El conjunto francés celebró en Madrid el Día Europeo de la Música Antigua, así como su 40.º aniversario, con una versión tan particular y ajena a la esencia de la obra, que terminó por desconfigurarla de forma casi completa.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 21-III-2019. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco] & Ibermúsica. Johannes-Passion, BWV 245, de Johann Sebastian Bach. Reinoud van Mechelen [tenor, evangelista], Renato Dolci [barítono, Pilato], Alex Rosen [bajo, Jesús], Rachel Redmond [soprano], Jess Dandy [contralto], Anthony Gregory [tenor] • Les Arts Florissants | William Christie.
Bach no pertenece al pasado, sino al futuro, quizá un futuro próximo.
George Bernard Shaw.
La música de Johann Sebastian Bach (1685-1750) es, con casi total seguridad, la que más respeto infunde a los que la interpretan. Más, diría, que otros grandes como Mozart y Beethoven, que no son vistos con esa veneración casi paternal como sucede con el Kantor. Este respeto es tal, que algunos intérpretes sospechosos habituales de hacer verdaderas tropelías con la música de autores de «menor valía», cuya música retocan, reescriben y ornamentan sin control –porque definitivamente se creen mejores que ella–, con Bach todavía mantienen las formas, como si su respeto mitigara ligeramente su ego. Por otro lado, sucede de forma cada vez más habitual que el intérprete que acude a las grandes obras del repertorio canónico –como es el caso de las Pasiones bachianas–, necesite decir algo al respecto distinto de lo ya dicho –afortunadamente, en la mayoría de las ocasiones realmente bien por otros intérpretes–, lo que le lleva a tomar decisiones extremas y aparentemente con poco sustento argumental. Algunas veces, estas decisiones pueden resultar sorprendentes, pero llegar a funcionar, aunque la realidad en la mayoría de las ocasiones es que sencillamente logran que la obra implosione. Siempre digo que la música de genios de la talla de Bach es indestructible. El pelotazo que se le tiene que pegar para tumbarla es tan inmenso, que rara vez se consigue.
Por supuesto, no voy a osar decir que lo que hizo William Christie al frente de su legendario conjunto Les Arts Florissants, en esta coproducción para Ibermúsica y el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM], lograra destruir la obra. Hablamos de intérpretes de un nivel tan alto como para mantener en pie un monumento musical de este calibre, por más que su lectura de esta Johannes-Passion, BWV 245, se me antojara superficial, excesivamente teatral y olvidando por completo su esencia, la de una obra litúrgica creada para un momento y una fe muy concretas. Por supuesto, el debate está abierto: ¿debemos mantener la esencia de este tipo de obras como en su origen, cuando se interpreta en otro tiempo y circunstancias absolutamente distintas? Por supuesto, cualquiera será capaz de colegir que es un absurdo, comenzando por el lugar donde se interpreta o la manera en que la obra se consume. Por tanto, intentar que una pasión protestante del XVIII mantenga su alma intacta, en un concierto de gira de un conjunto musical profesional que lleva la obra a auditorios de diversos países en pleno 2019, no ya como un acto litúrgico, sino cultural, artístico y de consumo, resulta totalmente inviable.
Dicho lo cual, y sin tener que defender al bueno de «Bill» Christie –que tiene carácter y veteranía para defender sus postulados musicales solo–, diré que lo que pude presenciar este pasado Día Europeo de la Música Antigua –celebrado precisamente el 21 de marzo por conmemorarse la fecha de nacimiento de Bach–, en muchos momentos no sonó a Bach. Y a esto, que resulta a priori tan complicado –porque otra cosa no, pero Bach tiene un estilo absolutamente reconocible en la mayor parte de los casos–, hay que sumarle que, dejando a un lado el respeto o no a la liturgia, la lectura resultó excepcionalmente liviana, por momentos casi banal, acentuando de forma evidente una visión más teatral –que no dramática– y colorista que ningún otro aspecto. El coro inicial, ese monumento coral que es el «Herr, unser Herrscher», ya no presagiaba nada bueno: un tempi desaforado, en el que el ondulante e incesante ostinato rítmico de la cuerda apenas se entendía con claridad y en el que el impactante diálogo entre flautas y oboe resultaba tremendamente poco sutil; todo ello dio paso a un pasaje coral totalmente desprovisto de expresividad, más centrada en el efecto que en el afecto, con todas las voces pasando de puntillas por el texto. Creo que lo único bueno que puede decirse a nivel global de la visión de Christie es que es singular [solo, único en su especie, raro]. A partir de ahí, los epítetos que vienen a mi cabeza no mejoran: vacua, superficial, extravagante. El problema principal fue que Christie concibió esta pasión más como un drama pseudoreligioso que como una pasión. Y, por muchos acercamientos y teorizaciones que hubo en su momento sobre los diversos términos, ni un oratorio ni una pasión son obras escénicas, y aunque pueden poseer un enorme dramatismo, no están concebidas para la escena. Si se quiere plasmar conceptualmente como una ópera en versión no escenificada, la cosa no funciona.
