El carismático y fantástico clavecinista galo ofreció un recital irregular, marcado por una primera parte totalmente inestable, que logró levantar el vuelo en la segunda especialmente gracias a Domenico Scarlatti, autor al que conoce en profundidad.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 14-XI-2018. Fundación Juan March. Iberia. Relaciones musicales entre Portugal y España [Ciclo de miércoles]. Obras de Antonio de Cabezón, Pedro de Araújo, Juan Bautista Cabanilles, Carlos Seixas y Domenico Scarlatti. Pierre Hantaï.
Pues lo que perdio el mundo, con perderte:
Diuino Antonio, ornamento y gloria,
Del ya pasado siglo, en el presente.
Pedro Laynez: Soneto [Obras de música…].
Como es habitual en las programaciones, temporada tras temporada, de la Fundación Juan March y su cabeza visible en el ámbito musical, Miguel Ángel Marín, se presenta otro ciclo más marcado por una idea y/o concepto muy específico sobre el que hilar todos los conciertos del mismo. En este caso, con la Península Ibérica como protagonista, en un ciclo de cuatro conciertos que lleva por acertado título el de Iberia. Relaciones musicales entre Portugal y España. Un tema apasionante, qué duda cabe, y desde luego muy poco sobre por los escenarios españoles. Dice la musicóloga portuguesa Cristina Fernandes, autora de las excelentes y amplísimas notas al programa de todo este ciclo, que en el mismo «será posible escuchar repertorios que circularon entre los dos países y obras características de la vida musical de cada uno de ellos en una especie de juego de espejos. Si durante algunos periodos Portugal y España han compartido una historia musical común, en otros momentos han tomado caminos divergentes, aunque siempre existieran importantes puntos de contacto entre los dos países. Acontecimientos políticos y alianzas matrimoniales tuvieron repercusiones en la circulación de músicos y repertorios, pero, a pesar de la proximidad geográfica, las relaciones musicales no siempre fueron evidentes.»
El primero de los conciertos se detuvo en la música para tecla de los siglos XVI al XVIII, repertorio amplísimo y absolutamente fundamental en el entendimiento que de la música ibérica se tiene en el Renacimiento y Barroco. Dado que el instrumento elegido fue el clave –el órgano hubiera aportado otra visión sustancialmente distinta–, las figuras protagonistas fueron aquellas que o bien compusieron específicamente para dicho instrumento, o bien en un momento en el que la intercambiabilidad musical propiciaba que una misma composición pudiera ser interpretada en cualquier de las instrumentos de tecla habituales en el momento –clave, clavicordio y órgano–, e incluso en instrumentos a priori muy diferentes, como el arpa o la vihuela. Este es el caso de Antonio de Cabezón (1510-1566), luminaria española de la tecla en la historia –probablemente el origen de la escuela de organista del Barroco español–, que fue prácticamente el protagonista total de la primera parte del recital –salvo en tres de las piezas programadas–.
