El noveno título del Teatro Musical de Cámara de las instituciones madrileñas supone la primera incursión en el Barroco, con un resultado amargo por una concepción musical y escénica insostenibles, pero dulce por su interpretación de altura.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 09-III-2018. Fundación Juan March. Teatro Musical de Cámara [IX]. Ópera armónica al estilo ytaliano, de Antonio Literes. Olalla Alemán, María Eugenia Boix, Aurora Peña, Marifé Nogales, Soledad Cardoso, Lucía Martín-Cartón • Forma Antiqva | Aarón Zapico.
Los intérpretes no tienen por qué justificarse, faltaría más. Toda interpretación se supone sustentada en una base, comprensible o no, razonable o no, pero siempre discutible en cualquiera de los sentidos. El ejercicio de plantearse el porqué de las cosas es tan necesario como el acto de llevarlo a cabo. Es por eso que obligatoriamente me veo en la necesidad de incidir de manera primordial en el concepto –especialmente musical, pero también escénico– sobre el que se sustentó la representación de la Ópera armónica al estilo ytaliano [a los años de la excelentísima Señora Duquesa de Medina de las Torres, mi señora], de Antonio Literes (1673-1747), más conocida –aunque por un error histórico de esos que se ha perpetuado extrañamente– como Los elementos. Se trata del noveno título en el ámbito del Teatro Musical de Cámara que la Fundación Juan March lleva a cabo en colaboración con el Teatro de la Zarzuela. Yo, que soy, en general, un defensor de la manera de programar y concebir las temporadas musicales de esta institución, temo que en esta ocasión no puedo alabar este trabajo, por diversos motivos. El primero es que la concepción de esta obra como teatro musical de cámara resulta, cuando menos, cogida con pinzas. Por lo que se sabe del contexto, es muy probable que en el estreno de la obra –que más que en el Palacio de la Duquesa de Mediana de las Torres, probablemente fuera llevado a cabo en uno de los dos teatros que poseía la familia– tomaran parte las seis actrices/cantantes correspondientes a los seis papeles en escena, los instrumentistas –más de uno por parte, con casi total probabilidad– y un coro notablemente nutrido. Aquí, por cuestiones de espacio, de adaptación al medio de ese supuesto Teatro Musical de Cámara, al que en realidad no pertenece –mucho menos si lo comparamos con la mayoría de los títulos que han conformado esta nueva vía de programación de la Fundación–, y por el aspecto siempre económico que subyace en toda producción de cierta magnitud, se decidió eliminar el coro y presentar un instrumentista por parte. Primera decisión que afecta, y mucho, al resultado final y al carácter de la obra.
De esta Ópera armónica en estilo ytaliano se ha debatido de manera profusa en los últimos años. Muchos la conciben como una alegoría de la armonía de los elementos –Agua, Tierra, Aire y Fuego– de la Naturaleza, que tras pugnar por cuál de ellos es el más poderoso, ante la ausencia del astro rey, acaban congraciándose en armonía y paz coincidiendo con la llegada del Sol. En realidad, como bien sostienen Raúl Angulo y Toni Pons, investigadores de Ars Hispana y especializados en la recuperación patrimonial española de los siglos XVII y XVIII –que además son los autores de la magnífica edición crítica que se ha utilizado como base para estas representaciones–, la obra se trata en realidad de una alegoría del estado político español en aquel momento. Siendo el Sol el verdadero protagonista de la obra –a pesar de que no toma parte en ella–, que encarna de manera clara a Felipe V, quien regresa para iluminar a la nación tras un período de oscuridad en el que las distintas casas nobiliarias –representadas por los elementos– han pugnado por alcanzar el poder. Una alegoría sutil, pero bastante evidente.
Sin embargo, el director de escena, Tomás Muñoz, ha decidido trasladar la trama a una especie de mundo distópico en el que la amenaza del calentamiento global se cierne sobre nuestro planeta, a tal punto que acecha con su destrucción. Una supuesta alegoría ecológica, o eso defiende él, pues apenas un par de referencias contemplan esta concepción: unas voces en off narrando las fechorías que el ser humano acomete en contra de este planeta –previas al inicio de la función–, así como una leve representación de los cuatro elementos maltrechos por dicha acción humana –cigarrillos, collarines, bolsas de suero y mascarillas de por medio–. En el resto de la representación no hubo rastro, al menos comprensible, de dicho alegato ecologista. La puesta en escena no solo resultó falta de imaginación y adecuación al original, sino también muy poco efectiva y nada aclaratoria de la situación. La incesante rueda que giraba en la parte central del escenario, además de suponer una permanente distracción –que dificultaba los movimientos de las cantantes–, eliminó de mano toda la estructura propia de esta serenata alegórica –nada de ópera, desde luego– que muestra per se una concepción clara de la participación de los personajes. Al eliminar, por ejemplo, las entradas y salidas de escenas de los mismos, se desvirtúa buena parte de esa idea estructural del original. Por lo demás, algo más interesante la evocación de un supuesto pasado por medio del vestuario, hermosamente concebido por Gabriela Salaverri, a pesar de que este contraste entre ese mundo distópico y la evocación de un pasado reciente no resulte convincente. Lo que más me interesó fue el diseño de iluminación de Fer Lázaro y el propio Muñoz, sutil y efectivo, y no especialmente confuso; al igual que el notable trabajo de videomapping llevado a cabo por Mario Domínguez. El movimiento escénico concebido por Rafael Rivero –que realizó una breve aparición al final de la obra representando al Sol, en un dispendio innecesario y que nada aportó que no hubiera podido llevarse a cabo de forma más sutil e igualmente efectiva con otros medios–, a pesar de sus interesantes intentos por remarcar la gestualidad y el trabajo corporal, se vio claramente afectado por el desarrollo de toda la trama sobre el incesante círculo giratorio.
