La orquesta historicista británica ofrece un Händel correcto, aunque de oficio y un tanto irregular, y se estrella con la maravillosa música de Rameau, al que utilizó como mero relleno en un concierto decepcionante.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 25-III-2018. Auditorio Nacional de Música, sala sinfónica. Centro Nacional de Difusión Musical. Universo Barroco. Earth, Fiere & Water. Obras de Georg Friedrich Händel y Jean-Philippe Rameau. The King’s Consort | Robert King.
Universo Barroco en el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM]. ¿Lo adivinan? Correcto, de nuevo Händel. Y es que parece que hay alguien en la institución española especialmente empeñado en que el público se queda con la copla de que Georg Friedrich Händel (1685-1759) es el mejor autor del Barroco europeo, o al menos el más digno para aparecer una y otra vez sobre los escenarios del madrileño Auditorio Nacional de Música. Acudía a su cita la orquesta barroca británica The King’s Consort –que, por otro lado, tiene también en el CNDM a su máximo valedor, dado que no pisa otras tablas que no sean estas– con un programa de lo más manido que se puede programar cuando se habla de música barroca orquestal: Water Music y Music for the Royal Fireworks.
Se abrió la velada con las tres suites que conforman Water Music, HWV 348-350, o al menos lo que hoy día se conoce como tal, dado que no se han conservado los manuscritos de esta composición concebida, con notable probabilidad, para ser interpretada durante un paseo real por el río Thames, el 17 de julio de 1717. La música, que a pesar de su fama monumental es, en cierta manera, una composición de oficio con momentos no especialmente inspirados, presenta tres suites de danzas puramente en estilo del Barroco dieciochesco, la primera de las cuales se concibe con un aporte notable de las trompas, la segunda de las trompetas y trompas, y la tercera de la flauta de pico, a lo que hay sumar la orquestación restante para oboes, fagotes, cuerda y continuo. Como comenta el especialista Anthony Hicks, esta obra destaca por ser la primera obra orquestal compuesta en Inglaterra incluyendo trompas, así como estas en diálogo con las trompetas. La opulencia jovial de los momentos más marcados en el viento metal se equilibra con movimientos ligeramente más relajados en una escritura para cuerda sola o bien con el viento madera. Es probable que parte de la música pudiera proceder de obras anteriores para otros contextos, no obstante, la idea reciente de que la música se concibió como tres suites es cuestionable, ya que las primeras fuentes conservadas –transcripciones de teclado de principios de la década de 1720– muestran los movimientos en Re y Sol ubicados en orden mixto –como se presentan en las ediciones modernas de Arnold y Chrysander–. Sin embargo, el ordenar los movimientos por tonalidades, como ha quedado establecido en la actualidad, parece que se proviene de una práctica ya establecida a partir de la década de 1730, quedando reflejado de forma muy clara en el arreglo para clave publicado por Walsh en 1743.
Por su parte, Music for the Royal Fireworks, HWV 351, es probablemente su contribución más significativa en el campo de la música orquestal, concebida para ser interpretada al aire libre en una celebración con tintes políticos. Tomó la forma de una suite orquestal, comenzando con una obertura especialmente espléndida. Como destaca de nuevo Hicks, la intención original de Händel –como así queda confirmado en las indicaciones de su manuscrito autógrafo– era que debía ser interpretada por una banda de viento conformada nada menos que por veinticuatro oboes, nueve trompetas, nueve trompas, doce fagotes y tres timbales –una espléndida versión de Hervé Niquet al frente de su orquesta, Le Concert Spirituel, está disponible en el sello español Glossa, reconstruyendo esta sonoridad original–, aunque antes de completar la pieza decidió reducir estos números y doblar el viento madera con la cuerda, lo que causó una notable molestia, ya que –según con las cartas escritas por el duque de Montagu a Charles Frederick, «Contralor de los fuegos artificiales de su majestad»– era el deseo del rey que hubiera «música marcial» solamente, sin fidles [violines]. Parece que Händel se salió con la suya. La obrase estrenó en un ensayo abierto al público en Vauxhall Gardens, el 21 de abril de 1748, lo que atrajo a «más de 12.000 personas, causando tal atasco en el Puente de Londres, que ningún carruaje pudo pasar durante tres horas». En el estreno oficial, el 27 de abril, la música se interpretó al inicio de las celebraciones y los fuegos artificiales siguieron inmediatamente, no sincronizados como se tiende a creer.
Para completar el programa, en una especie de broma de mal gusto para con el pobre Jean-Philippe Rameau (1683-1764) –un genio que nada, absolutamente nada, tiene que envidiar al bueno de Händel, por más que muchos se empeñen–, al inicio de la segunda parte, y precediendo a estos fuegos de artificio, se interpretó una ridícula selección de la suite orquestal de su última ópera, Abaris ou Les Boréades [1763], una tragédie lyrique en cinco actos sobre libreto de Louis de Cahusac –el gran libretista de gran parte de su carrera–, que nunca llegaría a estrenarse en vida de Rameau y que tuvo que esperar hasta el año 1982 para ser puesta sobre el escenario por vez primera, a cargo de John Eliot Gardiner en el Festival de Aix-en-Provence. Imagino que en un intento de acoplar el aire –último de los elementos que resta para completar este programa titulado Earth, Fire & Water, dado que Les Boréades está centrado en los descendientes de Borée, dios de los vientos del norte–.
