Por Xavier Borja Bucar
Valencia. 17-X-208. Palau de Les Arts Reina Sofía. Turandot, de Giacomo Puccini. Jennifer Wilson [Turandot], Marco Berti [Calaf], Miren Urbieta-Vega [Liù], Abramo Rosalen [Abramur], Damián del Castillo [Ping], Valentino Buzza [Pang], Pablo García López [Pong], Javier Agulló [Altoum/Principe di Persia], César Méndez [Mandarino]. Chen Kaige [dirección de escena], Liu King [escenografía], Chen Tong Xun [vestuario], Albert Faura [iluminación]. Orquestra de la Comunitat Valenciana, Cor de la Generalitat Valenciana, Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats. Alpesh Chauhan [dirección musical].
El pasado miércoles 17 de octubre, Valencia inauguró su temporada de ópera (aunque en sentido estricto haya que hablar, según la entidad, de pretemporada, hasta La flauta mágica que se estrena el 1 de diciembre) en el Palau de les Arts Reina Sofía con la Turandot de Puccini, en medio de una gran expectación, a juzgar por el aspecto de la sala, llena hasta la bandera. Se recuperaba para la ocasión la producción de Chen Kaige, estrenada en el teatro valenciano en 2008 y ya repuesta en 2009 y en 2014. Una producción, la de Kaige, que, al margen de algunos aspectos que más adelante, al hilo de la crítica, comentaré, funciona en términos generales por su espectacular y colorida escenografía, en cierta medida tributaria del estilo Zeffifelli, algo que en una ópera de la índole de Turandot siempre es más virtud que defecto.
Resulta inevitable comparar todo cuanto acontece actualmente en el Palau de les Arts con aquella suerte de deslumbrante espejismo previo al escándalo de corrupción, esto es, con aquel fastuoso teatro en el que dos directores de la envergadura de Lorin Maazel y Zubin Metha compartían insólitamente titularidad. Con estas dos figuras totémicas al timón, el Palau de les Arts logró consolidar una compañía estable (con la Orquesta de la Comunitat Valenciana y el Coro de la Generalitat de Valencia) de primer orden y se convirtió en un reclamo para los mejores cantantes del panorama internacional, alcanzando una posición envidiable por parte de los dos teatros históricamente más prestigiosos de este país, como son, en primer lugar, el Gran Teatro del Liceo de Barcelona y, luego, el Teatro Real de Madrid. Sin embargo, el relato actual es muy distinto y esta función inaugural de Turandot se salvó gracias a la solidez que todavía mantienen una orquesta y un coro que, bajo la batuta del joven director británico Alpesh Chauhan, fueron capaces de redimir una representación que, en lo concerniente a los cantantes solistas, discurrió entre la discreción y la vulgaridad. Una representación que, además, fue saboteada, en el tercer acto, por una circunstancia completamente insólita, como fue un sonido ininterrumpido de gorjeos de pájaros que procedía de alguno de los pisos superiores del teatro. Desde el teatro ya se han apresurado a desmentir cualquier responsabilidad sobre el mencionado sonido. Ahora bien, en la opinión de quien escribe estas palabras, una circunstancia de esta índole merecía la interrupción de la representación. Pero no, nadie, ni desde el escenario, ni desde el foso, ni desde el público hizo nada, dejando que se perpetrara el sabotaje, y esto, a mi juicio, no es menos sorprendente.
Dicho esto, y volviendo a la propia ópera, Jennifer Wilson, la otrora prometedora Brünnhilde del recordado Ring de les Arts dirigido por Metha diez años atrás, fue la encargada de dar vida a la princesa de hielo. Recientemente ha salido a la luz que la soprano norteamericana abandona la producción por baja médica, siendo Rebeka Lokar la encargada de sustituirla en las siguientes funciones, lo que a tenor de la actuación de Wilson el pasado miércoles no puede entenderse sino como una necesidad. Y es que dejando al margen que en sus regresos a Valencia, nuevamente como Brünnhilde y también como Isolde, ya no despertó el mismo entusiasmo que en el debut en el mencionado Ring, lo cierto es que la soprano norteamericana evidenció en esta función inaugural de Turandot unos problemas vocales alarmantes. Con una voz destimbrada, carente de armónicos, así como incapaz de proyección, su entrada con el comprometido monólogo «In questa reggia» fue una verdadera inmolación vocal. De nada sirvieron algunos agudos tan atronadores como grotescos sacados de la chistera en el contexto de una actuación en la que Wilson bordeó en todo momento una emisión la disfónica. Conociendo ahora su baja médica, tampoco es necesario hacer más leña del árbol caído, y lo único que cabe añadir es que habría sido deseable que la soprano hubiera renunciado a participar en la función en ese estado. De este modo, además, se habría ahorrado algunos ligeros abucheos de una parte del público, al final de la representación.
