Según sostiene la propuesta escénica, el pequeño Flavio (encarnado infatigablemente por el actor Fabián Augusto Gómez) no puede comprender las enrevesadas intrigas de los mayores, motivo por el cual el niño imagina a estos como amenazantes figuras malignas de reminiscencias hoffmannianas que son encarnadas en escena por actores vestidos como los personajes adultos, pero con máscaras que remiten a un imaginario timburtoniano, si se me permite la palabra. No obstante, esta apuesta principal del montaje de Gluth es precisamente la menos sólida, en la medida en que entraña cierta gratuidad, especialmente en el hecho de que la mencionada perspectiva de Flavio se mantenga incluso hasta el final: cuando las intrigas ya se han resuelto y todos los personajes han recuperado una armonía fraternal, Flavio sigue viendo en ellos las mismas figuras amenazadoras, sin que se opere ningún cambio en su perspectiva, que, por ende, termina por revelarse carente de justificación. Además, esta postrera irracionalidad un tanto pueril tergiversa el propósito eminentemente moralizante del libreto.

   Pese a esto, la propuesta de Gluth demuestra, en términos generales, una eficacia teatral indiscutible, también en la medida en que sabe sacar provecho de una gran variedad de recursos escenográficos (merece ser destacada la labor de Joachim Klein a cargo de la iluminación). Además, la producción cuenta con la absoluta complicidad actoral de todos los cantantes, quienes supieron llevar la empresa escénica a buen puerto, soslayando, con ello, algunas deficiencias en el aspecto vocal.

   En efecto, en términos musicales, el reparto ofreció resultados desiguales. Por un lado, Lisette Oropesa dio vida a una Rodelinda sin mácula. La joven soprano estadounidense, una de las sensaciones del panorama lírico actual, debutaba en el teatro barcelonés y cosechó un merecido triunfo. Oropesa exhibió una voz bien proyectada en todo momento, de bello timbre, cálido, elegante, de acentos mórbidos y homogéneo en todos los registros. Una voz aunada a una técnica sin debilidades, que permitió a la joven soprano afrontar con inapelable solidez el virtuosismo de sus arias. Teatralmente, la soprano de Nueva Orleans se desenvolvió con espontaneidad y magnetismo en todo momento, completando una actuación redonda. Sin lugar a duda, la estrella de Oropesa está llamada a brillar con intensidad en el repertorio lírico durante los años venideros.

   Bejun Metha fue el encargado de encarnar al personaje protagónico masculino, Bertarido. El aclamado contratenor no debutaba en el Liceo, pero sí se estrenaba en una ópera escenificada, y el resultado fue irregular. A la luz del vivo recuerdo de su antológico Tamerlano de 2011 en el teatro barcelonés, la actuación de Metha fue decepcionante en distintos momentos. El contratenor abusó, ya desde su misma entrada en escena, de molestos portamentos que en más de una ocasión afectaron notoriamente a su afinación y –más grave aún– afearon alguno de los momentos más maravillosos de la partitura handeliana, como el dúo con Rodelinda que cierra el segundo acto, «Io t’abraccio». Algo incomprensible y una verdadera lástima, puesto Metha acreditó seguir poseyendo las virtudes que lo han encumbrado, como la belleza de su timbre, la solidez en la proyección y la asombrosa agilidad para afrontar las coloraturas más endiabladas, como demostró especialmente en la más virtuosa de las arias de Bertarido, el «Vivi, tiranno», del tercer acto.

   Más regular fue la actuación de Gerald Thomson encarnando el segundo papel de contratenor, el de Unulfo. Con una proyección menor que la de Metha y también con un timbre más anodino, pero con una afinación correcta, el contratenor –también norteamericano– firmó una actuación mucho más homogénea que la de su colega, mostrando en todo momento solidez técnica, con coloraturas precisas, bien articuladas, si bien su voz quedó algo destimbrada en ocasión de algunos pasajes agudos. Por su parte, la mezzosoprano Sasha Cooke encarnó a una Eduige (hermana de Bertarido) atractiva e insinuante, en términos teatrales, y más que correcta en el aspecto vocal, sin fisuras, más allá de algunos extremos de la tesitura grave que quedaron sordos. La voz de la mezzosoprano estadounidense, aunque de timbre atractivo, no es excepcional. Sin embargo, Cooke la supo emplear con inteligencia.

   Tanto el Grimoaldo de Joel Prieto como, sobre todo, el Garibaldo de Gianluca Marghieri fueron los puntos más flojos del reparto. Si bien Prieto exhibió un razonablemente atractivo timbre de tenor lírico-ligero, su actuación se vio empañada por deficiencias técnicas que dieron lugar a más de un apuro en las coloraturas, donde el tenor se mostró impreciso y a menudo a remolque de la orquesta. Asimismo, el timbre de Prieto perdió homogeneidad en algunos pasajes agudos. Con todo, el joven tenor portorriqueño nacido en Madrid, acreedor de unas facultades más que estimables, tiene un amplio margen para pulir las mentadas deficiencias, algo que no puede decirse a propósito de Gianluca Margheri, por una razón muy sencilla: su voz no es ni remotamente de bajo y, por tanto, no lo será jamás. La actuación del cantante italiano fue, primordialmente por este motivo, completamente decepcionante. Margheri trató de impostar cierta rotundidad con un canto un tanto histriónico que no hizo sino desmerecer todavía más su actuación, técnicamente igualmente defectuosa. Ciertamente, cuesta comprender cómo un teatro de la supuesta categoría del Liceo ha ofrecido el papel de Garibaldo a un cantante de tan pobre entidad vocal.

   Una de las más felices noticias de la noche fue la actuación de la orquesta bajo la batuta del director titular de la casa, Josep Pons. Pons firmó una interpretación minuciosa de la partitura de Händel, ligera y grácil, logrando una respuesta precisa por parte de la orquesta, que sonó segura en todas sus secciones, con una claridad en las texturas y una variedad de dinámicas poco acostumbradas. Verdaderamente, la mejor actuación de la Orquesta Sinfónica del Liceo en lo que va de temporada, algo que terminó de dar empaque a esta más que estimulante Rodelinda liceísta.

Ftografía: A. Bofill/Gran Teatro del Liceo

  • Comparte en Facebook
  • Comparte en Twitter
  • txcomparte_whatsapp

Compartir

<< volver

Búsqueda en los contenidos de la web

Buscador

Newsletter

Darse alta y baja en el boletín electrónico