Del Christie ajeno al repertorio francés –en el que es un indiscutible soberano– se han dicho muchas cosas: que si su Händel suena afrancesado, que si su Monteverdi no parece música italiana… Ahora que ha decidido, de unos pocos años a esta arte, centrar algo de su atención en Bach, creo que se puede decir –ya con el experimento previo, también poco acertado, llevado a cabo sobre la H-Moll Messe, BWV 242– que, si bien su Bach no adolece de sonar especialmente francés, sí de no sonar como Bach. Haciendo uso de una sección de cuerda notablemente pequeña para lo que estamos acostumbrados a ver en su caso [3/3/2/2/2], Christie cargó las tintas sobre el color, cediendo un espacio evidentemente privilegiado a la sección del continuo –que a la postre resultó lo más interesante de la interpretación–. Es necesario alabar especialmente el trabajo de algunos de sus miembros, comenzando por el gran protagonista en esta velada, ese portento de la cuerda pulsada que es Thomas Dunford. El joven intérprete galo –hijo del conocido violagambista Jonathan Dunford– demostró unas dotes muy, muy especiales y poco comunes entre los de su especie: pocas veces se escucha a Bach con cuerda pulsada, pero desde luego diría que ninguna con esa capacidad de sonido, ese refinamiento y un planteamiento como el suyo que, aunque cargado de dramatismo en exceso, logró en muchas ocasiones expresar más con su continuo que sus colegas con la voz. Fueron varios los momentos en los que Christie cedió espacio a Dunford prácticamente a solo –como en el aria para dos violas d’amore, en el arioso «Mein Herz, indem die ganze Welt» o en la maravillosa aria «Es ist vollbracht!»–. En otras ocasiones él mismo rasgueaba con solvencia en varios coros y pasajes de bravura, aportando un color y una profundidad de sonido maravillosa. Realmente fue impactante, aunque en ocasiones su presencia resultó demasiado evidente y un poco excesiva a nivel textural y sonoro.
Muy buen trabajo, así mismo, de la cuerda grave, con Cyril Poulet al violonchelo, Joseph Carver al contrabajo –su compañero de aventuras, así como el otro violonchelista, estaban colocados justo en el extremo opuesta de la orquesta, logrando un brillante equilibrio, empaste y sincronización a pesar de la distancia– y Myriam Rignol a la viola da gamba –que brilló más que la propia la solista vocal en la subyugante aria «Es ist vollbracht!»–. Completó la sección de continuo el fantástico aporte, de color y solvencia técnica, con ornamentaciones imaginativas, pero bien medidas, cuidando la densidad textural y sin sobrecargar un continuo ya de por sí muy contundente, a cargo de Marie Van Rhijn al clave y órgano positivo.
Por su parte, correcta, incluso rozando grandes momentos en ciertos pasajes, la labor de los oboes de Pier Luigi Fabretti y Yanina Yacubsohn, así como los traversos de dos leyendas de este conjunto como son Serge Saitta y Charles Zebley, de impactante y cuidado sonido y un fraseo ejemplar. La sección de cuerda –liderada por Hiro Kurosaki– no destacó entre el resto del conjunto, especialmente unos violines notablemente desajustados en varios momentos, con ciertos problemas de afinación y poco expresivos. Es de justicia, sin embargo, remarcar bello momento ofrecido por Emmanuel Resche y Patrick Oliva a las violas d’amore.