Quien no estaba enfermo era su partenaire, Marco Berti, quien ya fuera Calaf en el estreno de esta producción diez años atrás, en aquella ocasión, al lado de Maria Guleghina. El tenor italiano es acaso uno de los más claros ejemplos de una voz a todas luces privilegiada, pero gobernada, no obstante, por una técnica deficiente y una nula inteligencia musical. La de Berti es, cuando está bien emitida, una voz indudablemente recia, de sobrada proyección y de timbre incluso marmóreamente bello, heroico. Además, el tenor italiano posee un registro agudo de insultante facilidad y envidiable contundencia. Ahora bien, cabe preguntarse qué sentido tienen todas esas facultades cuando no están ensambladas por el menor atisbo de línea canora, de fraseo musical y dramático. Ya desde su entrada, desde la primera palabra, Berti dejó claras sus intenciones de tomar partido por la declamación estentórea en detrimento del canto, con un «Patre!» rayando en el alarido. En los primeros compases de «Non piangere, Liù!», Berti evidenció sus carencias técnicas, que se resumen especialmente en la incapacidad de mantener la homogeneidad de su voz al apianarla. La voz del tenor italiano solo suena en su sitio en el canto forte, mientras que cuando trata de reducir la intensidad esa misma voz pierde ostensiblemente color y proyección, y no solo eso, sino que también su afinación se resiente, lo que pone de manifiesto una emisión mejorable. De ahí se comprende que Berti rehúya en la medida de lo posible abandonar el canto estentóreo en el que se siente seguro. Sabedor de que su incólume do en la frase «Ti voglio tutta ardente d’amor!» y los demás agudos atronadores le serán suficientes para lograr el beneplácito de la mayoría de los públicos, Berti persiste en lo que parece una imitación del Mario del Monaco más trasnochado, si bien careciendo de la intensidad dramática de la que este último siempre hizo gala, ya en el canto como escénicamente: elocuente a este respecto fue la expresión hierática de Berti ante la muerte de Liù. Su «Nessun dorma» no fue más que un «Vinceró!», rutinario en la expresión, desprovisto, en todo caso, de poder de conmoción.
Con todo, el de Berti es un caso especialmente lacerante. En medio de la clamorosa escasez –o inexistencia– de cantantes capaces de abordar con excelencia el repertorio spinto y dramático italiano, Berti desaprovecha unas facultades vocales superiores a las de más de un tenor que hoy día está en la cresta de la ola (y pongan ustedes aquí los nombres que les parezca, si es que les pareciere alguno) y se entrega a un mero espectáculo decibélico y circense que, no obstante, le vale para recoger encendidas ovaciones.
Miren Urbieta-Vega fue una Liù discreta. La joven soprano vasca no aprovechó las posibilidades de un rol conmovedor como pocos. Poseedora de una voz de timbre suficientemente atractivo, pero de proyección no especialmente sobrada, pasó algún por algún que otro apuro, como en el delicado final de «Signore escolta», en el que la emisión fue algo tirante e inestable. Su intervención mejoró algo en el tercer acto, en parte beneficiada también por la comparación con la circunstancialmente incapaz Jennifer Wilson. Al lado de la de la soprano norteamericana, la voz de Urbieta-Vega sonó más corpórea que en el primer acto. En todo caso, la voluntariosa actuación de la joven soprano no fue más allá de la corrección, con un «Tu che di gel sei cinta» que, más allá de ser masacrado sin piedad por los inopinados gorjeos, no fue catártico como debiera, a lo que también contribuyó –justo es reconocerlo– la dirección escénica, que hace que Liù no se quite la vida con un puñal arrebatado a un soldado, sino estrangulándose con un pañuelo, en una imagen poco verosímil, pues para lograr esa estrangulación de un modo instantáneo acaso hagan falta los brazos fornidos de una remera.
El Timur de Abramo Rosalen estuvo en la misma línea de la Liù de Urbiera-Vega. Evidentemente, el del sufrido padre de Calaf, en comparación con el de Liù, Calaf o Turandot, es un rol menor, carente de partes completas solistas. Sin embargo, Puccini le confiere gran entidad dramática por medio de algunas frases puntuales que deben ser proferidas con autoridad imponente, como por ejemplo «L’anima ofessa si vendicherà!», tras la muerte de Liù. En este sentido, Rosalen no estuvo a la altura. El bajo italiano exhibió una voz de timbre no especialmente rotundo y con una proyección que no fue más allá de lo suficiente. Sus intervenciones se ciñeron a la mera corrección, tanto en el plano vocal como en el dramático.
