Por Pedro J. Lapeña Rey
Valencia. Palau de Les Arts 10-II-2018. Peter Grimes (Benjamin Britten / Montagu Slater, basado en el poema “The Borough” de George Crabbe). Gregory Kunde (Peter Grimes), Leah Partridge (Ellen Orford), Robert Bork (Balstrode), Dalia Schaechter (Auntie), Rosalind Plowright (Sedley), Andrew Greenan (Swallow), Charles Rice (Ned Keene), Ted Schmitz (Reverendo Adams), Richard Cox (Bob Boles), Lukas Jakobski (Hobson). Dirección Musical: Christopher Franklin. Dirección de escena: Willy Decker.
En alguna crítica pasada he comentado que cada función es única e irrepetible, y que en muchas ocasiones, la suma de todos los aspectos de una representación evaluados de manera individual, te da un resultado distinto a si lo haces de manera conjunta. Aunque no todo fue perfecto, este sábado en Les Arts hemos asistido a una función inolvidable, en la que se han conjuntado una de las óperas claves del S. XX, una producción que a pesar de su edad sigue funcionando de maravilla, unos solistas de calidad y los excelentes conjuntos estables del teatro, que una vez más han dado el do de pecho.
A pesar de su juventud, cuando Benjamin Britten se enfrenta a Peter Grimes, es un compositor avezado. Un compositor educado en la tradición junto a su maestro Frank Bridge, que se mueve con soltura en las formas clásicas de las orquestas de cuerda y de las obras de cámara, pero que como buen inglés, se siente en su salsa cuando hablamos de ciclos de canciones y de obras corales. Composiciones como A Boy was Born, Balada de héroes, los Siete sonetos de Miguel Ángel y, sobre todo, Les Illuminations dan fe de ello y le permiten hacerse amigo de varios literatos importantes de la época como W. H. Auden, Christopher Isherwood o Montagu Slater. En 1939, Britten, junto a su pareja Peter Pears, habían seguido a Auden e Isherwood a América, y cuando estalla la 2.ª Guerra Mundial, deciden permanecer allí, entrando en círculos de compositores como el de Aaron Copland. En 1941, cuando residían en California, Britten lee un ensayo sobre el poeta del S. XVIII George Crabbe, lo que le induce a leer y quedar impresionado por su obra The Borough, que transcurre en Suffolk, la región del sureste de Inglaterra donde Britten había nacido.
En abril de 1942, cuando deciden regresar, Britten trae en el bolsillo un cheque de 1.000 $ que la Fundación Koussevitzky le ha dado como anticipo por el encargo para componer la ópera. Es ya un compositor conocido y reconocido en el Reino Unido, pero en plena guerra, pocos le perdonan su postura pacifista y no haber regresado antes a su defender su país. Tampoco ayudaba su condición de homosexual –Inglaterra ya no era la de la época de Oscar Wilde, pero hasta 1967, las prácticas homosexuales estuvieron castigadas penalmente– y un mes después de regresar, fue condenado a ejercer actividades 'no militares'. No contento con la decisión del tribunal, apeló y finalmente fue exonerado, y se pudo poner manos a la obra.
Christopher Isherwood rechazó escribir el libreto y finalmente fue Montagu Slater el encargado. La relación entre ambos no fue muy buena, ya que ambos tenían perspectivas diferentes sobre el personaje principal, y tras el estreno de la ópera en la Sadler's Wells Opera –embrión de lo que fue posteriormente la English National Opera– en 1945, Slater publicó su Peter Grimes un año después, con bastantes diferencias respecto al libreto de la ópera. La obra, de una calidad musical impresionante, nos cuenta la difícil relación entre un pescador indómito, misántropo y hosco, que por supuesto, es incomprendido y está acorralado por los habitantes de su pueblo, que salvo excepciones, detestan todo lo que supone ser diferente y salirse de las normas establecidas. Muchos han querido ver en Peter Grimes una especie de álter ego –al menos en parte– del propio Britten.
La ópera tuvo un gran éxito en Londres y rápidamente se estrenó en otros países –el estreno norteamericano fue realizado por un jovencísimo Leonard Bernstein en el Festival de Tangelwood de 1946– pero no todo fue de color de rosas. Las tensiones que se acumularon en el proceso hicieron que el equipo se rompiera, la ópera fuera retirada tras 19 funciones –no se volvió a programar hasta 1963 cuando Colin Davis era su director– y Britten no volviera a componer para la compañía.
Peter Grimes no llegó a España hasta junio de 1991 cuando se estrenó en el Teatro de la Zarzuela. Valencia ha esperado hasta 2018, y lo ha hecho tomando pocos riesgos. Ha elegido la veterana producción que Willy Decker creó en 1994 para el bruselense Théâtre de la Monnaie, y que se pudo ver en Madrid tres años después con Antonio Pappano al frente y en Bilbao en 2004 con Kazushi Ono.
