El legendario director belga y su conjunto, a punto de cumplir cincuenta años de existencia, ofrecieron una lectura tan ajustada y despojada de toda impostura como apabullante, regalando a los asistentes un momento totalmente memorable.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 11-VI-2019. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Misa en Si menor, de Johann Sebastian Bach. Dorothee Mields, Hana Blažíková, Alex Potter, Thomas Hobbs, Krešmir Stražanac • Collegium Vocale Gent | Philippe Herreweghe.
La Misa ofrece una panoplia completa del arte de la composición musical, una amplia y profunda demostración de perspicacia teórica acompañada de una vasta comprensión de la historia de la música, particularmente en cuanto al uso de los estilos antiguos y de los nuevos. Así como la doctrina teológica sobrevive a lo largo de los siglos en las palabras de la Misa, igualmente la poderosa creación de Bach preservó para la posteridad el ideario musical y artístico de su creador.
Christoph Wolff.
Cincuenta años. Sí, nada menos que cincuenta son los que el Collegium Vocale Gent cumplirá como conjunto el próximo 2020. Fue en 1970 cuando Philippe Herreweghe, mientras continuaba su formación en medicina y psiquiatría, decidió formar una agrupación historicista con la que poder interpretar, con una visión novedosa en aquel momento, especialmente en algunos aspectos concretos, repertorios de los siglos XVII y XVIII, prestando especial atención a la música del genial autor de Eisenach. Pocos llegan a esta cifra, pero, sobre todo, pocos logran provocar entre el público una admiración tan inmensa y ser reconocidos, de manera unánime, como unos de los grandes bachianos desde hace décadas. Herreweghe y los suyos acudieron de nuevo al Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical para cerrar el ciclo por esta temporada –regresarán una vez más la que viene, de nuevo con Bach, aunque esta vez sin Herreweghe al frente–, y no podían hacerlo sino acompañados por el Kantor y una de las grandes obras que legó a la historia de la humanidad.
Es necesario remontarse a principios de la década de 1730 para comprender el origen de esta gran obra, que no puede ni ha de entenderse sin la adecuada referencia a las otras Missæ que Johann Sebastian Bach (1685-1750) compuso probablemente hacia el final de esta misma década. Bach parecía conocer bien el rito de la misa católica, su estructura y su idiosincrasia, a pesar de no vivirla de manera directa por ser, como es sabido, un luterano practicante. De cualquier modo, estas misas tienen que verse dentro del contexto de luteranismo, con su carácter de missa brevis, en las que únicamente se construye sobre el Kyrie y el Gloria. Es necesario tener el origen y estas otras misas en cuenta, pues su Die hohe Messe in H-moll, esa Missa tota –Misa en Si menor, como es conocida en español–, con toda su grandiosidad, no se concibió realmente como tal en ningún momento, sino que su génesis parte precisamente de esta tradición de la missa brevis luterana. Así, el principio de todo debe verse en la missa brevis en la tonalidad de Si menor [BWV 232i]. Corría el año de 1733 y encontramos a Bach trabajando en Leipzig sobre una misa basada en los modelos de misas luteranas, una misa en la que se ponen de manifiesto sus capacidades más elevadas para escribir en el estilo operístico que estaba entonces en boga en la corte de Dresden. Finalizada la pieza, esta es enviada por Bach el 27 de julio de este mismo año junto a una misiva en la que expresaba su deseo de conseguir un puesto como Kapellmeister en algunas de las grandes iglesias de la ciudad tras el nombramiento del nuevo príncipe-elector de Saxony, Frederick August II. Se trataba sin duda de un magnífico grito musical de desesperación con el que Bach esperaba conseguir una salida de aquella Leipzig que le estaba asfixiando. Quizá en su mente estuviera la idea de completar la misa con el resto del ordinario si su petición se veía cumplida, pero la realidad es que su puesto en Dresden nunca llegó a completarse y por lo tanto la finalización del proyecto tuvo que esperar varios años.
Es bien cierto que la grandiosidad en cuanto a su concepción se observa ya desde esta Missa de 1733, especialmente por la estructura y la plantilla para la que es concebida, que no encontrará parangón en ninguna de sus otras missæ breves: coro a cinco partes [SSATB] –que a veces reduce a 4 e incluso expande a doble coro en el «Osanna in excelsis»– y una orquesta tremendamente ambiciosa: tromba I/II/II, timpani, corno da caccia, flauto traverso I/II, oboe I/II, oboe d’amore I/II, bassono, violino I/II, viola, violoncello y continuo. Esto ya es suficiente per se, sin embargo, lo que probablemente resulta más impactante es la complejidad estructural de cada uno de los movimientos, tanto en sí mismos como dentro del conjunto de la obra, que nos muestran la genialidad absoluta que hay detrás de su concepción. Otro aspecto fundamental a tener en cuenta en la génesis de esta creación en la técnica compositiva de la parodia, pues Bach construye varios de los movimientos de la misa sobre composiciones previas.
