Por David Santana | @DSantanaHL
Madrid. 06-IV-2019. Museo Nacional del Prado. XXIX Festival Internacional de Arte Sacro [FIAS] de la Comunidad de Madrid. Lorquiana, Rosa Torres-Pardo y María Toledo; Lilith, María Rodés; Los siete pecados capitales, Moisés P. Sánchez.
Había pocas personas paseando por el Paseo del Prado el sábado pasado, el viento frío que sobrevino esa semana en Madrid tampoco incitaba a ello. La poca afluencia de gente incluso me hizo pensar que me habría equivocado en la fecha o en la hora, pero en cuanto pasé frente a la estatua de Goya y miré hacia la «puerta de los Jerónimos» del museo, una hilera de personas que avanzaba con timidez me confirmó que estaba en el lugar y momento adecuados.
Lo cierto es que tenía las expectativas altas, eso de que cierren uno de los más importentos museos de Europa para que un pequeño grupo de gente escuche música dentro de sus salas vacías es algo que no ocurre con frecuencia y, siendo sinceros, ¿a quién no le atrae la idea de «colarse» en un museo de noche?
Una vez dentro, el público era dividido en tres grupos [A, B y C] para rotar entre las salas. Es decir, cada artista interpretaba tres veces el mismo repertorio para tres públicos diferentes que veían los tres conciertos pasando por las tres salas. En fin, una fantasía triádica que hubiera sido aún más perfecta si hubiéramos podido admirar La Trinidad de El Greco, pero por culpa de unas peanas –malhayas ellas– no pudo ser, así que nos llevaron frente a Los comuneros de Castilla, que también eran tres. Con ellos a la espalda y de frente el Fusilamiento de Torrijos del mismo Antonio Gisbert, comenzó el que para mí fue el primero de los conciertos: el de Rosa Torres-Pardo y María Toledo. Un recitado de Lorca nos ponía ya en situación de que iba a haber más Lorca que Falla, más alumno que maestro, pero es que los mártires siempre tienen más morbo, y si no, que se lo digan a Bravo, Padilla, Maldonado y Torrijos, que allí estaban mirando.
Para empezar El Vito, baile cordobés por antonomasia que comenzó con una Rosa Torres-Pardo flamenca que atacó el piano con pasión, ya saben, emulando esos rasgados de la guitarra tras los cuales toca decir eso de «olé», después –todo iba encadenado con unos enlaces pianísticos francamente buenos– el zorongo de Lorca, bueno, más bien armonizado por él, que la melodía es del pueblo español. Y de ahí pasamos a una jota, concretamente la correspondiente al número cuatro de las Siete canciones populares de Manuel de Falla y, si les soy sincero, ni sonó a jota, ni sonó a Falla. De hecho, pudimos escuchar el «Tres hojillas madre» –o Inés, Inesita, Inés–, la tarara con la armonización de Albéniz para su Corpus Christi en Sevilla de la suite Iberia y la Nana de Falla, sin embargo, las intérpretes, en especial María Toledo, optaron por «aflamencarlo» todo en lugar de resaltar los contrastes entre las diferentes piezas y pecaron de exceso de melodrama. Me quedo con la interpretación final del Jaleo, que también armonizó Lorca, en la que María Toledo mostró sus dotes para el piano y Torres-Pardo para el canto, interpretando esta pieza popular a dúo con un resultado sorprendentemente agradable y, eso sí, un poco menos flamenco, que falta hacía.
A continuación pasamos a la cueva de las brujas, que es una sala de un purísimo blanco para que destaquen más las pinturas negras de Goya, otro liberal, como Torrijos, y mártir que murió en el exilio.
Allí aguardaban a que comenzase el concierto de María Rodés un par de guitarras y una amplia variedad de instrumentos de los que Pep Pascual daría buen uso, creando efectos de lo más curiosos que nos trasladarían al mundo de las brujas que Rodés intenta musicalizar. Los efectos de viento, de percusión, las armonías de las guitarras y los ecos de Isabelle Laudenbach fueron perfectos para crear un ambiente único y mágico en aquella sala en la que pudimos escuchar desde canciones de amor al Diablo hasta conjuros de las brujas de Zugarramurdi que una vez debió escuchar Mikel Laboa allá en su tierra y decidió musicalizar.
Y como el Diablo conduce irremisiblemente al pecado, para finalizar, los trabajadores del Prado nos guiaron hasta la sala que alberga la tabla del Bosco de Los siete pecados capitales. Allí, frente al Jardín de las Delicias y flanqueado por El carro de heno, uno se puede percatar de que la cabeza de los grandes artistas va a otro nivel, y que son capaces de ver –o, en el caso de Moisés P. Sánchez, escuchar– aquello que para el común de los mortales resulta intangible. La envidia cobró forma bajo el contrapunto de una mano que trataba de imitar a la otra. En la acumulación de notas se pudo ver una avaricia que le obligaba a apartar los dedos y tocar con puños y antebrazos para abarcar la riqueza armónica de este pecado. A continuación, el abatimiento provocado por la gula, para resurgir con un crescendo constante que nos trasladó al Moulin Rouge y a ese ritmo sensual y ese jazz ligero que recuerda a los cabarets, y que es la imagen –y el sonido– de la lujuria. Las notas se fueron deteniendo hasta ser pesadas, pero solo por un instante, porque luego pasó a una sonoridad pastoril, y es que, ¿acaso no son los alegres días de ligera brisa del verano los que más nos incitan a dejarnos llevar por la pereza? Después, melodías que recordaban al clasicismo, tal vez una alusión a los orgullosos señores que disfrutaban con el estilo galante. Para el final, el más beethoveniano de los pecados: la ira, con la que se completaba la rueda en un éxtasis sonoro que, si dejaba exhausto al oyente, no me quiero imaginar al intérprete después de interpretarlo tres veces.
Como en el cuento de La Cenicienta se acercaba ya la medianoche y uno se sentía desamparado mientras dejaba atrás el calor, las luces, el arte y la magia del museo. Algo de sacro debe tener todo esto si es capaz de trastocarnos el alma.
Fotografía: Jesus Hellin.
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