El violinista italiano construye un sólido recital a solo en torno a Telemann, aportando una visión luminosa, italianizante y cargado de virtuosismo, a veces cumpulsivo, de sus magníficas 12 Fantasías para violín solo.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 23-I-2019. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Virtuosismo centroeuropeo. Obras de Giuseppe Tartini, Georg Philipp Telemann y Heinrich Ignaz Franz von Biber. Fabio Biondi.
Quien escribe para muchos realiza un trabajo mejor que quien solo escribe para unos pocos.
Georg Philipp Telemann.
Por segunda ocasión consecutiva, el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM], concibió para uno de sus ciclos estrella –el Universo Barroco que tantas alegrías regala al público madrileño– un concierto a solo, protagonizado por otra de las rutilantes figuras que copan buena parte de la atención en el panorama de la interpretación historicista mundial: el violinista palermitano Fabio Biondi. Como ya hiciera siete días antes el violagambista catalán Jordi Savall, Biondi acudió a su cita pertrechado únicamente con su instrumento, su frac e iluminado únicamente por un haz de luz circular que centraba la atención sobre su figura. Plantarse solo sobre un escenario es siempre un riesgo, más para este tipo de intérpretes que no están tan acostumbrados a comparecer frente al púbico sin el sustento lógico de sus agrupaciones. Pero, como quiera que Biondi ostenta esta temporada la figura de «artista residente» del CNDM, sin duda está asumiendo dicho «cargo» asumiendo notables riesgos. Lo hizo ya al inaugurar la temporada del Universo Barroco con unas Quattro Stagioni «vivaldianas» que no quedarán en el recuerdo, y lo hizo aquí al ofrecer a solo un exigente programa que llevaba por título Virtuosismo centroeuropeo.
El otro gran protagonista de la velada fue el compositor germano Georg Philipp Telemann (1681-1767), del que se interpretaron sus esplendorosas 12 Fantaisie «per violino senza basso», TWV 40: 14-25, es decir, para violín solo sin bajo, publicadas en Hamburg en 1735. De Telemann, que pasa por ser probablemente el compositor más prolífico de la historia y cuyo catálogo de música instrumental resulta poco menos que ingente, se han conservado una serie de colecciones de fantasías para instrumentos a solo, en las que el maestro de Magdeburg logra desarrollar una escritura realmente idiomática para cada uno de ellos, legando a los intérpretes magníficos ejemplos de la literatura solística para la flauta [Hamburg, 1732-33], el clave [Hamburg, 1732-33], la viola da gamba –las recientemente redescubiertas por Thomas Fritzsch, 2015– [Hamburg, 1735] y estas para violín. Las doce composiciones concebidas para el violín suponen una poderosa mixtura de una efectiva y hermosa factura del estilo heredado de la magnífica escuela violinística alemana del XVII –que desembocará en Bach y el propio Telemann–, junto a una visión más adelantada y ciertos toques del estilo galante. Dice el célebre teórico alemán Johann Mattheson, en su Der Vollkommene Capellmeister [Hamburg, 1739], de este género instrumental: «a pesar de que [todas las fantasías] dan la impresión de ser interpretadas ad libitum, la mayoría de ellas, sin embargo, están escritas tan correctamente, y a la par tan poco ordenadas, que nadie podría encontrar un mejor término general para designarlas que el que describe una buena idea». Una definición angulosa –al igual que lo es la cita atribuida a Telemann que aparece el inicio de esta crítica–, que sin embargo describe con cierta destreza estas fantasías «telemannianas» para violín, las cuales están concebidas normalmente en tres o cuatro movimientos –varias veces, cuando son cuatro, se repite uno de los anteriores–, alternando una visión muy virtuosística con pasajes de un lirismo y una evocación muy logradas. La extraordinaria violinista británica Rachel Podger define estas piezas así: «a menudo se elaboran en una sucesión rápida, se persiguen a través de la página en movimientos vibrantes y rápidos, se detienen aquí y allá para dar lugar a la próxima inspiración, o se desarrollan de forma gradual y reflexiva en movimientos lentos y conmovedores. Las ideas inconexas están una al lado de la otra, sin darse cuenta de la presencia de cada una: los motivos, los ritmos, las secuencias de intervalos y las líneas melódicas cambian la dirección y el carácter a su antojo. Los arpegios se alternan con escalas y pasajes agitados, los pasajes graves y solemnes aparecen junto a los de danza. La narración musical a lo largo de los movimientos siempre es clara a medida que te das cuenta de la ingeniosa forma en que Telemann da rienda suelta a su imaginación dentro de una cohesionada estructura musical subyacente».