La decisión ha sido un completo acierto. Con la perspectiva del tiempo, la producción se ha convertido en un clásico. Ya no está Decker al mando –François de Carpentries ha dirigido esta reposición– pero con la escenografía minimalista de John Macfarlane, con su plano inclinado que fuerza muchas escenas –en algunas con peligro real de caídas– y los grandes paneles que nos marcan los espacios –la iglesia, el ayuntamiento, la casa de Grimes o el pub– y la excelente iluminación de Trui Malten, adecuada en cada momento para resaltar cada una de las escenas –la espeluznante sombra proyectada de Grimes al entrar en el pub sigue atemorizando a intérpretes y público una y otra vez– le dan a Carpentries todo el caldo de cultivo necesario para generar la atmósfera opresiva y siniestra de la obra, a través de un movimiento de actores preciso, realizado de manera excelente, que nos van llevando sin prisa pero sin pausa al desgraciado pero previsible desenlace final.
En obras de esta complejidad, no me gusta ir a las primeras funciones. El rodaje suele venirle bien y creo que no me equivoqué. Desde el punto de vista musical, en esta cuarta función, los cinco protagonistas principales –Peter Grimes, Ellen Orford, el director musical, la orquesta y el coro– estuvieron entre el notable y el sobresaliente. Sobre todos ellos, el Coro de la Generalitat, descollante en todos los aspectos, ya fuera en las escenas corales propiamente dichas donde crearon una atmosfera irrespirable y asfixiante, como en el espeluznante acompañamiento a Grimes en su escena final, con unas llamadas –¡Peter Grimes! en pianísimo– fuera de escena realmente soberbias.
Notable la labor del director americano Christopher Franklin, que demostró haber estudiado la obra en profundidad, y que combinó momentos realmente estupendos –casi todos los actos primero y tercero– con otros menos buenos –caídas de tensión en la escena de la mañana del domingo en la iglesia, el posterior cuarteto de los cuatro damas y el interludio de la 'passacaglia'– aunque la excelente labor de la orquesta, sobre todo esa cuerda impagable, ayudó al éxito de la función.
Debutaba el papel de Grimes el gran tenor americano Gregory Kunde. Aunque la voz ya está tocada en el registro central, él sigue cantando de maravilla y con una musicalidad exquisita, decantándose más por el Grimes de Britten –humano, marginado, rechazado y acorralado por los habitantes de su pueblo– que por el de Slater –hosco, indómito y maltratador, que se enfrenta a todo y a todos–. Es un Grimes lírico al que podríamos pedirle algo más de fuerza –su canto final es el de un loco resignado a su triste final y no el de uno de atar– en la composición de su personaje, pero que de manera sobresaliente nos lleva a su terreno.
También rayó a gran nivel su partenaire, la soprano americana Leah Partridge. La recordaba de una Cunegunda de Bernstein hace unos cinco años en la Opera de Flandes en que a pesar de ciertos problemas vocales, se había metido al público en el bolsillo, y esta vez, los tiros también fueron por ahí. La calidad de su voz queda lejos de la de Kunde, con un registro grave desguarnecido y un centro algo liviano. Sin embargo, su registro agudo es brillante y luminoso –aunque algo descontrolado de cuando en cuando- y sobre todo, su faceta interpretativa es excepcional. Musical desde el principio, compone una Ellen Orford de sentimientos puros, que quiere ayudar a Grimes, pero que conociéndole, no solo no impide que tenga un nuevo aprendiz sino que ella misma se lo trae en bandeja. Su primera escena del segundo acto, es de manual. Intensa y dando rienda suelta a sus emociones al descubrir las heridas del niño, e incrédula en el cuarteto con la tía y las sobrinas. Subió aún más el nivel en su emotivo dúo con Balstrode en el acto final.
En una obra con 10 personajes secundarios es difícil que todos estén a gran nivel, pero en este caso casi se consigue el pleno. Robert Bork fue un Capitan Balstrode de carácter, con voz suficiente que corría bien por el escenario aunque algo tosco es sus formas. Consiguió frases de mérito. Una vieja gloria como Rosalind Plowright, a punto de cumplir 69 años, interpretó el odioso papel de la chismosa Mrs. Sedley. Aunque la voz ha perdido mucho, compuso un personaje creíble. Con las mismas intenciones, aunque con la voz en peor estado, Dalia Schaechter fue una tía justita, mientras que Giorgia Rotolo y Marianna Mappa, del Centro de Perfeccionamiento Pácido Domingo, fueron dos correctas sobrinas.
También interpretaciones notables y musicales de Charles Rice como Ned Keene y Andrew Greenan como Swallow –en un papel que le vi hace la friolera de 24 años en la ENO– y a un nivel claramente inferior, Bob Boles como Richard Cox, Ted Schmitz como el Reverendo Adams y Lukas Jakobski, gutural y de canto desagradable, como Hobson.
Con todo lo bueno que hemos comentado, la función no fue perfecta –poquísimas lo son– pero por momentos lo pareció. Se rayó ese concepto etéreo que es la perfección, y la emoción y el desasosiego se contagiaron a un público, que pudo disfrutar por primera vez en condiciones óptimas de una de las obras maestras del siglo pasado, y que estalló al final en cerca de 10 minutos de aplausos. Al salir, las caras de satisfacción lo decían todo.
Fotografía: Miguel Lorenzo/Mikel Ponce.
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