El conjunto español y la magnífica soprano ofrecen una Boccherini de claroscuros, con la extremeña alumbrando al quinteto en el Stabat Mater, mientras que el ensemble instrumental fue capaz de dar lo mejor de sí en uno de los magníficos cuartetos del madrileño.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 10-III-2019. Basílica Pontifica de San Miguel. XXIX Festival Internacional de Arte Sacro [FIAS] de la Comunidad de Madrid. Cuarteto en Do menor, Op. II, n.º 1 y Stabat Mater, de Luigi Boccherini. María Espada • Ensemble Trifolium | Carlos Gallifa.
Si Dios quisiera hablar a los hombres se serviría de la música de Haydn; pero si quisiera oír música, elegiría, indudablemente, la de Boccherini.
Jean-Baptiste Cartier.
La figura de Luigi Boccherini (1743-1805), aunque hipotéticamente esencial en el devenir de la música española y europea de la segunda mitad del siglo XVIII, sigue siendo poco menos que testimonial en nuestros escenarios. Son pocos los conjuntos que se especializan en su música y contados los conciertos que se ofrecen con su obra en los grandes festivales y ciclos de este país. Imagino que debemos alegrarnos por cada ocasión que su música es ofrecida en público, aunque resulta tremendo que tengamos que seguir disfrutando de esta a cuentagotas, cuando se trata de un autor que pasó la mayor su vida en territorio español y que se sintió tan madrileño como el que más. Los italianos, que han sido mucho más listos –tampoco es muy difícil–, sí han sabido darse cuenta de la importancia de esta figura y les ha faltado tiempo para sacar pecho de su compatriota, que para ellos es, por supuesto, más italiano que el tiramisú. Entre los pocos vestigios que del magnífico compositor se encuentran en la capital, está un busto –obra de Rita Mansilli inaugurada en 1966– que ocupa el centro de la Glorieta Luigi Boccherini –en los Jardines de la Cuesta de la Vega, cercanos al Palacio Real y a la Catedral de la Almudena–, en el que además puede leerse esa cita atribuida al violinista Jean-Baptiste Cordier, indudablemente jugosa por contraponer las dos autores –junto a la de Franz-Xaver Richter– que pugnan por ser considerados los padres del cuarteto de cuerda.
Por tanto, debemos felicitar, y alegrarnos, de que tanto el Ensemble Trifolium como el Festival Internacional de Arte Sacro [FIAS] hayan decidido prestarle algo de atención al bueno de Boccherini, con un programa en el que, no obstante, se interpretó uno de sus obras más célebres, el Stabat Mater –en su primigenia versión, para tiple y quinteto de cuerda–, que fue precedida por el magnífico Cuarteto de cuerda en Do menor, Op. II, n.º 1, G 159. Se trata esta de una obra de juventud, escrita en su período italiano, cuando Boccherini y otros buenos amigos músicos –auténtico dream team cuartetístico, considerado por muchos el primer cuarteto de cuerda profesional de la historia, formado por Filippo Manfredini y Pietro Nardini a los violines, a los que sumar la viola de Giuseppe Cambini y el violonchelo del propio Boccherini– se trasladaban de ciudad en ciudad por los alrededores de Lucca interpretando una serie de cuartetos, entre los que probablemente se encontraban algunos ejemplos de Franz Joseph Haydn y ciertas composiciones propias del italiano, como el ejemplo que nos ocupa. Es una obra de juventud, de escritura vívida, tremendamente enérgica, un punto desenfada y que se imbuye con cierta despreocupación en esa corriente estética que ya se estaba aposentando de manera sólida en Centroeuropa: el Sturm und Drang. Compuesto en tres movimientos, resulta especialmente destacable –aunque no sorprendente– el exigente papel escrito para un violonchelo casi solista, así como la totalidad del último movimiento, un maravilloso Allegro que se inicia con un poderoso unísono en los cuatro intérpretes, al que sigue un breve pero genial fugato que presenta un nuevo tema. Una obra magnífica, que sin duda el cuarteto español tiene muy bien asumida ya, pues formaba parte de su primera grabación discográfica para el sello Lindoro, dedica íntegramente a cuatro cuartetos de Boccherini. La interpretación resultó muy luminosa, con un logrado equilibrio entre las partes, una solvencia técnica más que notable, un sonido muy empastado y un fraseo elegante y bien construido sobre la base del diálogo bien entendido entre cuatro instrumentistas que hablan de igual a igual. Esta, que es la base del género cuartetístico, no siempre se plasma con la clarividencia requerida sobre los escenarios, por lo que es de agradecer la naturalidad y fluidez presentadas aquí por Trifolium, de entre los que destacaron la nitidez y el pulcro sonido del violín I de Carlos Gallifa, la capacidad de solventar las complejidades presentadas al violonchelo que demostró Javier Aguirre, completando el equipo la refinada y sutil línea del violín II de Sergio Suárez –magnífico compañero de aventuras para Gallifa–, y la siempre sufrida y poco agradecida línea de la viola, refrendada aquí con soltura por Juan Mesana. Una lectura límpida, muy bien trabajada, con una gestión inteligente y sincrónica del vibrato, que sin duda logró honrar la deliciosa juventud de un talento inmenso como el de Boccherini.