La interpretación, de la que sin duda se esperaba mucho más, se inició de forma irregular, con un The King’s Consort pertrechado nada menos que con una nutrida sección de cuerda [5/4/3/2/1] a la que sumar seis oboes, tres fagotes, dos trompas, dos trompetas –añadiéndose una más en cada sección en los Fuegos artificiales–, y posteriormente nada menos que un par de timbales y dos tambores. Incluso Robert King, el extravagante director del conjunto, se permitió el lujo de añadir un segundo clave en Water Music, que el mismo tocó mientras dirigía en apenas cinco o seis ocasiones. Sin duda, un orgánico y unos lujos que denotan, una vez más, el escandaloso agravio comparativo existente entre los conjuntos extranjeros y los nacionales cuando se les programa en el CNDM. La sección de cuerda fue sin duda lo más interesante en la Música acuática inicial, con notable belleza en los pasajes más íntimos y expresivos que Händel escribe en la partitura, a pesar de que no fueron brillantemente comandados por el concertino Daniel Edgar, ni por la líder de los segundos violines, Madeleine Easton. Especialmente impresionante el continuo ofrecido por los chelos barrocos de Robin Michael y Timothy Smedley, y especialmente por el contrabajo barroco del inmenso Roberto de Larrinoa. Muy interesante el aporte de las trompas naturales –sin agujeros aquí, no como sus compañeros trompetistas– de Richard Bayliss y Joseph Walters, a los que se sumó Richard Lewis en los Fuegos artificiales–, con poderosa sonoridad, una afinación especialmente ajustada –casi en todos los pasajes– y una lectura vigorosa y enérgica, que fue sin duda el aporte del viento de mayor trascendencia de la noche, secundados bastante bien por las trompetas barrocas de Neil Brough, John Hutchins y Adrian Woodward. No puede decirse lo mismos de una sección de oboes barrocos en general poco pulida, con notables problemas de afinación y un empaste netamente mejorable. Lo mismo para los tres fagotes aquí presentes. Correcto el aporte de Rebecca Miles a la flauta de pico –el resto del concierto formó parte de los segundos violines–, pero sin resultar especialmente brillante, por más que algunas de sus partes en esa suite en Sol mayor presenta algunos de los momentos más delicados y hermosos de toda la obra. La versión de Music for the Royal Fireworks, con toda la orquesta sobre escena, transitó por la misma línea: fuerza, vigor, sonoridad orquestal bastante lograda y sin duda una versión imponente de una obra que claramente se aprecia que el conjunto conoce bien, pero cuya interpretación acometen de forma bastante rutinaria.
Todo lo contrario ha de decirse de la breve suite rameauniana, que supuso una de las peores lecturas que recuerdo de cualquier obras de Rameau, falta de todo aquello que define al genial Orphée-Euclide: refinamiento, elegancia, sutileza, inteligencia… Nada del estilo francés tan característico de su escritura, con una visión tosca, poco trabajada, superficial, que brilló por un absurdo contraste dinámico y rítmico alejado totalmente del fraseo tan apabullante de Rameau. Especialmente lamentable la versión de la inmensamente genial Entrée de Polymnie –no de Abaris, como figuraba en el programa–, excesivamente rápida, con los fagotes haciendo gala de una torpeza notable en una de las líneas para el instrumento más hermosas que se han compuesto jamás, y totalmente falta de la hondura expresiva que subyuga en su escritura. Por lo demás, las trompas –que pasaron de la excelencia a la mediocridad– estuvieron al borde del precipicio en más de una ocasión, además de permanentemente fuera de la orquesta. Desde luego, un aporte innecesario, con el que muchos de los asistentes que no lo conocieran pudieron irse a casa con la idea absolutamente errónea de que Rameau es un autor menor. He aquí esa responsabilidad del intérprete que siempre conviene recordar. Bien hubiera podido haberse interpretado en su lugar algunos de los Concerti a due cori händelianos, que por programa y formación encajaban mucho mejor aquí.
La dirección de Robert King, entre lo extravagante y lo robótico, sirvió de forma interesante a las obras de Händel, acentuando notablemente los pasajes rítmicos y trabajando muy bien los planos dinámicos. Menos interesante, quizá, el balance en varios momentos, con secciones excesivamente preponderantes, lo cual mermó una escucha global tan necesaria en este caso. Sin duda, lo mejor llegó en Händel, a pesar de su empeño y su evidente energía, aunque dio la sensación de ser interpretada de oficio. Lamentablemente un concierto que podría haber brillado, a pesar de su poco interés en el repertorio, pero que se quedó a medio camino, con una interpretación que fue de lo brillante –en unos pocos momentos de los Fireworks– a lo lamentable –Les Boréades–, pasando por lo correcto y casi administrativo. Habrá que preguntarse, quien deba, si esto es a lo que debemos aspirar al programar formaciones extranjeras con tanta pompa y circunstancia, pero tan poca verdad.
Fotografía: Centro Nacional de Difusión Musical.
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