Por Giulina Dal Piaz
Toronto. 30-IV-2019. Four Seasons Centre for the Performing Arts. Canadian Opera Company. Música de Giuseppe Verdi. Libreto de Arrigo Boito. Orquesta y Coro de la Canadian Opera Company. Dirección musical: Johannes Debus. Dirección teatral: David Alden. Escenas y vestuario: Jon Morrell. Luces: Adam Silverman. . Dirección del Coro: Sandra Horst. Dirección del coro infantil: Teri Dunn. Russell Thomas [Otello], Tamara Wilson [Desdemona], Gerald Finley [Iago], Andrew Haji [Casio], Owen McCausland [Roderigo], Carolyn Sproule [Emilia], Brandon Cedel [Montano], Önay Köse [Lodovico].
Ultima ópera de la temporada 2018-19 de la Canadian Opera Company, Ottelo decepciona un poco por sus excesos: exceso de minimalismo en el escenario, exceso de descompostura en la actuación del protagonista, y exceso de truculencia que el director, o quizás el «director de movimientos» –una figura técnica que no me había tocado ver hasta ahora– introducen en la narración: el coro ondea y/o se desplaza colectivamente, en la escena de la tempestad inicial así como en la escena del Acto III, con el Embajador que anuncia el regreso a Venecia del Moro, y con la humillación de Desdémona; Iago cantando ese himno a la maldad que es el aria «Credo in un dio crudel» y a un punto se revuelca por el suelo; o el pacto criminal entre Otelo e Iago, sellado con la sangre en un apretón de mano vagamente mafioso.
El estadounidense David Alden traslada la acción, desde la guerra que las Repúblicas Marineras combatían en contra de los Moros en el Mediterráneo [siglo XVI], a un indefinido final de Milochocientos, en una atmósfera que parece inexplicablemente inspirada por Dostojevski. Lo cual sería perfectamente aceptable, a pesar de la contradicción de clima y latitud, si no desviara del espíritu creativo con el cual Giuseppe Verdi y Arrigo Boito utilizaron la tragedia de Shakespeare. Alden se propone abiertamente enfatizar el racismo de la obra, cuando escribe en su presentación: «...La próspera y poderosa República veneciana cuenta con el brillante guerrero Otelo, un Moro (antaño un esclavo, ahora general [de San Marcos]), a la cabeza de las tropas que la protegen de la invasión musulmana. Públicamente, lo necesita y lo honra –pero en privado cunden en su contra feos resentimientos racistas que se manifiestan con el descubrimiento del matrimonio secreto de Otelo con Desdémona–. Es del todo posible que la facilidad con la cual Iago manipula a Otelo, llevándolo a los celos homicidas, tenga mucho que ver con el conflicto interior y la inseguridad de un negro en una sociedad agresivamente blanca. En la adaptación del texto [de Shakespeare] que Verdi y Boito hacen para la ópera, el racismo es más latente e subterráneo. ... Pero el veneno insidioso del racismo sigue al acecho en el ADN de la obra –la valentía de desafiar la sociedad circunstante que demuestran el guerrero Otelo y su amada Desdémona, que se atreven a amarse y casarse, y la trágica manera de la cual ese amor puede ser tan fácilmente pervertido y destruído–, resuena a lo largo de los tiempos y nos conmueve y nos desafía hasta la fecha».
Parece ampliamente condivisible su enfoque, pero la manera de traducirla en escena no convence: con el británico Jon Morrell, Alden crea un único escenario en un castillo en ruínas (¿legado de la guerra en acto?), sin adornos ni muebles, a excepción de un sillón destartalado y unas pocas sillas de madera –es la primera vez que vemos a la pobre Desdémona morir en el suelo y no en su lecho, sobre el cual Emilia hubiera debido desplegar su vestido de bodas...–
El único adorno (pasajero), es una pintura de la Virgen al estilo bizantino: alguien la lleva al escenario al volver Desdémona de su acostumbrado paseo al jardín con Emilia –cuando recibe el primer pedido de ayuda de parte de Casio–, y la rodean alegres los niños de Chipre; después , no se entiende por qué, Otelo la lleva repetidamente de un lado a otro (¿la identifica con la esposa que había creído virginal?) y termina colgándola de una pared, dónde servirá de blanco a los rehiletes lanzados por Iago y Casio, en la escena del pañuelo que Otelo espía a escondidas. Y, en cuanto llega al escenario, Casio, que no aguanta el alcohol, y está sufriendo a consecuencia de la embriaguez que le ha costado el grado de capitán, ¡agarra una botella de champán y bebe repetidamente! Vamos, ¡no es creíble!
La pintura de la Virgen, sin embargo, no aparece en el escenario en el Acto IV, cuando Desdémona canta la canción del sauce y reza el Ave María...
Otra incongruencia inmotivada, es la bailarina que se desata en una danza desenfrenada, en medio de la muchedumbre festejando la victoria sobre los Moros: un toque muy «a lo Alden», pues el director lo había introducido también en el Rigoletto de la temporada anterior. Es también incongruo, finalmente, volver a Emilia visualmente una especie de sufragista descolorida, pero sin la independencia mental de las sufragistas, totalmente desprovista de la espontaneidad, el calor humano y la empatía del personaje verdiano.
Rescatan a la ópera, por un lado, la grandiosa música de Verdi interpretada a la perfección por los músicos bajo la batuta de Johannes Debus: éste, que dirige Otello por primera vez, es filológicamente impecable, medido y muy atento a las necesidades de los cantantes –hasta ahora, es el mejor director que he visto al mando de esta orquesta–; por el otro, las voces de los intérpretes, que en general son muy buenos: la mejor es la estadounidense Tamara Wilson/Desdémona, quien está ganando rápidamente éxito internacional. Capaz de interpretar con la misma soltura a Mozart, a Strauss y también a Wagner, es una soprano lírica dueña de un hermoso timbre sonoro, de un volúmen de voz que usa con habilidad, de un buen claroscuro y un excelente pianissimo.
Russell Thomas/Otello se acerca apenas a la tesitura de tenor dramático: su rica voz tiene un volúmen considerable, pero rara vez alcanza el timbre oscuro que requiere el rol de Otelo. No es buen actor: aparenta preocuparse más de su voz que de la actuación y se abandona (bajo indicación del director ¿o por su propia elección?) a unas posturas dramáticas obsoletas que lo vuelven torpe.
Es remarcable la voz del barítono canadiense Gerald Finley, con una buena dicción del texto y una actuación por lo general muy medida, que sin embargo no resulta siempre persuasiva. Al final de la ópera, cuando el asesinato de Desdémona convence a Emilia a revelar la participación de Iago en el complot, éste no huye, como previsto por el guión, sino que permanece impasible en el escenario, sentado sobre una silla. Buena también la interpretación vocal y teatral de Andrew Haji/Cassio, ágil no obstante su considerable corpulencia.
Siempre extraordinario el Coro de la Canadian Opera Company, a pesar de la maratoniana coreografía que se le impone.
Fotografía: Michael Cooper.
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