De él, y su única colección de música conservada, las célebres Obras de mvsica para tecla arpa y vihuela, de Antonio de Cabeçon, Musico de la camara del Rey Don Philippe nuestro Señor. Recopiladas y pvestas en cifra por Hernando de Cabeçon, su hijo. Ansi mesmo musico de camara y capilla de su Magestad [Francisco Sánchez, Madrid, 1578], se interpretaron nueve obras, que recogieron de forma constreñida pero clarificadora, los dos géneros fundamentales presentes en esta magna colección, esto es, las diferencias y los tientos. Dentro de estos, lo que se conoce como glosados eran procedimientos libres, que podían ser escritos o improvisados, y que transformaban una pieza polifónica vocal por medio de glosas o adornos que la terminaban convirtiendo en una composición nueva, esta vez de tipo instrumental. Son, pues, en gran parte piezas con un alto grado de improvisación, pues esta, durante el Renacimiento se organizaba por medio de la ornamentación, la cual consistía en dos modelos: la glosa –fórmulas melódicas que se introducían entre varias notas o pasajes melódicos– y los quiebros y redobles –adornos utilizados para embellecer y dar más importancia a una nota–. Dos son los géneros fundamentales a tener en cuenta dentro de los glosados: I) las diferencias o variaciones, género instrumental que se desarrolló con profusión durante el siglo XVI en España, sobre todo porque los conceptos de improvisación y composición eran prácticamente indisolubles dentro de la producción instrumental del Renacimiento, y la variación era un género improvisatorio. En ellas Cabezón suele trabajar sobre un bajo ostinato y una melodía superior, como sucede en algunos de sus casos más célebres, representados aquí por su Diferencias sobre la pavana italiana, Diferencias sobre la gallarda milanesa y las Diferencias sobre «Guárdame las vacas»; II) el tiento, probablemente el género más destacado e importante en su producción, una obra imitativa y de carácter polifónico –que puede asimilarse al motete en lo vocal– de carácter bastante introspectivo y reflexivo, aunque puede gozar también de una escritura realmente exigente en lo técnico y con grandes dosis de virtuosismo. En Cabezón se encuentra una genialidad inusitada, desde el tiento más breve y relativamente sencillo, hasta el más extenso y complejo. Es en los tientos donde se desarrolla de manera más evidente la genialidad cabezoniana, siendo estos, para Willi Apel, los que demuestran «una grandeza de concepción y una lógica constructiva que les sitúa muy por encima de todas las obras creadas en el campo de la música instrumental hasta el tiempo de Frescobaldi.» Aquí se pudo comprobar en sendos Tientos de primer tono, pero también en los Tres versillos de segundo tono y Tres versillos de sexto tono. Sin embargo, a pesar de la inmensidad de su música, el reflejo de Cabezón no fue servido con la exquisitez que merece, dado que Pierre Hantaï –que es, por otro lado, un excepcional clavecinista– desconoce en profundidad el universo cabezoniano, el cual tiene per se una entidad suficiente como para desmoronarse si el intérprete no es capaz de mostrar con la clarividencia necesaria su inteligencia, hondura compositiva y su apabullante densidad estructural, textural y compositiva. El clavecinista francés estuvo muy impreciso –excesivamente para alguien de su talla– y poco convincnete, pasando de forma muy superficial por una música de un enorme calado. Hantaï no tocaba esta música desde su juventud, y se nota. Por su parte, el clave sí aportó una sonoridad más redondeada y aposentada en el grave, presentando además un porte sonoro más adecuado para la introspección de este repertorio –por petición del propio Hantaï se cambió la habitual capia del Taskin que posee la Fundación por un Christian Vater [1738], en una copia realizada por Andrea Restelli [Milano, 2004]–.
La primera parte se completó con una Fantasía de primer tono de Pedro de Araújo (1622-1675), que Fernandes describe como «es una composición politemática que comienza con un largo tema, del que derivan otros temas y motivos melódicos (en algunos casos objeto de cromatismos y disminuciones rítmicas). Secciones polifónicas, repeticiones de notas y motivos fragmentarios se combinan en un discurso de gran vitalidad.» Desde luego, Araújo es un compositor totalmente residual en las programaciones de los escenarios españoles, además de un autor apenas conocido por los propios intérpretes. Sin embargo, a tener de lo escuchado –de nuevo con un Hantaï poco afortunada, además de un clave con ciertos desajustes de afinación que fueron solventados en el descanso– se le debería tener más en cuanta de aquí en el futuro, incluso fuera del ámbito ibérico. De otro autor español de gran importancia, Juan Bautista Cabanilles (1644-1712), compositor y organista al servicio de la catedral de Valencia, se ofreció su Pasacalles de primer tono, composición en una línea que «cultivó la escritura de influencia italiana en estilo de tocata, y usó patrones rítmicos de danza en sus variaciones sobre pasacalles, paseos y gallardas. La tradición ibérica de la variación, casi siempre construida sobre bassi ostinati (como los de la passacaglia), le dio la oportunidad de escribir floridos pasajes virtuosísticos que recuerdan la improvisación, a veces combinados con densas texturas polifónicas», como se aprecia en esta fantástica composición, mejor solventada ya por un Hantaï que se siente más cómodo ya entrado cuanto más cerca del siglo XVIII. Una hermosa y vigorosa Españoleta –una de las múltiples danzas en boga en España e Italia entre los siglos XVI y XVII, conformada habitualmente sobre un ritmo ternario y un plan armónico fijo– anónima cerró la primera parte.
