La compañía de Sasha Waltz presentó su propuesta estéticamente de cierto atractivo, aunque sin aportes significativos en el desarrollo dramático, al que se sumó un elenco bastante irregular y la magnífica aportación de los conjuntos coral y orquestal germanos.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 01-IV-2019. Teatro Real de Madrid. Dido & Æneas, Z 626, de Henry Purcell. Marie-Claude Chapuis [Dido], Nikolay Borchev [Æneas], Aphrodite Patoulidou [Belinda], Luciana Mancini [segunda mujer], Yannis François [La hechicera], Ziad Nehme [primera bruja, un marinero], Michael Smallwood [segunda bruja, un espíritu], Luna Alma Mualem de Filippis • Sasha Waltz [coreografía], Thomas Schenk & Sasha Waltz [escenografía], Christine Birkin [figurines], Thilo Reuter [iluminación], Jochen Sandig & Yoreme Waltz [dramaturgia], Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola [maestro de ensayos], Attilio Cremonesi [reconstrucción musical] • Vocalconsort Berlin, Akademie für Alte Musik Berlin | Christopher Moulds. Producción de Sasha Waltz & Guest y la Akademie für Alte Musik Berlin, en conproducción con la Staatsoper Unter den Linden Berlin, el Grand Théâtre de la Ville de Luxembourg y la Opéra National de Montpellier.
[Dido & Æneas] La única ópera inglesa perfecta que jamás se ha escrito.
Gustav Holst: La herencia de la música [1928].
Inglaterra siempre ha sido un país muy particular en lo musical. Quizá por su aislamiento geográfico, su producción musical se ha alejado estéticamente del resto de la producción continental, ya desde la conocida contenance angloise promulgada por los polifonistas ingleses de principio del siglo XV. No obstante, el intercambio musical con otras regiones europeas fue constante, tanto en una dirección como en la otra, es decir, algunas propuestas británicas fueron asumidas de forma natural por otros países, al igual que algunos estilos, como el francés, fueron también asimilados por los ingleses. De cualquier manera, es muy difícil hablar de un estilo inglés en lo musical, pero quizá sí de una música que suena inglesa... Fueron precisamente los compositores de la segunda mitad del XVII los que ayudaron a configurar de manera más intensa lo que puede definirse como música inglesa. De entre ellos, no hay duda que la figura más trascedente fue la de Henry Purcell (1659-1695), el compositor inglés más importante de la historia, junto con William Byrd y probablemente Benjamin Britten –que llegó para alzar al país de nuevo a la gloria musical, tras un siglo XVIII en el que destacaron algunos compositores de cierta transcendencia como Charles Avison, Thomas Arne o William Boyce [Händel no puede considerarse un compositor patrio en gran medida, salvo por su aportación al oratorio inglés], o las dos siguientes centurias, con autores como Edward Elgar, Ralph Vaughan Williams, Hubert Parry o Gustav Holst–.
Purcell destacó en la mayor parte de los campos de la música de su momento: música sacra –la época de plata para al anthem y el service anglicanos–, la música ceremonial –suyos son los mejores ejemplos de odes y welcome songs–, la música orquestal e instrumental –sus obras para consort de violas y para teclado se encuentran entre las de mayor refinamiento de toda la Historia de la música en la Pérfida Albión–. Simplemente con estas aportaciones, el Orpheus Britannicus hubiera permanecido ya como un ejemplo superlativo en el arte musical, pero fue su foco en la música teatral lo que sin duda terminó de posicionarle como uno de los más grandes.