El trío de ministros imperiales formado por Ping, Pang y Pong, fue interpretado respectivamente por Damián del Castillo, Valentino Buzza y Pablo García López. En su entrada en el primer acto se mostraron algo precipitados, con algunos desajustes, algo que acaso no deba a achacarse solo a ellos, pues en general todo el primer acto fue, en términos concertantes, algo impreciso, aunque de esto me ocuparé más adelante. Ya en el segundo acto, en su larga escena inicial, los tres cantantes mostraron un engranaje mejor, haciendo una creación notable de los tres ministros, tanto en lo vocal como en el aspecto escénico, en el que se movieron con el necesario dinamismo que estos tres roles exigen.
El resto de los roles de Turandot son secundarios. Sin embargo, a tenor de esto, y retomando también el hilo de la idiosincrasia del personaje de Timur a la que me refería más arriba, creo interesante recalcar lo que me parece una peculiaridad de la ópera de Puccini: ocurre en Turandot que ninguno de los personajes solistas, al margen de su mayor o menor entidad musical o teatral, pasa desapercibido; dicho de otro modo, a todos, sin excepción, Puccini les pone un foco encima, les hace protagonistas puntualmente. Así ocurre con el Mandarín, un rol vocalmente poco relevante, pero, sin embargo, intimidatorio; o con el Altoum, cuyo monólogo a capella le confiere una inusual solemnidad.
César Méndez fue un Mandarín sin demasiado interés. Con un timbre demasiado claro para el siniestro personaje y una proyección más bien discreta, su actuación pasó, pese a lo dicho en el párrafo anterior, un tanto desapercibida. Por su parte, Javier Agulló firmó un Altoum vocalmente más pobre de lo que es habitual en un personaje que acostumbran a interpretar cantantes provectos. Su afinación fue dudosa en más de un momento. Sin embargo, más allá de lo puramente vocal, la actuación Agulló fue grotesca también debido a la dirección escénica, que lo dispuso recostado en una especie de triclinio y en actitud ebria, tomando, de una suerte de cáliz, alguna bebida presumiblemente espirituosa. El venerable emperador parecía más bien un Nerón.
Completaron el reparto Carmen Avivar y Mónica Bueno con buenas intervenciones como las doncellas en el primer acto.
Como avanzaba al inicio, la orquesta y el coro salvaron esta inauguración de la temporada de ópera de Valencia. El joven debutante Alpesh Chauhan ofreció una dirección garbosa que fue de menos a más en precisión. Como también he apuntado más arriba, en el primer acto Chauhan no logró siempre concertar orquesta, solistas y coro, perdiéndose un poco en la compleja escritura pucciniana. Sin embargo, a partir del segundo acto, las cosas se pusieron en su sitio. Desde ese momento, el joven director británico obtuvo del conjunto orquestal una respuesta precisa, ofreciendo una interpretación de considerable intensidad y dando buena cuenta de los diferentes matices tímbricos y expresivos indicados en la partitura. Con Chauhan al frente, la Orquesta de la Comunitat Valenciana demostró nuevamente una suntuosidad y una solidez en cada una de sus secciones que todavía puede calificarse como la envidia del resto de teatros de ópera españoles.
Asimismo, envidiable fueron las credenciales presentadas por el Cor de la Generalitat Valenciana, dirigido por Francesc Perales. El conjunto coral no perdió la oportunidad de lucirse en una ópera que le depara un papel de enorme importancia y vistosidad. Exhibió solidez en todas las cuerdas y se mostró compacto en todo momento, conformando una actuación brillante.
Para terminar, merece también mención la igualmente lucida intervención de la Escolania de la Mare de Déu dels Desamparats en el coro infantil del primer acto.
En conclusión, lo que se puede sacar en claro de esta inauguración de la nueva temporada del Palau de les Arts es que el teatro vive de las rentas de un proyecto truncado abruptamente, acaso por su desmedida ambición. Unas rentas, materializadas en la orquesta y el coro, que, en todo caso, los responsables institucionales no deberían malograr, pues, de ser así, se haría realidad el peligro avisado por Zubin Metha tras su adiós, a saber, que el Palau de les Arts termine convirtiéndose en un teatro de provincias. Un peligro que, a la vista de la precariedad vocal de esta Turandot, está en el horizonte.
Fotografía: Palau de Les Arts.
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