Para la segunda parte quedaron los autores con una relación más intensa entre Portugal y España, pero también de estos con Italia, como fueron Carlos Seixas (1704-1742) y Domenico Scarlatti (1685-1757). De Seixas, que fue un intérprete de gran precocidad y talento –organista de la catedral de Coímbra a los catorce años, y a partir de los dieciséis de la capilla real y patriarcal de Lisboa–, se interpretaron algunos ejemplos de sus magníficas sonatas –o tocatas; en el Portugal de este momento ambas denominaciones parecen sinónimas para la tecla–. De las poco más de cien que se han conservado de hasta las setecientas que se le llegaron a atribuir en tiempos, se interpretaron la n.º 71, en La menor, y n.º 28, en Re menor, junto a dos Minuet extraídos de sus sonatas n.º 55 y 43, construyendo a través de ellas un buen retrato de la evolución que en su caso se logra desde la sonata bipartita, más barroquizante, hacia modelos más complejos que desembocarán posteriormente en la sonata clásica, como bien destaca Fernandes. Un claro aumento de nivel interpretativo el de Hantaï aquí, de mostrando su agilidad de manos en los cruces, su capacidad para mantener el rigor rítmico en los pasajes más intrincados y mostrando una notable inteligencia a la hora de privilegiar según qué líneas frente a otras, siempre con la mano izquierda como firme sustento de la construcción contrapuntística. Y sin duda, con Scarlatti llegó lo mejor del concierto, gracias a una versión brillante –aunque el clave no favoreció especialmente la nitidez y luminosidad del agudo– de las siete sonatas interpretadas en esta ocasión: K 213, 295, 8, 58, 151 y 259. En algunos, sorprendió incluso con un tempo mucho más sosegado de lo que suele ser habitual en las interpretaciones de otros muchos clavecinistas. Se notó, y mucho, su afinidad para con este repertorio, al que incluso ha dedicado algunas grabaciones en los últimos años.
Es de agradecer el esfuerzo de un intérprete por adecuarse y atreverse con un repertorio en el que no es habitual, pero los excesos se suelen pagar. La música de Cabezón es de todo menos sencilla, asequible o ramplona como para acometerla con garantía total en un primer acercamiento serio. Necesita de un estudio profundo de la misma, pero también de un conocimiento habitual de otras músicas de su tiempo –ni siquiera Hantaï se prodiga por los repertorios de los virginalistas ingleses o la música italiana de finales del XVI, por ejemplo–. No es el caso, y el resultado final así lo atestiguó. Quizá hubiera resultado más acertada la presencia de un clavecinista más afín a ambos repertorios, porque el de Scarlatti es evidente que lo domina. A mí se me ocurren al menos un par de nombres. Será para la próxima… Por lo demás, fantástico el nivel del programa de mano –años luz del resto de lo que se hace en España–, y muy de alabar la iniciativa de la pantalla en la que proyectar el teclado y ver muy de cerca la interpretación, aunque en esta ocasión, por el ángulo, el brazo derecho tendía a tapar una buena parte del teclado, por lo que la mano izquierda se perdía en gran medida. Espero con ganas el resto de un ciclo que, por concepto y repertorio, se presenta como uno de los más interesantes de una magnífica programación para la temporada en la Fundación.
Fotografía: Fundación Juan March.
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