Por Francisco Zea Vaquero
Madrid. Auditorio Nacional de Música. 12-XI-2019. Fundación Scherzo, XXIV Ciclo Grandes Intérpretes. Estudios para piano, Op. 25, de Fryderyk Chopin; Iberia, Cuaderno III, de Isaac Albéniz [El Albaicín, El Polo y Lavapiés); Tres movimiento de Petrushka, de Igor Stravinsky. Beatrice Rana [piano].
La pianista que hoy nos visitaba en el XXIV Cclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, la italiana Beatrice Rana, era la gran tapada de la temporada pianística en Madrid. Sólo nos había estado antes en el Auditorio Nacional tocando a Mozart, hacía un par de años en unos de sus conciertos parisinos, y algunos ya venían avisados de que hoy iba a ser una noche especial. Por desgracia, la afición madrileña no respondió como se esperaba –sólo una media entrada escasa registraba nuestra sala sinfónica–. Pues fue una pena para los que se lo perdieron; la velada estuvo plena de los ingredientes que a los aficionados pianísticos les fascinan: musicalidad, estilo y fuerte personalidad. Las salas y auditorios se llenarán a su paso en poco tiempo, no hay duda.
Se trata de una artista, me atrevo a calificarla así pese a su juventud, que prepara sus conciertos a conciencia. Sus poderes no están en el ámbito virtuoso, o estilo arrollador de los pianistas clásicos, Beatrice Rana, es desde luego ella misma. Dispone de un sonido de formato medio, suficiente para encarar el gran repertorio pero no para epatar al espectador especialista, por el contrario sabe elegir el color con cuidado e intuición. Su técnica es estupenda fruto del profundo estudio y preparación, no es innata en ella, pero aprovecha sus recursos de tal manera que parece un gigante. En un principio, la ecuación es sencilla; como no tiene los recursos citados de forma tan abundante, su mejor baza es trabajar la forma y estilo, la musicalidad y el fraseo. Y con esto veníamos tan felices y contentos a descubrir a una concertista cuyo rol inicial ya estaba trazado sobre el papel. Nada más lejos de la realidad.
Bueno, no quiero parecer exagerado, pero los resultados finales del concierto demuestran que una vez más el milagro de la interpretación en vivo siempre supera a la idea preconcebida basada en lecturas previas, escuchas de grabaciones o comentarios de expertos. El piano hay que sentirlo en el concierto. ¡El piano es lo más grande!
Para diluir la expectativa, y ponernos frente a la artista, vimos como elegía el tempo apropiado con cuidado en cada obra para que el fraseo nunca se resintiese, acentuando de forma brillante donde se requería un sonido más arrollador, resaltando la característica que en cada pasaje le convenía, dueña y señora de expresión y estilo convenientes. Si su gama dinámica no es suficientemente amplia hacia el forte, entonces potencia desde el pianissimo, donde saca mil matices. Si no tiene la facilidad de los más veloces simplemente se asegura de equilibrar y proporcionar, dando a su público la sensación de que los valores son los justos. Si su mano izquierda no es tan poderosa como se espera de las estrellas del piano, pues a base de trabajo consigue una independencia total de ambas. Donde no puede llegar al límite emocional por meros motivos regionales [Iberia], deja a todos boquiabiertos resolviendo las dificultades técnicas, y utilizando un sonido cuidado y perfecto, donde muchos que lo tienen todo para triunfar, se estrellan sin paliativos. O simplemente nos enseña cómo una obra que es todo artificio y espectáculo se convierte en pura alquimia sonora y enigma en cada compás.
Su planificación para esta velada es perfectamente pianística, casi de divo del instrumento; Fryderyk Chopin [una serie completa de estudios, la de la Op. 25), Isaac Albéniz (la Iberia más difícil, la del Cuaderno III] e Igor Stravinski, con su Petrushka, inefable tour de force de un virtuoso.
Los seis años transcurridos entre la publicación de ambas colecciones de estudios le dan a Chopin, ya genio, el poso necesario para saltar de la ejecución trascendente al poema sonoro, sin perder un ápice de la brillantez técnica propia de un estudio para piano. El compositor-pianista marca ya tendencia al final del primer tercio de siglo, hito y punto de inflexión en el estilo compositivo y evolución histórica del instrumento.
Rana con inteligencia y elegancia innatas se va a la segunda serie de estudios citada, más delicada en las sonoridades y accesible en lo técnico –que no en lo interpretativo– que la tremebunda y temperamental Op. 10. Vaya por delante que para un pianista la programación de estas obras completas supone un reto absoluto en lo físico y psíquico. Lo primero que salta a vista, es su sentido del rubato (tan necesario en Chopin) tanto en los estudios arpegiados, como en los de las escalas y acordes. Esto nos lo sugiere claramente en los estudios primero y tercero, que se encogían y estiraban suavemente en virtud de la enjundia de tonos y modulaciones. En ambos, predominó la transparencia para los arpegios aéreos y delicados, sobrevuela la transparencia y la elegancia, aunque todavía no sobresale la virtuosa. Fue impresionante el soberano quinto con estructura tripartita, tan bien marcadas las diferencias de ataques en la repetición. Durante toda esta primera parte impera la poesía y el buen decir sobre otros parámetros. Sin habla nos dejó en el Andante séptimo, el melancólico de Do sostenido menor; aquí salió el músico sin paliativos que se encierra a cantar la enorme melodía chopiniana. Y superado el ecuador del cuaderno, prácticamente se nos olvida el género, ¿estudio? tal vez, pero sobre todo campo de pruebas, diría yo, para el equilibrio y el fraseo, música pura para entregarnos a tan perfecta arquitectura musical contenida en estas mínimas obras maestras. Al final en los dos últimos, viene lo más difícil, en estas piezas de bravura no hay donde meterse, ni camuflaje que te ampare, salvo tocar y tocar. Pero la italiana también supo llevar el fuego y la pasión a estos dos últimos estudios sin descomponer la figura.
