Por José Amador Morales
Baden-Baden. 22-VII-2018. Festpielhaus. Alexander Scriabin: Poema del éxtasis, Op. 54. Sergei Rachmaninov: Concierto para piano n.º 2 en Mi menor, Op. 18. Alexander Scriabin: Sinfonía en do menor “Divino poema”, Op. 53. Modest Mussorgsky: Cuadros de una exposición. Daniil Trifonov, piano. Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo. Valery Gergiev, dirección musical.
Si en el programa ofrecido por estos mismos intérpretes el día anterior asistíamos a todo un mano a mano Scriabin-Rachmaninov protagonizado por sus tempranos conciertos para piano y orquesta, este que comentamos partía de la misma premisa aunque el contenido variaba sutilmente: dos paradigmáticas y consistentes obras de madurez de Scriabin (toda la madurez a la que pudo aspirar en su no muy longeva vida) frente a otras dos no menos significativas del gran repertorio ruso romántico. En total, tres horas y media largas de música o lo que vendría a ser todo un generosísimo “dos por uno” si lo comparamos con la convencional duración de un programa de concierto.
Para cuando Scriabin compone su cuarta sinfonía Poema del éxtasis, había dejado el conservatorio, abandonado a su esposa y cuatro hijos, mudado a Suiza y unido con una jovencísima antigua alumna. Él mismo calificó este cambio como una forma de “sacrificio ofrecido al arte”. A raíz de un viaje previo a Estados Unidos, donde a la postre estrenaría la obra en 1908 con mediocres resultados, asimiló ideas teosóficas y universalistas que darían un nuevo sentido a su labor creativa. No en vano, en el espectacular Poema del éxtasis encontramos todo un discurso musical desarrollado a partir de la tensión entre misticismo y sensualidad que se resuelve en el visionario y sobrecogedor acorde final, sin duda un trasunto musical del éxtasis pretendido por Scriabin. Su famoso “acorde místico” y sus intervalos de cuarta ya aparecen en esta obra, siendo un lugar común a nivel armónico en el catálogo posterior del compositor. En su previa tercera sinfonía o Divino Poema, encontramos un lenguaje musical que, dentro de una evidente personalidad, se encuentra equidistante a un tiempo Debussy, Strauss o Mahler pero con pretensiones de ir más allá junto a un desarrollo musical más dramático, más wagneriano si se quiere (también en el uso del leitmotiv aunque no sólo) y una influencia clara de sus lecturas de Marx y especialmente de Nietzsche: no en vano su nos habla de un Ego cuyas manifestaciones como hombre-dios y hombre-esclavo expresan la lucha y la concordia de la experiencia humana, se resuelven en el éxtasis de la unidad y libertad "en el cielo de otro mundo”…
Las interpretaciones de sendas obras sinfónicas de Scriabin no constituyeron lo mejor de Valery Gergiev en la velada que comentamos. Lo cual no quiere decir que sus lecturas no carecieran de un interés innegable, si bien intermitente. Así, lo mejor de su Poema del éxtasis fue el alto grado de dramatismo provocado mediante la oposición de sonoridades: la belleza cuerda versus estridentes metales así como la transparencia y énfasis de los temas principales que posibilitó seguir el discurso musical con una casi neófita facilidad. Otro tanto podría afirmarse sobre su Divino poema, aunque aquí Gergiev abusó de vacíos efectos dinámicos y se echó de menos gran parte de la sensualidad inherente a la partitura. Por otra parte, frente a excelencia de la cuerda ya comentada en nuestra anterior reseña y la opulencia de unos metales (hasta 8 trompas y 5 trompetas) de precisión extrema, destacó esta vez la filigrana de las maderas, especialmente flautas, especialmente en ese pasaje del tercer movimiento a medio camino entre los murmullos del bosque del Siegfried wagneriano y los pájaros de Messiaen.
Sin embargo, el director ruso se reivindicó en las dos obras restantes que, casualidad o no, pertenecen a lo más arraigado del repertorio sinfónico. El Concierto para piano n.º 2 de Rachmaninov nos ofreció el mejor Gergiev de estos días: cierto que rozando el amaneramiento en algún fraseo pero intensísimo en términos generales, rematando con bellísimas texturas un último movimiento cuyo hermosa melodía principal apareció cincelada con una amplia gama de gradaciones dinámicas. Pero es que también aquí contemplamos al mejor Trifonov: delicadísimo en el fraseo, transparente en las texturas, sutil en las armonías pero no por ello blando (se le escuchaba todo incluso en fortissimi y sin recurrir a efectismos virtuosos de mal gusto).
Como si de un tercer acto se tratara, tras un segundo descanso tocó el turno de unos Cuadros de una exposición que Gergiev dirigió con aseada técnica, aquí ya sin partitura, y con evidente seguridad. Y es que los sucesivos contrastes tanto expresivos como tímbricos y rítmicos de la partitura conectan más con el espíritu musicalmente inquieto de este director. A estas alturas huelga decir que la respuesta orquestal fue apabullante no sólo a nivel técnico y acústico sino también a nivel solista. Tras un concierto francamente maratoniano, aún más si lo sumamos al previo del día anterior, el público entusiasmado rubricó lo que sin duda constituyó un enorme éxito por parte de los protagonistas.
Fotografía: Manolo Press/Michael Bode.
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