Cabría preguntarse qué fue lo que llevo a nuestro protagonista a ampliar de manera tan notable una obra que había permanecido guardada desde hacía varios años, en aquella primigenia forma de la Missa de 1733, con el Kyrie y Gloria como las dos únicas grandes secciones. Se ha asumido que los añadidos finales de las tres grandes secciones que faltan de esta –entonces ya sí Missa tota–, se realizaron entre agosto de 1748 y octubre de 1749, continuando el Kantor en Leipzig y acercándose ya el final de su vida. Es notable el conocimiento que Bach tenía de las misas católicas, tanto de su estructura como de ejemplos de otros compositores. Se sabe que entre 1730 y 1740 revisó, copió y analizó bastantes misas de otros maestros, especialmente desde las compuestas por Giovanni Pierluigi da Palestrina hasta las de sus coetáneos. Tanto es así que parece llegó a dirigir la Missa Sine nomine a 6 de Palestrina, a la que añadió instrumentación –cornetas, trombones y continuo–, además de la Missa Sapientiæ de Antonio Lotti. El conocimiento estaba ahí, pero esta no parece una razón suficiente para ampliar su trabajo anterior. En 1936, el musicólogo Arnold Schering puso en liza la tesis de que esta misa se había completado con la intención de entregársela al príncipe-elector como parte de los fastos su coronación como rey de Polonia, que tuvieron lugar en Kraków el 17 de enero de 1734. Los avances posteriores y el estudio más riguroso de la caligrafía y el papel demostraron que el manuscrito autógrafo databa de 1748-1749, por lo que esa tesis quedó descartada. Realmente no se sabe con certeza cuáles pudieron ser los motivos que llevaron a completar su obra en una fecha tan tardía, estando ya agotada su capacidad creadora en una Leipzig a la que ya no podía aportar nada más de sí, y que probablemente tampoco lo esperaba.
La dimensión que alcanza la obra con la sola inclusión del Credo resulta fascinante. La presencia de algunos coros de carácter arcaizante, con claras referencias al stile antico –con el uso del canon y el cantus firmus– aportan una faceta teológica e histórica que la obra no tenía en su primigenia versión, convirtiendo además la misa en un ejemplo de visión global del género misa como pocas veces se había concebido con anterioridad. La complejidad de su concepción, al enmarcar la parte central de la sección –con los tres coros que se centran en los pasajes textuales quizá más trascedentes de la misa católica–, utilizando de manera tan genial y sutil algunos recursos y moldeando de manera homogénea la sección completa, hacen de esta parte la aportación más sustanciosa de cuantas se hicieron en esta gran misa.
Las dos últimas secciones que Bach añade, también entre 1748 y 1749 son el Sanctus y «Osanna», Benedictus, Agnus Dei y «Dona nobis pacem». El Sanctus está compuesto por un único movimiento, un gran coro en Re mayor que esta vez amplia a 6 partes [SSAATB] y acompañado de una instrumentación amplia. Las restantes secciones, que alterna entre arias para tenor y alto entre los dobles coros a 8, así como el «Dona nobis pacem final», repetición del número 7, con el coro a 4 y tutti orquestal, supone un impresionante cierre, mezcla de profundidad, belleza, esperanza y grandiosidad, que nadie como Bach supo conjugar.
Resulta complejo, pues, definir esta misa como una misa católica, pues como se ha visto, la concepción primera de Bach no fue tal, sino crear una missa brevis de corte luterano, tras la que habría una ulterior intención de ampliarla con miras hacia el ordinario católico. Es, por lo tanto, problemático mencionar únicamente esta como una misa católica. Quizá debamos hablar de una misa católico-luterana –aunque esto plantee todavía mayores problemas–. En cualquier caso, dejando la cuestión terminológica a un lado y lo enigmático de su creación, lo que es evidente es que estamos ante una obra colosal en la que se abarcan una cantidad de recursos, de tratamientos vocales e instrumentales, de estructuras, formas y estilos que nos muestran que su intención no se reducía meramente a crear un catálogo histórico de recursos y técnicas compositivas, sino que se esmeró en destacar aquellos elementos que para él suponían sujetos todavía válidos de la misa en cuanto a su concepción litúrgica y de significación textual y musical. Su inmensa misa, esta que nunca llegó a interpretarse en vida, y que tardaría varias décadas en ponerse en el lugar que histórica y artísticamente le correspondía, representa de la mejor manera posible todo su corpus vocal y coral, tanto por su variedad de recursos, de estilos, de estructuras, de sonoridad, como por su excelencia en el campo puramente técnico. No rehusó, como se ha visto, de la parodia, sino que fue capaz de tomar aquello que consideró mejor de entre sus obras para crear una obra compleja e insuperable, escogiendo el más histórico de los géneros vocales sacros para hacer tangible el punto culminante de su indescriptible genialidad musical.