Pero también vamos a contarlo todo, pues siempre queda algo que «limpiar» o mejorar; en este caso Beatrice Rana se encontró con una sala gigantesca semivacía, donde es muy difícil que los arpegios, y acordes del registro grave empasten correctamente, causándose sensación borrosa, o de «pianismo» sucio. En el repertorio chopiniano la perfección sonora es un pilar imprescindible, y suele haber motivo de discusión entre los buenos aficionados cuando así sucede. Esta joven pianista puso muchas más ideas sobre el tapete, haciendo que este asunto se quedara en algo puntual, frente bastantes otras virtudes fruto de su madurez artística. En la segunda parte el repertorio sería otro, y la exigencia de transparencia y limpieza no cobraba tanta importancia como en el marco de la rigidez estilística comentada.
Y Beatrice Rana en su primera comparecencia a sólo en Madrid programó Albéniz; osadía, inconsciencia, guiño al público… No, conocimiento y preparación máxima que le llevan a escalar uno de los «ochomiles» de la música española del siglo XX, y salir indemne, e incluso reforzada por la hazaña.
Tal vez este sea el más gitano de todos los cuadernos de la Iberia, y también por ello melisma y compás pudieron echarse de menos. A favor podemos decir que en todos los fragmentos la musicalidad vuelve a raudales, aunque haya habido mínimos accidentes con el pedal apagador en algunas figuras del la copla de El Albaicín. Quizás en los pasajes centrales la copla resultara un poco caída pero a cambio decididamente poética, una vez más. No había ninguna mala interpretación, sus proporciones cuadraban. El discurso era ancho y ambicioso potenciando las sonoridades y resonancias francesas, muy lícitas en algunos enfoques desde el nacimiento de la obra. En este primer número nos llama la atención su enorme trabajo y afán de transparencia frente a los pentagramas de la obra cimera del siglo XX. Nada es bastante cuando interpretas Albéniz; racimos infinitos de notas, trampas armónicas que se superponen, y soluciones interpretativas para mostrándose idiomático, y, sobre todo no perder la gracia.
Con garbo y decoro canta las figuraciones de El Polo, y aquí estar musical y limpio, son palabras mayores. Y sincopa tras síncopa venció todos los difíciles cruces de manos y cobertura de pedal exigentísima. Sobre todo se disfrutó de su respeto a la obra y de la pureza de sonido. Aprovechó los silencios y apuró las tensiones que la partitura ofrece, no pudiendo ser todavía la vibración racial última. ¡Brillante Beatrice!
Por ser Lavapiés la habanera más diabólica de plasmar, la toco con calma, pero respetando el ritmo (no ensució nada) y fascinó, superando el conjunto de dificultades y ahondar en el enfoque impresionista del villancico [segunda voz castiza y organillera]. La emoción deportiva fue grande por ver cómo iba imponiendo su criterio, adueñándose de la obra para hacerla suya, y acabar diciendo, con rotundos acordes sincopados... Aquí estoy yo.
Tras el síntoma de valor desplegado, encaraba la obra señera de Stravinski relajada y segura de que el público ya estaba con ella. El que normalmente es el reto de cualquier concierto en que se programa, se presentaba ahora como una oportunidad de lucimiento interpretativo, un espacio donde mostrar su categoría musical, la Rana no tenía que demostrar mucho más, había hecho lo más difícil. Volvió de nuevo a proponernos novedades y enfoques propios del talento de un artista. ¡Qué belleza de sonido en la presentación y en sus primeros adornos! Una vez más adapta la obra a sus capacidades, y sale victoriosa por la lógica que impone. ¿Por qué no un Petrushka de sonido virtuoso, y no sólo de agilidades?. Luciendo acordes de longitud casi organística con todo el color y el armónico intactos, apoyados en su pedal quasi perfecto. Con esto una multitud de variados ataques nos convence de ello. Justo en el tiempo central, digamos, el más teatral, reflexivo e íntimo, antes del esplendor armónico de la feria de Shrovetide, demostró entre otras cualidades interpretativas su independencia de manos. Tampoco faltaron pirotecnia y facultades, pero sobre todo nos tuvo en puño por las soluciones que proponía, y por la emoción interior de la pura tensión- distensión. Con este principio musical dominado, lo más difícil ya está hecho. Será respetada siempre como músico y como pianista.
En esta sala hemos disfrutado unas cuantas versiones de esta obra verdaderamente magistrales: Pollini, Sokolov, o Pogorelich, pero como la de Beatrice Rana ninguna, esta es la suya. Virtuosismo no de la velocidad o de agilidad, sino de la alquimia sonora verdadera.
En medio de la adhesión general nos ofreció un par de propinas bastante inolvidables. En primer lugar unos de los preludios lentos de la colección Op. 28 de Chopin, donde quedó asentado su oficio de poetisa, su saber cantar las notas, en definitiva, una belleza de regalo. Para terminar quiso dejarnos con hambre, en su seguro regreso a esta sala, e interpretó a Bach en la Giga de su Partita n.º 6. Por supuesto, destacó la línea y la tensión de la misma, con un touche infalible, y una muy buena expresión rítmica. Agradecimientos a esta pianista italiana por interpretar con respeto y sentido común, además de darnos un soplo de aire fresco. Madurez y personalidad combinadas en una joven e inteligente intérprete.
Fotografía: Rafa Martín/Fundación Scherzo.
Compartir