Sus obras teatrales superan el medio centenar, y van desde numerosos ejemplos de música incidental –obras [normalmente orquestales, pero en ocasiones también vocales] compuestas para acompañar algunos momentos de obras teatrales–, a los brillantes cinco ejemplos de semióperas [The Prophetess, or The History of Dioclesian; King Arthur, or The British Worthy; The Fairy Queen; The Indian Queen y The Tempest], incluyendo el único ejemplo de su autoría que se ha considerado como una ópera, en el sentido de que es un drama totalmente cantado. No obstante, no puede concebirse su Dido & Æneas como una ópera al uso, y muchos menos como un drama italiano, ni tan siquiera uno francés –aunque sin duda se asemeja mucho más a este último–, sino al género propiamente inglés de la masque, que no es otra cosa que un género de entretenimiento que se desarrolló en la Inglaterra a finales del siglo XVI y a lo largo de todo el XVII en torno a un baile de máscaras; estaba basado en temas alegóricos o mitológicos e involucraba diferentes artes, como la poesía, música, la danza y la escenografía. Un tipo menos conocido, pero de notable importancia fue el theatre masque del mismo período, que sobrevivió a la desaparición de la masque cortesana y alcanzó su mayor desarrollo en los dramas y semióperas de la Restauración [1660-c. 1700], especialmente en las obras de John Dryden y el propio Purcell.
Esta masque completamente cantada, que no tiene el honor de ser la primera en la Historia, dado que John Blow estrenó su célebre Venus & Adonis c. 1682 –es sabido que la primera interpretación conocida de la masque de Purcell se llevó a cabo en el internado femenino de Josias Priest en 1698, pero varias investigaciones han apuntado hacia que la obra pudo estrenarse en la corte algunos años antes– es la protagonista del segundo título barroco al que el Teatro Real ha prestado atención esta temporada –queda todavía una Agrippina händeliana en versión concierto para el mes de mayo–. Se trata de una poderosa producción llevada a cabo por Sasha Waltz & Guest y la Akademie für Alte Musik Berlin, en coproducción con la Staatsoper Unter den Linden Berlin, el Grand Théâtre de la Ville de Luxembourg y la Opéra National de Montpellier, que es en realidad una suerte de ópera coreográfica –así han querido bautizarla algunos–, dado que en ella tanto los solistas vocales, como el coro, amén de los evidentes bailarines, conforman un todo dancístico que se convierte en el verdadero protagonista del drama, mucho más allá de la propia esencia dramática de la obra.
El primer problema aquí es que, como suele ser habitual, se transgrede lo que la obra ofrece, excediendo los límites de lo que es aceptable desde el aspecto de respeto dramático. Si la esencia y el aspecto claramente diferenciador de Dido & Æneas es precisamente que se trata de una masque totalmente cantada, la versión aquí presentada, que alarga con un prólogo en el que los protagonistas narran algunos versos –quizá de la versión original– que son puestos en música –de manera incidental, dado que la música del prólogo original se ha perdido– con algunos pasajes de otras obras teatrales de Purcell, que no se indican en el programa de mano, así como las partes centrales en la que se introducen algunas morcillas y chascarrillos con el fin de extraer la risa del respetable, convierten a la obra sin duda en un elemento vivo –algo que en la idea original de Sasha Waltz & Guest parece obvia–, pero a la vez también en una transgresión que afecta de forma poderosa a la intención primigenia de la creación de Nahum Tate y Purcell.
Que el libreto de Tate, tomado de su obra Brutus of Alba, ot the Enchanted Lovers [1678], e inspirado en el Libro IV de La Eneida de Virgilio, no es un dechado de derroche dramático, o que los personajes no presentan una intensidad ni un desarrollo psicológico muy logrado, es ya bien sabido. Aun así, Purcell logra musicalizar de forma brillante varios de los momentos más importantes de la trama, con especial atención al suicidio de Dido, la reina de Cartago, que tras ser engañada por La hechicera y sus brujas para evitar su amor con el soldado troyano Æneas, convertido en manos de Purcell en un lamento absolutamente hermoso y demoledor [«When I’m, Laid in Earth»] sostenido sobre un ground cromático y descendente que soporta una línea subyugante y dolente en grado sumo, sin duda el punto culminante de la ópera y uno de los pasajes más hermosos en toda la producción inglesa del Barroco. En particular, los nueve o diez últimos minutos de la obra, que van desde el recitativo previo a este aria [«Thy Hand, Belinda»] hasta el maravilloso coro final [«With Drooping Winds»], son absolutamente gloriosos. Pero, además, Purcell, logra jalonar su masque con numerosos pasajes corales y danzas puramente instrumentales, así como un discurso sostenido por un recitativo muy bien construido, al que ponen color algunas –pocas– arias de notable hermosa y que dan buena muestra de la capacidad creadora del Orpheus Britannicus, con esa particular escritura tan inglesa, mezcla sutil de algunos elementos propios con un deje francés muy evidente.