El apartado vocal, ni siquiera a nivel coral, brilló especialmente, en gran medida por la poca fluidez del concepto interpretativo planteado por Christie, en muchas ocasiones totalmente antibachiano –o lo que hoy día entendemos que es esto–. Únicamente dos honrosas excepciones pueden ser destacadas de entre el elenco solista: por un lado, el sorprendente tenor belga Reinoud Van Mechelen –un cantante de los más apegados a Christie en los últimos tiempos–, especialista en el repertorio francés, pero al que no conocía su faceta bachiana, y que firmó un Evangelista realmente solvente, de gran dicción del alemán, un dominio escénico y dramático muy fluido, con una línea de canto elegante, liviana en el registro agudo, haciendo un uso inteligente del registro de cabeza y muy poderoso en su proyección; por el otro, la soprano escocesa Rachel Redmond, de bello timbre, una vocalidad muy amable, equilibrada entre registros, con gran naturalidad para el fraseo y una presencia escénica antidivismos, que se plasma del mismo modo en su manera de cantar. El resto del elenco se mantuvo entre lo poco interesante y la incomprensible presencia de solistas como la contralto Jess Dandy –que posee una hermosa voz y un carnoso registro grave, pero que carece de la proyección adecuada para hacerse oír ante una orquesta y en un auditorio de estas dimensiones; a pesar de ello, su «Es ist vollbracht!» logró salir medianamente airoso, más desde el aspecto puramente emocional que vocal–. Ni siquiera el coro [5/4/4/4], que se completó con todos los solistas –a excepción del Evangelista–, estuvo especialmente brillante, con un sonido poco equilibrado, en el que se privilegiaron en exceso las voces agudas, con una afinación ajustada, pero no todo lo exquisita que se espera de un conjunto de este nivel. El carácter aportado en sus intervenciones, especialmente en los corales, fue muy poco sutil, de sonoridad abrupta, excesiva y con evidentes desajustes entre coro y orquesta en las partes dobladas.
Lo llamo el «síndrome de los grandes». No sé a qué obedece, cómo ni por qué se produce, pero suele pasar, especialmente a aquellos intérpretes consagrados y que están en la cúspide de la pirámide interpretativa. Cuando llegan a un cierto estatus y, sobre todo, cuando le prestan atención a obras muy conocidas sobre las que ya se ha dicho prácticamente todo lo coherente que podía decirse, es cuando este «síndrome de los grandes» se hace más evidente. A Gardiner le ha pasado con Monteverdi, a Minkowski con Mozart, a Jacobs con Bach y a Christie le está suciendo también con la música del Kantor de Leipzig. No quiero creer que es desconocimiento –una figura de su nivel debe ser capaz de entrar en el universo bachiano con más garantías que las que ha demostrado aquí–, sino más bien esa necesidad de mostrar que es capaz de hacer cosas diferentes con la música de Bach, que puede darle vida de forma que se distinga de lo que han hecho otros grandes. El problema es que cuando uno no sostiene su edificio sobre unos pilares muy sólidos, este puede venirse abajo con evidente facilidad. Las soluciones y decisiones tomadas por Christie aquí, desde luego pueden construir un Bach llamativo, distinto, hasta sorprendente, pero resulta tremendamente endeble para la grandeza de su música. Y si el menos lo hubiera pasado por un tamiz afrancesado, quizá hasta la cosa hubiera tenido su gracia. Pero ni eso. A veces, sonaba muy italiano, otras muy extraño, y en ciertos momentos hasta irreconocible. Christie decidió alterar la escritura natural de algunas figuraciones, hasta eliminar todo acompañamiento orquestal y del continuo en uno de los corales –un efecto hermoso, pero que aporta poco a nivel expresivo–, planteando en general una versión más íntima, que con un mayor recogimiento dramático y una visión menos adulterada de esta maravillosa obra, quizá hasta podría haber funcionado. Únicamente algunos momentos de la segunda parte lograron acercarse a lo que se espera de un bach de este calibre. Solamente el coro final «Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine» logró resonar con el empaque bachiano con uno espera. Lástima que llegara tan tarde. Creo que Christie puede ofrecer un Bach mucho más interesante, pero el «síndrome de los grandes» parece estar siempre acechando. De momento, solo he visto a Philippe Herreweghe aguantar el tirón. Veremos qué sucede con su versión de la H-Moll Messe que nos espera en junio…
Fotografía: Rafa Martín/Ibermúsica/CNDM.
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