Por Natalia Berganza
Granada. 01-VII-2018. Palacio de Carlos V. 67.º Festival Internacional de Música y Danza de Granda. Obras de Sergei Prokofiev y Dmitri Shostakovich. Sergey Khachatryan, violín. Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo. Valery Gergiev, director.
La selección de obras para la segunda noche de Gergiev y la Orquesta del Mariinsky en el Palacio de Carlos V resultó finalmente una muestra muy acertada de la esencia musical rusa del siglo XX (e interpretativa del siglo XXI). Una combinación compleja, como la propia historia musical de ese país, pero sobre todo una demostración esencial del trabajo del director con la orquesta que se pudo apreciar hasta la propina final.
Es un clásico comenzar con un aperitivo como la Sinfonía nº 1, “Clásica”, de Prokofiev. Una obra agradecida de oír, como un vino dulce de gustar; perfecta en su supuesta sencillez, pues el clasicismo formal se combina con la dosis justa de modernidad, expresada a través de unos temas y melodías de frescura y naturalidad juvenilmente atractivas (Prokofiev compuso esta obra al final de sus estudios, en 1917, cuando empezaba la Revolución...). Y así, Gergiev en un alarde de virtuosismo desde el podio, presentó a su orquesta orgullosamente: con un sonido redondo, bonito en esencia, marcado desde las cuerdas, e imitado por las maderas; ninguno de los vientos en esta primera formación, siendo grandes solistas, destacó sobre otro como individualidad, guardando la homogeneidad como primera norma de disciplina estética. Desde el inicio se pudo ver la fe “ciega” (quizá no es el adjetivo más apropiado en este caso) de la orquesta en su director, que parecía tener un control del tempo y la confianza en su dominio por encima de cualquier eventualidad. Destacó la precisión para la elección de las velocidades y la cualidad dinámica ejemplificada por unos pianísimos espectaculares que la orquesta realizó obediente, por ejemplo, durante el segundo movimiento, de especial belleza.
Y ya, el joven y galardonado violinista Sergey Khachatryan, de reconocida fama internacional, salió al escenario para interpretar el más largo e íntimo de los conciertos de Shostakovich para violín, el primero de ellos. Al igual que uno puede pasar horas contemplando simplemente el Palacio, los dibujos de su roca veteada, la repetición equilibrada de sus capiteles y columnas, la iluminación que resalta la galería cubierta del propio patio, todo sin llegar a pensar en la perfección con que fue diseñado el espacio o sin darnos cuenta de que el color y gradación de las luces estaban sutilmente calculados, igualmente pudieron pasar los minutos disfrutando sencillamente de la belleza del sonido producido por el violín en una obra como la de Shostakovich... sin pensar demasiado en la complejidad del discurso y en los intricados y oscuros pensamientos que llevaron al compositor a escribir una partitura tan profunda como la interpretada. Así ocurrió con el violín de Khachatryan: recreado en la belleza de su sonido, un sonido continuo, eterno, denso, amalgamado con la orquesta, pero siempre claro y distinto de ella; mostró su infinita cualidad para las delicadezas, para los detalles (escogiendo glisandos especiales para hacer algunos intervalos más expresivos), para los pianos y los pianísimos, para las texturas y los fortísimos. Hablamos del primer movimiento, Nocturne, partitura meditativa a modo de fantasía, en la que el compositor quizá quiso explicar lo que en otras obras más institucionales no podía. En el segundo movimiento, Scherzo, como una danza basada en música popular rusa, pero desvirtuada hasta lo macabro, con complicaciones contrapuntísticas y contratiempos que dan un toque grotesco al conjunto y añaden dificultad, destacó la seguridad del violinista armenio al interpretarla (tocó de memoria los 40 minutos de concierto) y la belleza y flexibilidad con la que atacó incluso los acordes más descarnados de la partitura. La Passacaglia, tercer movimiento, es la joya del conjunto; el solista siguió tocando tan bonito y expresivo en los detalles como había hecho desde el principio, pero quizá aquí se notó la falta de coherencia entre sus ideas melódicas y las de la orquesta pues, aún tocando juntos no igualaban el sentido de sus frases. Después de una larga cadencia en solitario, bella y quizá algo arbitraria, apareció el último movimiento, Burlesque, que, también basado en música popular de danza (un trepax) tiene un tinte más cómico, como dice su título. Se notó especialmente su atracción por los ritmos y melodías más populares y siempre destacó la firma musical de Shostakovich (la equivalencia de su nombre en notas musicales, que suena como escrita con sangre), que aparece en distintos momentos a lo largo de la partitura. Los solistas de la orquesta estuvieron en todo momento a la altura del violinista y siguieron las directrices de Gergiev, que le observaba con cercanía y fidelidad. Quedó más que demostrada la capacidad y brillantez de solista, quien recibió una cerrada ovación premiando su sensible destacado virtuosismo, tras la cual presentó en muy correcto español, un sencillo canto religioso de su tierra natal de giros modales bellamente primitivos, y lo tocó con toda el alma, entre pianos y pianísimos de manera que llenó todo el palacio de una intimísima espiritualidad.
