Por Raúl Chamorro Mena
Dresde. 11-I-2019. Semperoper. Der Fliegende Holländer-El holandés errante (Richard Wagner). Albert Dohmen (El Holandés), Anja Kampe (Senta), Georg Zappenfeld (Daland), Tomislav Muzek (Erik), Christa Mayer (Mary), Tansel Akzeybek (Timonel). Sächsischer Staatsopernchor Dresden. Sächsische Staatskapelle Dresden. Director Musical: Christian Thielemann. Directora de Escena: Florentine Klepper.
El que firma estas líneas recalcaba con ocasión de la reseña del memorable Lohengrin (el llamado «Lohen-dream») interpretado en la propia Semperoper en mayo de 2016, que hubiera sido imperdonable que un desatino escénico nos hubiera alterado el disfrute del festín musico-vocal. Pues bien, esta vez ocurrió. Después de una maravillosa coda final con una tan bella como emocionante exposición del tema de la redención por parte de Thielemann y la orquesta, lo que debería haber sido una eclosión de ovaciones y bravos se convirtió en una división de opiniones con sonoros abucheos, rompiéndose con ello toda la magia.
Estamos ante una de esas producciones que necesitan un detallado «libro de instrucciones», toda vez que desarrolla una de las llamadas «dramaturgias paralelas» producto de las ocurrencias particulares del director de escena de turno, en esta ocasión Florentine Klepper. Todo gira en torno a Senta, nada nuevo por otro lado, ya que es el personaje más complejo psicológicamente, a la que vemos antes de que comience la música acompañando un cortejo fúnebre que se dirige a la cima de un peñasco en el que se entierra el féretro (parece ser que es su padre Daland) ante el cielo tormentoso, el sonido del viento, las olas y el mar embravecido. Algo, de primeras, con misterio, que en cierto modo, engancha la atención y que ejerce cierta atracción a la vista. Senta aparece continuamente desdoblada como niña y mujer y todo resulta ser una pesadilla producto de sus traumas provocados por un entorno machista y opresivo que la «condena» a casarse y tener hijos como único objetivo vital, totalmente oprimida por padre y novio. En lugar de hilanderas, vemos que las muchachas paren una detrás de otra con la ayuda de una Mary-comadrona, pues ese es su único destino. Senta queda aparte, no pendiente del cuadro del Holandés que no existe en esta ocasión, sino encerrada en sus angustias y alucinaciones. Ese no es el futuro que quiere y se libera con sus pesadillas centradas en el misterioso navegante, que aquí no es tal, sino una especie de ente diabólico. En resumen, la obra de Wagner como instrumento de una reivindicación feminista, muy respetable, pero que se contrapone al espíritu de la obra y su autor. El Holandés errante es una ópera romántica tributaria y sucesora de las de Carl Maria von Weber o Heinrich Marchsner, entre otros, que participa de esa combinación entre realidad y elemento sobrenatural que caracteriza la ópera romántica alemana. Eso sí, en esta ópera ya se constatan aspectos que serán fundamentales en la dramaturgia Wagneriana. Efectivamente, Senta no desea ese mundo convencional de mujer casada con Erik y fundando una familia. Está obsesionada con la historia del Holandés errante, navegante condenado a vagar eternamente hasta que obtenga el perdón por el amor puro, fiel e incondicional de una mujer. Cada 7 años tiene la oportunidad de recalar en tierra para obtenerlo, mientras que la mujer que, finalmente, no le sea fiel también será condenada para la eternidad.
Todo ello en clave netamente romántica. Senta, que no es una trastornada, ni traumatizada, ni enferma mental, siente compasión por ese hombre y quiere ser la mujer que lo redima, todo ello con un destino transcendente, pues tanto Senta como Holandés son dos seres transfigurados, metafísicos, totalmente ajenos a lo terrenal y no digamos a algo tan materialista y prosaico como una reivindicación política, sea del carácter que sea. Pero claro, ya sabemos que el romanticismo les causa sarpullidos, lo consideran demodè, algo que no se puede proponer hoy día, lo cual a mí me parece muy respetable, pero que no monten estas óperas, que se dediquen a otro repertorio o bien se asocien con un compositor contemporáneo y creen una obra nueva. De tal forma, el público comprueba estupefacto cómo el texto se contradice constantemente con lo que observa sobre el escenario. Por supuesto que no hay barcos, ni marineros, ni hilanderas… de tal manera que en el último acto, el coro de la tripulación del buque fantasma, que responde a las llamadas de los festivos marineros noruegos, le molesta a la regista, le «sobra», en su «dramaturgia paralela» y se llega a la infame decisión de ponerlo en ¡¡¡grabación y amplificada!!!. Cualquier día, les molestará, per ejemplo, el timonel, en cuyo caso pido que me pongan la grabación de Fritz Wunderlich, ya puestos...