Si bien a la propuesta escénica de Sasha Waltz & Guest no se la puede calificar de descalabro –desde luego no al nivel de la reciente La Calisto del Real–, tampoco es posible hacerlo como acierto. Lo más impactante a nivel visual es sin duda la plataforma acuática en la que los bailarines comienzan realizando una especie de coreografía acuática, en obvia alusión a las criaturas mitológicas que poblaban este medio acuático. Resulta evocador, aunque algo confuso en relación con la historia, ver a los danzantes moverse en el agua, desde luego con un notable desenvolvimiento técnico, de eso no cabe duda. Terminado el prólogo y comenzando el propio drama, la escenografía nos traslada a un período relativamente atemporal, con reflejos en el vestuario tanto a la antigüedad clásica como a una especie de Belle Époque con algunos toques histriónicos. Por su parte, el escenario, a veces sin elementos y en otras ocasiones con una especie de edificación que no aportaba apenas información temporal al respecto, no ayudó a clarificar las diferentes localizaciones escénicas en las que se desarrolla la trama [el palacio de Dido, la cueva de la hechicera, el bosque y un muelle en el puerto], las cuales tampoco aportan nada especialmente significativo per se a la historia, bien es cierto, por lo que este no es el mayor de los problemas. Por su parte, la solución de aglutinar a todos los elementos que protagonizan el drama sobre el escenario aportó en cierta manera verosimilitud escénica, y el hecho de que tanto los solistas vocales como los coreutas se conviertan a su vez en elementos coreográficos le confirió a la propuesta cierta profundidad dramática, especialmente si no afecta al resultado puramente musical, lo que en algunos de los solistas no se consiguió. Es interesante destacar también la solución de presentar varios alter ego dancísticos a cada uno de los roles vocales, lo que quizá hubiera cobrado más sentido si los propios cantantes no participasen ya en la propia danza. Al final, tantos elementos terminan por distorsionar la escena e impiden –como suele suceder con estas propuestas– que el asistente pueda focalizarse en el punto principal de lo que está sucediendo. Creo que siempre que se trate de ópera, cualquier elemento puramente accesorio que pueda desviar la atención del elemento principal debe introducirse con sumo cuidado y con una superlativa inteligencia dramática y escénica. Aquí no se logró.
En el apartado solista, puede decirse que ninguno de los que conformaron el elenco vocal estuvo a gran nivel. Fueron de lo correcto [el Æneas de Nikolay Borchev, que estuvo bastante expresivo, incluso creíble, a pesar de que todo lo que le rodeaba no ayudaba esa dirección; y la Belinda de Aphrodite Patoulidou, de hermoso timbre y estupenda proyección, que brilló notablemente más que la protagonista], a lo prescindible [comenzando por el rol protagonista, una Dido encarnada de forma mediocre por una Marie-Claude Chappuis fuera de estilo, con un excesivo uso del vibrato y dramáticamente totalmente inverosímil, que firmó además uno de los lamentos de Dido más planos y vocalmente poco interesantes que recuerdo; y siguiendo por la poco sustancial, tanto en lo dramático como en lo vocal, Luciana Mancini], pasando por lo irregular [la hechicera de Yannis François y las dos brujas de Ziad Nehme y Michael Smallwood –todavía estoy intentando comprender el porqué de que estos papeles femeninos fueran encarnados por voces masculinas–].