Lo que se pudo presenciar en esta velada pasará probablemente a la lista de los conciertos más memorables en la historia del CNDM, pero también del Auditorio Nacional de Música –al igual que ya sucedió hace dos temporadas con su inconmensurable lectura de la Matthäus-Passion–. Definitivamente, Herreweghe tiene un don, una especie de conexión especial con la música de Bach que apenas se puede explicar con palabras. El éxito reside, creo, en su concepción casi prístina de la obra bachiana, en su analítica pero expansiva visión, que fue aquí superlativamente encumbrada merced a un planteamiento tan íntimo y casi esquemático que logró elevar el vuelo hacia su más pura esencia, logrando que se escucharan ciertos matices del contrapunto y del diálogo entre algunas líneas que normalmente no se hacen audibles ni siquiera en las grandes versiones registrada discográficamente.
Armado en su orquesta con una poco nutrida sección de cuerda [3/3/2/2/1], la pulquérrima sonoridad y el refinamiento de los violines y las violas resultó admirable y sin duda una de las grandes inspiraciones de la interpretación. Pocas veces pueden escucharse seis violines tan equilibrados, empastados y afinados hasta la perfección, ofreciendo además una lectura tan sosegada, reflexiva y cuidada en el sonido. El trabajo de Christine Busch como concertino –a la que la orquesta siguió en varios momentos casi más que al propio Herreweghe–, así como en su rol solístico en el aria «Laudamus te», supuso toda una lección magistral de inicio a fin. Encomiable, así mismo, la labor de Deirdre Dowling y Kaat De Cock en la siempre compleja línea de las violas, con un pulido sonido y una presencia muy bien balanceada en el todo. Los violonchelos barrocos de Ageet Zweistra –especialmente– y Harm-Jan Schwitters merecieron, junto al órgano de Lorenzo Feder y el violone de Miriam Shalinsky, una espléndida ovación, por configurar un continuo tan austero como inteligentemente elaborado, con el punto justo de presencia, sosteniendo de manera firme la monumental arquitectura bachiana de la base y desarrollando una sonoridad retóricamente tan apabullante como hermosa a lo largo de toda la misa.
No menos excepcional la labor de las maderas, con un descomunal Marcel Ponseele en el aria «Qui sedes ad dexteram patris» –no sé si realmente es posible escuchar a otro oboísta con sonido tan límpido a la vez que hermoso y subyugante– en los solos de oboe barroco, acompañado en las labores orquestales por Taka Kitazato y Timothée Oudinot –magníficos en el «Et in Spiritum sanctum», junto a los fagotes barrocos de Julien Debordes y Carles Cristobal, que elaboraron además un continuo exquisito–. Extraordinario el fraseo, la exquisita emisión y la expresividad fascinante del traverso de Patrick Beuckels, al que se sumó de manera brillante en el acompañamiento orquestal Amélie Michel. Únicamente desmereció un tanto entre la excelencia general, especialmente al inicio de la complicadísima aria «Quoniam tu solus sanctus», la labor de Bart Cypers al corno da caccia, instrumento totalmente natural que es realmente difícil de tocar y al que Bach además impone aquí tocar directamente sin haber emitido una sola antes de esta aria. Aun con ello, fue solventando con mayor soltura sus pasajes según avanzaba el aria. Más efectivos, por su parte, las tres trompetas –con agujeros– de Alain De Rudder, Steven Verhaert y Yorick Roscam, que equilibraron muy bien su sonido en el todo y ofrecieron nítidas lecturas de poderoso sonido.