Así, Biondi acometió la interpretación de estas magníficas fantasías no de forma correlativa, sino en una serie desarrollada de la siguiente forma: n.os 1, 7, 2, 8, 3, 9, 4, 10, 5, 11, 6 y 12 –la cual no logro desentrañar en base a qué se concibe por parte del artista–. Sus lecturas, que privilegiaron el lado más italianizante –no tan puramente germánico– de la colección, se sustentaron sobre una técnica tremendamente sólida, una afinación extremadamente pulcra en muchos momentos –solamente hubo que lamentar severos desajustes en la n.º 4 y especialmente en la n.º 6, en la que los pasajes tremendamente cromáticos del Presto sufrieron especialmente– y una expresividad bien trabajada. La mano izquierda de Biondi fluyó con imponente presencia, las dobles cuerdas y los acordes resonaron con una sutil mezcla de poderío y elegancia, mientras que el arco resultó muy efectivo y el tránsito en los registros, las diversas posiciones y el uso del pizzicato se revelaron delicados y realmente logrados. En los movimientos lentos se apreció un especial refinamiento, con prominente emoción, una gran hondura expresiva y un cuidado sonoro fantástico. Algo más desajustados los movimientos más rápidos, especialmente lo más exigentes en lo técnico que, si bien fueron solventados con notables garantías, a veces denotaron un virtuosismo extrañamente entendido por Biondi, que en ocasiones parece mostrarse absolutamente distante de la música, como si saliera de su cuerpo para situarse del lado del público a deleitarse con su propia destreza. Esto no siempre funciona y no siempre logra epatar.
Varios de los grandes violinistas barrocos han sido los que han centrado su atención sobre esta magna colección [Podger, Andrew Manze, Federico Guglielmo o Shunske Sato entre otros], incluyendo al propio Biondi, quien las grabara para Glossa hace tan solo tres años, lo que sin duda ayuda a que las tenga relativamente frescas y trabajadas con la solvencia que exige un registro discográfico. El resto del programa –a la manera de preludio y coda– se conformó con dos obras de autores a priori lejanos a Telemann, como Giuseppe Tartini (1692-1770), uno de los más grandes virtuosos y compositores del instrumento en la primera mitad del XVIII, del que se interpretó una de sus exquisitas sonatas para violín solo, en Sol mayor, cuyos cuatro movimientos rezuman calidez, luminosidad y alegría de vivir, comenzando por su Siciliana inicial, indicada con la inscripción «Senza di te mia cara, no che non posso star». Estas mismas cualidades fueron exactamente las expuestas de manera vívida por Biondi en su interpretación, preludiando ya lo que habría de ser el resto del concierto. Para concluir, la celebérrima Passacaglia a solo que cierra la extraordinaria colección de las Rosenkranzsonaten de Heinrich Ignaz Franz von Biber (1644-1704). Aquí, esa italianidad tan evidente de Biondi no le sentó especialmente bien a una música mucho más severa, de una expresividad más austera y de una concepción menos virtuosistica. Biber bebe de otras fuentes, su estilo es menos apasionado y mucho más germánico, por eso, el tempo excesivmente rápido, unas ornamentaciones a veces muy coloristas y una visión más horizontal que vertical de la obra hicieron que resultase como despojada de su esencia. Algo similar pareció con la propina ofrecida por Biondi, la Allemande de la Partita n.º 2 para violín solo, BWV 1004, del gran Johann Sebastian Bach (1685-1750), que resultó excesivamente mediterránea, luminosa y cálida; tanto, que a veces Bach parecía pasado por un tamiz «vivaldiano». En cualquier caso, un recital de altos vuelos para un violinista del que cabe siempre esperar lo mejor, aunque a veces no lo consiga. Esta vez todos podemos estar contentos, incluido el CNDM, al que hay que reconocer en esta ocasión su acierto al programar un repertorio tan poco transitado por los escenarios españoles, como enriquecedor para el público asistente.
Fotografía: Elvira Megías/CNDM.
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