Muy buena la participación del excelente Vocalconsort Berlin, conformado aquí por dieciséis cantores [4/4/4/4], que se demostró sus magníficas cualidades para mantener la tensión, una afinación muy pulcra en los momentos más delicados, un refinamiento vocal y una asimilación del estilo muy lograda. Sin duda, su adecuación escénica resultó, además, impactante y fue, sin duda, uno de los elementos que más aportó al desarrollo dramático de la obra. Es de agradecer –puestos a danzar sobre el escenario– su intento por adaptarse al espacio coreográfico, que defendieron en sus sencillos, pero efectivos movimientos, de manera más que digna.
Sin duda, lo mejor de la función llegó con el concurso de la Akademie für Alte Musik Berlin, que continúa demostrando permanentemente que es una de las mejores orquestas alemanas del momento y uno de los conjuntos historicistas más extraordinarios del panorama mundial. Pertrechados únicamente con la sección de cuerda y el continuo, ofrecieron una excepcional lectura, tremendamente pulida en el aspecto sonoro, rebosante de detalles y con un trabajo muy labrado en las dinámicas. Nutrida la sección de cuerda, conformada por 12 violines –comandados por el ejemplar Georg Kallweit, que hasta tuvo un momento de protagonismo en escena–, 5 violas y 2 basse de violon, estuvieron descomunalmente afinados, con un empaste impecable y una magnífica labor en el tratamiento de la disonancia –que tuvo su punto culminante en el ritornello final del coro que la obra–. Desde la ouverture –a la francesa– inicial hasta el coro final, su empeño y la calidad de su interpretación no puede menos que tildarse de inspirados. Pocas veces se escucha un sonido de filigrana sonora tan bien convenido y tan natural, ese que solo que da el buen trabajo extendido a lo largo de los años con una plantilla que se renueva poco. De la misma manera, es necesario alabar el concurso de la sección del continuo, realmente colorista y tímbricamente variado [violonchelo, viola da gamba, dos violines, tres archilaúdes –dos de sus intérpretes alterron con guitarras barrocas– y dos claves]. El resultado fue tremendamente solvente, muy evocador en los momentos dramáticamente más intensos, aportando una calidez a sus interpretaciones que es de agradecer cuando la escena tiende a alejar al espectador del drama.
Christopher Moulds, que dirigió desde el clave, concibió una versión que contrastaba de forma notable los pasajes más desenfadados y musicalmente regocijantes con aquellos más expresivos. Aunque la balanza tendió a decantarse normalmente por una visión menos tétrica y sí más luminosa del drama –fortaleciendo la visión que Waltz plantea para la obra–, no debemos lamentar una lectura superficial por su parte de algunos de los momentos dramáticamente más profundos, culminando con un lamento de Dido que, a pesar de vocalmente no encontró respuesta, sí ofreció al público una emocionante y lograda interpretación –aun con ciertos desajustes en la cuerda grave–. De gesto efectivo y muy atento a los detalles, Moulds cinceló un Purcell refinado en el que se pudiera apreciar de forma clara su genio creador.
Sin ser, quizá, la mejor elección posible de una obra para las características pretendidas desde lo escénico –especialmente algunos momentos de relleno, con el fin de alargar su duración, se hicieron tediosos–, ni desde la propuesta que uno esperaría para una ópera de Purcell, es posible que algunos encontraran aquí un cierto acomodo, sobre todo aquellos que disfrutan más de la danza que del canto o de la propia música escénica. Sin ser un dislate general, ni tampoco una propuesta falta de inteligencia, ni de cierto gusto, no pude menos que irme con la sensación de que nuevo no logré presenciar una ópera barroca en condiciones en el Real. Sonó a Purcell, sí, pero el drama nunca se vio confortado por la escena, ni la danza, ni el resto de elementos escenográficos. Exceptuando la escena acuática inicial ni siquiera encontré estéticamente nada reseñable a nivel estético. Otra ocasión perdida, aunque imagino que para muchos habrá sido todo un éxito. Los mundos de la ópera actualmente son, sin duda, inescrutables.
Fotografía Javier del Real.
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