Por Álvaro Menéndez Granda | @amenedezgranda
Madrid. 22-V-2018. Auditorio Nacional de Música. Ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo. Obras de Sergei Rachmaninov, Aleksadr Scriabin, György Ligeti y Sergei Prokofiev. Yuja Wang (piano).
Mentiría si dijera que el nombre de Yuja Wang se encuentra en la lista de mis pianistas predilectos, pero también lo haría si no reconociese que llevaba mucho tiempo queriendo escucharla en directo en un recital a solo. Su fama la precede, mueve al público y cosecha éxito tras éxito. Algo tendrá el agua… Sin embargo, la espectacularidad de su impecable control mecánico —que a menudo explota hasta adentrarse en el resbaladizo terreno de lo circense—, no es suficiente para convencernos en lo musical. El programa que la pianista eligió para su recital en el ciclo «Grandes intérpretes» de la Fundación Scherzo estuvo compuesto por obras de Rachmaninov, Scriabin, Ligeti y Prokofiev. No puede decirse que fuese un programa sencillo, ni para ella ni para el público, pero está claro que las obras se escogieron cuidadosamente para ofrecer al respetable la dosis de exhibición mecánica que esperaba, sin una intención de ahondar en lo expresivo.
Prueba de ello fue la selección de Preludios y Études-tableaux de Rachmaninov que abrieron la primera parte. Curiosamente, el momento más afortunado de Wang fue la primera obra del recital, el marcial Preludio en Sol menor n.º 5, Op. 23. Una enérgica y comprometida pieza para comenzar un recital, y sin embargo Wang estuvo espléndida en la forma en que destacó melodías ocultas en la gran masa sonora del compositor ruso. Pero ahí acaba lo bueno, y su versión del Preludio n.º 10, Op. 32, en Si menor —esa maravilla delicada y melancólica, escrita con la eterna idea del retorno a la patria añorada— fue más bien poco acertada. El pulso constante y regular es necesario para conseguir ese clima de desolación e impotencia que el genio de Rachmaninov transforma poco a poco en rabia, pero Wang hizo con el él lo que le vino en gana, acelerando y rallentando donde quiso: obviando el texto.
La Sonata n.º 10, Op. 70, de Scriabin fue otro buen momento del recital. Wang atravesó la partitura de esta “sonata de los insectos” mostrando su paleta de colores sonoros, una paleta que nos permitió escuchar desde los inocentes y livianos revoloteos de las mariposas hasta la repulsiva y silenciosa visión de las cucarachas surgiendo de entre las grietas de las aceras. Menos delicados pero significativamente más espectaculares fueron los tres Estudios de Ligeti que siguieron a la obra de Scriabin. Wang recurrió de nuevo a la exhibición mecánica para justificar un grupo de obras que, de otra manera, no habría tenido cabida en el programa. Ni que decir tiene que la interpretación de Touches bloquées, Vertige, y Deésorde fue efectivamente espectacular, que Wang hace con el piano lo que quiere, que lo domina y lo somete, pero personalmente habría preferido otra manera de demostrarlo. Es difícil, por cierto, no pensar en la referencia establecida por Aimard en sus grabaciones de esta música cuando se escucha en las manos de otro pianista.
Tras el descanso llegó el momento de la monumental y mastodóntica Sonata n.º 8 de Prokofiev. Wang recorrió el sinuoso primer movimiento haciendo un buen trabajo en lo musical, si bien fue el segundo el momento más interesante de la sonata, donde demostró un maravilloso fraseo y control tonal. Qué duda cabe de que el tercero, muy brillante, fue interpretado con una fuerza y una destreza inusitadas. Sin embargo volvió a caer en ese defecto que, en general, es achacable a prácticamente la totalidad del concierto, y es que todo fue perfecto pero frío, poco comunicativo y pretendidamente espectacular.
Wang es una muy buena pianista, posee una mecánica y una técnica envidiables, pero hay que ponerlas al servicio de la expresividad y del sonido. Da igual si la música expresa o no expresa ideas, ese es otro tema. La cuestión es que incluso aunque no lo haga, aunque el empeño sea baldío, el intérprete debe intentarlo. Si no, sería bajar teclas sin más mérito que acertar en las correctas, que no es poco, pero desde luego no es suficiente. El público aplaudió con verdadero fervor —yo diría que excesivo—, quizá para compensar las constantes molestias que ocasionó a la intérprete —por favor, recuerden que un aplauso, por cálido y efusivo que sea, no compensa dos horas de incesantes toses y móviles—. Yo, sin embargo, reconozco abiertamente que no salí del Auditorio con esa duradera y genuina satisfacción que otros intérpretes del ciclo consiguieron provocarme —Radu Lupu, sin ir más lejos, hace apenas dos semanas—. Hay público de muchas clases. A mí se me conquista con el sonido, y el de Wang me pareció excesivamente metálico, algo brusco por momentos. Confío en ver a esta pianista en obras de menor exhibición y mayor expresión, como un Schubert, un último Brahms, un Mendelssohn o la prueba de fuego, un Mozart. Música, en definitiva, como arte y no como excusa.
Fotografía: yujawang.com
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