En fin, mejor centrarse en la maravillosa ejecución musical por parte de una Staatskapelle Dresden gloriosa, una de las orquestas más antiguas del mundo e ideal para este repertorio, no en vano esta ópera se estrenó aquí, en la ciudad sajona. Si en la transmisión del concierto de año nuevo de la Filarmónica de Viena, uno apreció un Christian Thielemann un tanto encorsetado, que ofreció hedonismo sonoro, un tanto superficial, con unos valses sin vuelo, sin rubato, un punto rígidos… en cuanto el músico berlinés se coloca en el foso de la Semperoper al frente de la Staaskapelle con Richard Wagner o Richard Strauss en los atriles, abraza la excelencia.
Ya desde la magnífica obertura uno se embriaga con el esplendor y refinamiento tímbrico, las diáfanas texturas, el subyugante colorido orquestal. Una cuerda de primoroso empaste, en el que cada instrumento parece ser el hilo con el que se teje una seda suave y tersa. Qué decir de una maderas de tan deslumbrante precisión o unos metales de seguridad pasmosa y brillo cegador. La dirección de Thielemann tuvo progresión, tensión teatral, dinámicas, infinitos detalles, colaboró con los cantantes, creó atmósferas (inolvidables esos coros de los marineros, en los que los miembros del público pudimos identificarnos con ese Richard Wagner a bordo del buque «Tetis» en travesía entre tormentas, que fue germen de esta composición). Como ejemplo de todo ello, subrayar la magia con que Thielemann expuso ese momento genial en que Wagner pasa de un aria bella, pero convencional, como la de Daland para parar el tiempo, crear ese momento de suspensión temporal, cuando Senta y el Holandés se ven por primera vez y el sublime dúo subsiguiente, clímax de la obra, pues consagra la absoluta trascendencia, el elemento metafísico, la transfiguración de los dos personajes. Algo fundamental en la obra de Wagner, pues creía firmemente que la música era el único arte que podía expresar lo trascendental. Hay que resaltar que Thielemann, la Staaskapelle Dresden, Dohmen y Kampe hicieron justicia a los postulados del genio de Leipzig, en las antípodas, por tanto, de la puesta en escena.
El elenco vocal, que alcanzó un notable nivel, lo encabezó el veterano Albert Dohmen que, sobrado de experiencia Wagneriana y conocimiento del atribulado personaje, completó una gran creación en la faceta interpretativa apoyada en un fraseo de gran hondura. El timbre se muestra desgastado, pero Dohmen conserva un respetable volumen y rotundidad en centro y grave. El agudo, sin embargo, retrasado, apretado y sin expansión careció de relieve alguno, por lo que podemos decir que la temible tesitura, híbrida, que creó Wagner con este papel (llamada de barítono-bajo) fue servida sobretodo en la parte central y grave. Las irregularidades vocales de Anja Kampe se acentúan con el tiempo, cada vez le entran menos notas altas, mientras se suceden los sonidos abiertos, agrios y calantes. Eso sí, su Senta, papel estrenado por la mítica Wilhelmine Schröder-Devrient, se impuso por su temperamento, entrega y convicción dramática. Tanto Kampe como Dohmen, es justo insistir, encarnaron perfectamente en el citado dúo y en la escena final -a pesar de la «dramaturgia paralela» que iba por otro lado-, la transfiguración, la redención del pecador por el amor puro y devoto de una mujer, temas fundamentales de la obra Wagneriana y ya presentes en esta ópera romántica de 1843. Timbre atractivo y buena línea canora la que lució Tomislav Muzek en su Erik, destacando, asimismo, por los apropiados acentos que imprimió a su relato del sueño. Georg Zappenfeld, de sonido no especialmente amplio ni suntuoso, pero sí bien emitido y homogéneo, exhibió su habitual fraseo noble y cuidado. Casi demasiado noble para este mercachifle loco por la riqueza y dispuesto a entregar a su hija a cualquiera que venga con oro, joyas y buenos cuartos. Por su parte, la también avezada wagneriana Christa Mayer supo dar realce a su Mary.
La ópera se interpretó de la manera original, es decir, tres actos consecutivos y sin descansos. Aunque es cierto que el propio Wagner, ante el tibio éxito inicial, admitió que se ofreciera con pausas, hoy día se suele representar de la forma genuina.
Como ya se apuntó al comienzo de esta reseña, el público se dividió entre ovaciones y abucheos que, incluso, recibió el coro, que estuvo espléndido y poca culpa tiene de los dislates de la puesta en escena. En lo que hubo unanimidad es en los vítores a los cantantes, a Thielemann y la Staaskapelle Dresden.
La representación se dedicó a la memoria de Theo Adam, fallecido el día anterior. Magnífico cantante wagneriano, natural de Dresde y, a la sazón, destacado intérprete del atormentado Holandés.
Foto: Semperoper de Dresde
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