El coro, que es no solo el alma de esta obra, sino quizá también del Collegium Vocale Gent, brilló de manera excepcional, con una plantilla conformado por diecioocho miembros, distribuidos de una inteligente manera por Herreweghe: seis sopranos, cuatros, altos, cuatro tenores y cuatro bajos. En los coros a 5, las dos sopranos se constituían con tres voces por parte, lo que lograba equilibrar de manera muy adecuada el sonido con el resto de las cuerdas. Con solo eliminar a dos de las cantantes, los coros a 4 mantuvieron un balance perfecto de cuatro voces por parte, mientras que el «Osanna in excelsis» a 8 se equilibró excepcionalmente bien con toda la plantilla al completo. Una decisión tan certera como poca casual, dado que Herreweghe muestra siempre un total control sobre cada decisión; nunca hay nada al azar o la improvisación en su trabajo sobre la obra de Bach. El sonido del coro se presentó impactante desde el primer acorde del Kyrie –un coro inicial que suele marcar de forma muy clara los derroteros por los que suele transitar toda la interpretación de la obra–. Tanto el equilibrio, como la excepcional afinación, el balance entre las líneas, el empaste –incluso en la línea de altos, con tres contratenores y solo una contralto–, el fraseo, la inteligencia coral, la cuidada dicción y la superlativa calidad técnica y de emisión, plantearon una visión tan refinada como poco habitual. Lo que el coro del Collegium Vocale Gent suele hacer con Bach es extraordinario, aunque parte de la grandeza consista, precisamente, en hacer que no lo parezca. Sin duda es uno de los grandes conjuntos vocales del mundo.
Quizá el único punto que puede conllevar ciertas discrepancias es el de los solistas vocales, todo ellos en general de gran altura, pero con matices. Tanto Dorothee Mields como Hana Blažíková son dos excelentes sopranos y unas magníficas conocedoras del lenguaje bachiano; cumplieron con nota las altas expectativas puestas sobre ellas, comenzando por el único dúo de sopranos de toda la misa, [«Christe eleison»] y continuando con sus diversas arias [sobresaliente Blažíková en el «Laudamus te»]. Alex Potter no es un contratenor superlativo, pero en esta ocasión brilló sobremanera en su delicado y hermoso «Agnus Dei». Los grandes lo demuestran en ocasiones como esta; me van a permitir una breve anécdota a este respecto: debo admitir mi poca querencia por este cantante, del que me he preguntado en varias ocasiones el porqué de que Herreweghe suela contar tanto con él; pues bien, con su «Agnus Dei», la grandeza del director me puso en mi sitio y me demostró ese porqué. Thomas Hobbs, tenor habitual en el conjunto belga desde hace años, ofreció unas lecturas de bello sonido, con buena proyección y cierta solvencia, aunque en la compleja aria «Benedictus qui venit» tuvo ciertos problemas en el registro agudo. Lo menos interesante del plantel solista lo protagonizó el bajo Krešmir Stražanac, que aun teniendo dos de las arias más maravillosas de toda la obra [«Quoniam tu solus Sanctus» y «Et in Spiritum Sanctum»], se mostró poco brillante, con una emisión poderosa pero algo engolada, demasiado abrupta y un tanto fuera de estilo en algunos momentos.
Poco se puede decir de Philippe Herreweghe que no se haya dicho ya a estas alturas. Acudió a su cita con un problema en el hombro derecho, lo que le obligó a salir con el brazo en cabestrillo, aunque a los cinco minutos de comenzar la misa se despojó del mismo para hacer uso –aunque muy limitado– del brazo. Un dato anecdótico, pues Herreweghe no es un director de gesto –nunca lo ha sido–, y en ocasiones resulta hasta irrelevante si marca una indicación o no. El trabajo suyo es otro, de concepto, de trasfondo, de trabajo previo. Que nadie espere que solvente un problema sobre el escenario, entre otras cosas porque no le suele hacer falta. El Bach de Herreweghe está en su cabeza de manera brillante y probablemente en una concepción que nadie actualmente puede igualar. Su trabajo sobre los aspectos retóricos de la música del Kantor son maravillosos, lo que trasciende en momentos como los increíbles coros «Et incarnatus est», «Crucifixus» y «Et resurrexit», que presentaron una unión entre palabra y música epatante. Cada decisión está tan reflexionada, a lo largo de cinco décadas de carrera, que incluso aquellos momentos en que la elección de tempi pueden resultar excesivamente rápidos [«Gratias agimus tibi» y «Dona nobis pacem»] acaban tomando un sentido. El belga tiene la maravillosa capacidad de acabar convenciendo siempre, incluso en aquellos pocos momentos en los que su visión pude suscitar alguna leve duda. La ausencia de toda impostura y la no necesidad de someter a la música a efectismos que no aportan nada que no sea la falta de transcendencia prevalencen por encima de todo, porque esto, lo que Herreweghe ha hecho aquí y lo que hace en otras muchas cosas, precisamente logra transcender el hecho puramente musical. Esta transcendencia, y no otra, es la misma que hace a Herreweghe situarse a la derecha de su conjunto y no en el puro centro para saludar, evitando todo protagonismo y dando la relevancia merecida a sus músicos. Esta grandeza, que emana tanto en su humildad como en su honestidad es la misma que traslada a sus versiones y lo que las hace tan absolutamente únicas. Una escuela de maestros, de los de verdad y de los que queda mucho todavía por aprender.
Fotografía: Elvira Megías/CNDM.
Compartir