La obra principal del programa fue su descomunal Stabat Mater, Op. 61, G 532, en su primera versión para tiple con acompañamiento de cuerda [dos violines, viola y dos violoncelli obbligati, que como es habitual sustituye el segundo de ellos por el contrabajo]. Obra de una factura exquisita, toma para sí como evidente modelo el célebre Stabat Mater de Pergolesi, al que afortunadamente pasa por su fascinante tamiz, concibiendo una versión camerística que sin duda sitúa la obra en otra dimensión. La composición, que ha alcanzado una notable atención por parte de los intérpretes historicistas, cuanta ya con numerosas y magníficas versiones discográficas –la mayoría con la versión para quinteto y con dos violonchelos, aunque alguna también en versión de orquesta de cámara–. A pesar de que la versión contó con ese maravilloso regalo auditivo que es María Espada, que estuvo absolutamente deslumbrante en todo momento, el acompañamiento instrumental sufrió un cierto bajón cualitativo con relación a la primera obra del programa. No percibí la misma capacidad de diálogo, ni una fluidez semejante en el discurso, con una conducción de líneas a veces borrosa –la parte de la viola se perdía constantemente dentro del conjunto sonoro– que no facilitaba la comprensión de esa horizontalidad tan hermosa en pasajes como el movimiento inicial [«Stabat Mater dolorosa»] o en el ondulante devenir del quinteto en el «Quæ moerebat et dolebat»; por lo demás, no se logró extraer del mismo modo que en el cuarteto la densidad de las texturas, ni una versión tan marcadamente enérgica y luminosa como se esperaba –evidente en el movimiento «Tui nati vulnerati», mejor desenvuelto en su ofrenda como bis del concierto–, ni se pudo disfrutar de una lectura violonchelística igual de solvente –especialmente en el movimiento «Eja mater, fons amoris», que exige al intérprete de toda su destreza técnica–. Por lo demás, el aporte correcto, pero discreto de Susana Ochoa –que incomprensiblemente montaba su contrabajo con cuerdas de metal– tampoco ayudó a sostener la densidad del conjunto desde la sonoridad grave.
Pero, como digo, el concurso de la soprano extremeña logró equilibrar la balanza y por momentos fue capaz de engrandecer al quinteto, brillando especialmente en algunos pasajes, como el probablemente más hermoso de toda la obra: «Virgo virginum præclara». De timbre áureo, su línea de canto se presentó sutil, reflexiva, dramáticamente equilibrada, siempre en la medida justa de proyección y paladeando el texto con gracilidad, así como con una magnífica dicción del latín «a la italiana». En la voz de Espada, nada suele faltar y rara vez sobra. Es impecable y tremendamente emocional para el que la escucha, pues su voz realmente provoca un impacto muy poderoso. Un concierto, pues, de claroscuros, con la solista vocal en estado de gracia y el conjunto español a medio camino entre la excelencia del cuarteto y la falta de un extra que nivelara su presencia con la superlativa Espada, lo que sin duda hubiera conformado una versión memorable de este Stabat Mater y hubiera logrado redondear una actuación al nivel de lo que puede esperarse de este conjunto. En cualquier caso, la enhorabuena a todos ellos por poner a un digno Boccherini en los oídos de los numerosos asistentes que abarrotaron –literalmente– la Basílica Pontifica de San Miguel.
Fotografía: Fernando Crespo [Instagram @estarenlasnubes].
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