Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 25-II-2019. Madrid. Teatro de la Zarzuela. XXV Ciclo de Lied. Recital 6. Obras de Franz Schubert (1797-1828), Gustav Mahler (1860-1911), Robert Schumann (1810-1856) y Richard Wagner (1813-1883). Dorothea Röschmann [soprano], Malcolm Martineau [piano].
La soprano Dorothea Röschmann (1967) –que alberga ya una muy reconocida trayectoria–, junto con un verdadero especialista acompañante, el pianista Malcolm Martineau (1960), planteó sobre el papel un comprometido recital de muy alta densidad emotiva, sensitiva y artística. Pensado, además, para emocionar, incluso programando lieder no demasiado frecuentados –sobre todo por la segunda parte–, pero que son capaces de llegarnos directamente al cerebro y al corazón desde el oído: la garantía de que –al escucharlos– nos desharemos de cuanto nos duele y nos da miedo.
Si esa fue la intención de la cantante, desde luego que lo consiguió de forma excelente. Para comenzar, se enfrentó con los Mignon-Lieder de Franz Schubert, con versos de Wolfgang von Goethe. La historia de la bella niña que baila y canta –y al final muere de amor– acompañada por el viejo y misterioso arpista. Dos de ellas son las más conocidas: «Kennst du das land?» [¿Conoces la tierra donde florece el limonero?], de la que Röschmann hace una verdadera recreación, con canto elegante y emotivo: una voz de completa homogeneidad, con un timbre muy atractivo y una sonoridad muy armónica puesta al servicio de la expresividad exhibiendo largas frases en el registro agudo. La otra es la que canta a dúo con el arpista, «Nur wer die Sensucht kennt» [Sólo quien conoce el anhelo], de carácter más agitado y de verdadera autoafirmación y abundamiento en la introspección, que la soprano logra hacer suya de forma admirable.
Para finalizar la primera parte, la soprano abordó el universo Gustav Mahler planteando sus Rückert-Lieder en una versión de trazo renovadoramente expresivo y fresco, apartada de interpretaciones de diseño más grueso y en un orden de canciones menos usual. Ella las comenzó por «Blicke mir nicht in die Lieder!» [¡No me mires en mis canciones!], donde piano y voz se amalgaman para imitar sonidos de la naturaleza y señalar el particular e introspectivo mundo de las abejas. Después, acometió «Ich atmet’ einen linden Duft!» [¡Respiré una suave fragancia!], interpretada con elegante y repetitiva parsimonia, para continuar con «Um Mitternacht» [A medianoche], que normalmente se hace al final del ciclo: en ella, el despliegue de su canto es muy lírico y coloreado, en contraposición a la atmósfera –decayente en luminosidad– creada por el piano; además, la interpretación se endurece progresivamente cuando los versos hablan de la implacable batalla que a menudo libra la humanidad contra el sufrimiento. «Ich bin der Welt abhanden gekommen» [Me he retirado del mundo] es, a nuestro juicio, la de mayor belleza y profundidad del ciclo, y –como es el caso– suele elegirse como final: nuestra artista la abordó en modo orfebre, de forma introspectiva, a la par que emocionante, apoyándose en el prólogo y epílogo que la maestría pianística de Martineau le brindó como envoltorio.
Como se ha comentado, en la segunda parte del recital se programaron los infrecuentes Poemas de la Reina María Estuardo, con textos de la malograda soberana de Escocia –encarcelada y años más tarde decapitada– y música de Robert Schumann, así como las Canciones de Wesendonck, de las que Richard Wagner siempre se sintió muy orgulloso, por ser fruto de su amor platónico con la esposa del banquero y mecenas Otto Wesendonck, además de que le sirvieran de inspiración para varias de sus óperas más universales. La voz de nuestra artista, aunque no atesora la arrebatadora belleza de algunas voces latinas –aunque sí es muy técnica y de una sola pieza–, despliega un canto sólidamente apoyado y flexible en toda su extensión. En este repertorio, gusta de respirar los versos por grupo de frases, dotando a su canto de un fraseo y un legato muy bien conseguidos.
En las canciones de María Estuardo, lo anteriormente expuesto se puso en práctica de forma muy eficiente, ya que se trata de expresar el tránsito vital de la reina desde que dejó Francia, «Abschied von Frankreich» [Adiós a Francia], hasta su muerte, «Abschied von der Welt» [Despedida del mundo], una mezcla de canto declamado y pesaroso pero que avanza impenitente y con una gran inercia. Como ocurre en «An die Königin Elisabeth» [A la reina Isabel], el canto también es inquieto y movido: «Veo el barco, semiescondido en el puerto, retenido por la tormenta y las olas embravecidas…». En las correspondientes «Nach der Geburt ihres Sohnes» [Tras el nacimiento de su hijo] y «Gebet» [Plegaria], la cantante expresó adecuadamente la súplica vencida a Dios a modo de petición de protección a su hijo y, cuando ya todo está perdido, de su anhelada salvación espiritual.
El cierre del recital, con las cinco canciones de Wagner, se hizo in crescendo y a plena satisfacción de ese estilo particular del músico de Leipzig, donde la soprano hubo de esforzarse en aplicar más volumen y densidad en el canto, así como el pianista hubo de sintetizar la amplia paleta de sonidos que Wagner solicita tanto en dinámicas como variedad en la rítmica: La aparentemente sencilla «Der Engel» [El Ángel]; la muy variada en dinámicas «Stehe still!» [¡Detente!], en la que el instrumento piano se toma la revancha para finalizarla; «En Im Treibhaus» [En el invernadero], se juega con el hecho de que –aunque bañadas por el sol y resguardadas del frío– las plantas no están felices en un invernadero, como no lo están nuestras vidas en una patria que no es la nuestra; «En Schmerzen» [Angustias] el forte vocal es el rey –que a estas alturas del recital merece que se destaque–. «Träume» [Sueños], se tiene por la más famosa, ya que en ella aparece como anotación la de ser un «Estudio para Tristán e Isolda». Interesante canción, que Röschmann enfoca como el sueño que degenera en muerte en la tumba.
Muy aplaudidos, e incluso vitoreados –saludando incluso de forma separada cada uno de ellos–, fueron Dorothea Röschmann y Malcolm Martineau, que correspondieron al público con dos propinas cuyo título leyó en español el pianista ayudado de una preparada tarjetita: «Es muss ein wunderbarer sein», de Franz Liszt, y «Die Lotosblume», de Robert Schumann, que acabaron de saciar al público de tan excelentes intérpretes en un comprometido recital para recordar, por lo compensado de su originalidad y belleza.
Fotografía: Ben Vine/CNDM.
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