Para cuando Shostakovich compone su Sinfonía n.º 11 Stalin había muerto ya, pero aún así, en el ensayo general su hijo Maxim le dijo: “¿Y si te cuelgan por esto?”. Con un plan propagandístico como proyecto para su Sinfonía n.º 12 sigue existiendo un reto para el compositor: más prudencia, más respeto, más sencillez formal y temática, menos fantasía, menos expresión personal, menos degeneración... ¿Cómo pudo tacharse a Shostakovich de poco comprometido, de sumiso, desde el libre Occidente? La Sinfonía “El año 1917”, una obra programática dedicada a Lenin y en recuerdo del inicio de la Revolución, es oficialmente una obra sencilla, clara, poco subversiva, correcta formalmente, casi clásica, con varios temas que se repiten a lo largo de los cuatro movimientos tocados sin interrupción y con un finale, “El amanecer de la humanidad”, casi machacón.
Afortunadamente Gergiev sabe que extraoficialmente Shostakovich no compuso nada semejante, nunca. Por supuesto, se interpretaron claramente las escenas que cada movimiento representa: las revueltas en Petrogrado a la llegada de Lenin en el primero, con una energía contenida ya desde el suave primer tema; la estancia del líder revolucionario en la ciudad cercana de Razliv en el segundo movimiento, con los destacadísimos solistas de la orquesta que parecían representar a los cabecillas preparando la estrategia de la revuelta. El ataque del submarino Aurora desde el Neva en el tercer movimiento, haciendo que la orquesta entera se amoldase a la sección de percusión, simulando los torpedos y explosiones arroyando con todo. El triunfal último movimiento, que es efectivamente una reiteración de algunos de los temas anteriores, pero en ningún caso resultó simplón, sino brillante y coherente.
Valery Gergiev cuenta con una orquesta excelente y con algunos solistas de viento (especialmente las maderas) y percusión extraordinarios que brillaron en muchos pasajes durante toda la noche (déjenme que declare en especial mi muy personal predilección por los fagots y también la primera trompeta), haciendo todos ellos un trabajo magnífico; pero es que él tenía una concepción de la obra tan bien tramada en su cabeza que además de satisfacer la versión “oficial” programática esperada, explicó y llenó de significado cada uno de los temas que Shostakovich había entrelazado para satisfacer su propia versión “extraoficial”, que incluía toda una serie de recuerdos, experiencias, memorias musicales, incluso, humor y cierta enmascarada ridiculización. Todo ello vestido en un lenguaje creativo alejado de sus aspiraciones más personales e innovadoras, pero no por ello menos verdadero, ahondando en un espíritu que no le era ajeno: un auténtico espíritu patriótico. Si se quedó en la URSS sería por... su amor a Rusia. Y la Sinfonía n.º 12 de Shostakovich parece en definitiva una declaración de amor a la patria; la de Chaikovsky, de Tolstoy (a quienes parece que cita de una forma u otra), la de su propio pueblo, con quien se identifica, porque él también vivió todo aquello.
No dudamos que Valery Gergiev también ama lo que hace. La propina fue una virtuosa obertura de La forza del destino, de Verdi, que tradujo de la forma más exquisita, como postre de gourmet.
Fotografía: Festival de Granada/José Albornoz.
Compartir