No habiendo conseguido, al menos para el que firma, una propuesta exitosa en lo escénico, todavía quedaría algo peor por llegar: la concepción musical que Aarón Zapico extrajo de esta, por otra parte, magnífica composición. Como decía al principio de la crítica, un intérprete no tiene por qué justificar sus acciones. Siempre es bueno argumentarlas, si procede, pero hay una diferencia entre ello y la justificación. Lo que el clavecinista asturiano llevó a cabo al redactar el texto titulado Excusatio non petita… Licencias y obligaciones del intérprete moderno –formando parte del programa de mano, al que se puede acceder completo aquí– está, sin duda, más cerca de lo segundo que de lo primero. Y es que no se pueden pasar por altos los argumentos esgrimidos en el mismo para justificar las múltiples decisiones que se llevaron a cabo en el aspecto musical. Dice Zapico que con la llamada música antigua el intérprete se encuentra casi ante una página en blanco, en relación directa con lo que aparece en las partituras de las obras y lo que luego ha de sonar. Primer argumento falaz, pues sencillamente –como él y otros muchos saben–, esto no es cierto en una gran parte del repertorio del Barroco. Dice también, que en el caso de Literes existen en su manuscrito –hermoso, por cierto, y disponible para su descarga íntegra en la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional– ausencias que necesitan de decisiones del intérprete, especialmente en lo referente a la instrumentación, tempo y carácter de los pasajes. Cierto en lo segundo y tercero –aunque él, como otros muchos, también sabe que por la propia escritura se pueden extraer datos suficientes para comprender por qué senda transitar–.
Omite, entiendo que a propósito, que sí existen algunas indicaciones en cuanto a la instrumentación en el manuscrito. Uno de los aspectos más interesantes de esta obra es la inclusión de dos instrumentos que rara vez se escuchan conjuntamente en este repertorio: la vigüela [sic] –esto es, la vihuela de arco– y el violón –el violonchelo–. Zapico no argumenta en su texto por qué decide prescindir del violonchelo y ceder su línea a la tiorba. Pero tampoco argumenta en este texto el porqué de añadir una guitarra barroca al continuo –por más que es una decisión ciertamente razonable e históricamente sostenible–, ni por qué decide añadir una flauta de pico a las líneas altas –si bien es cierto no se indican, por lo habitual de la época y su escritura se corresponden con tres violines–, salvo que lo relaciona directamente con el personaje de Aurora, al tratarse la flauta de pico de un instrumento de resonancias pastoriles –una decisión, cuando menos, discutible–. Tampoco indica por qué prescinde en pasajes notablemente extensos de partes de un continuo que está perfectamente escrito en el manuscrito y desarrollado sobradamente en la edición de Ars Hispana, en una decisión que afectó claramente a la fluidez discursiva de las voces y de la prosodia musical; pero tampoco arguye las razones que le llevaron a modificar a su antojo la duración de ciertas figuras y exagerar de manera desmedida la ralentización del tiempo en el pasaje «los torpes movimientos destemplados volviendo va en bemoles y trinados», por ejemplo; y, por supuesto, tampoco argumenta por qué decidió que los instrumentos altos doblaran en ciertos pasajes a las voces, una práctica no tan habitual en la época y que interpretativamente rara vez funciona exitosamente. Por lo demás, Zapico decidió asignar un instrumento a cada personaje, una decisión que hubiera resultado ciertamente interesante si a efectos reales hubiera tenido la incidencia esperada. La ausencia de coro, por otro lado, conllevó la eliminación de algunos de los coros originales, además de la adaptación de los concebidos a cuatro, cuya parte de tenor grave se elimina, siendo interpretado a tres voces con el continuo elaborando esa línea eliminada –en su época es muy probable que esa línea más grave del coro fuera doblada por el continuo, por lo que sin ser una decisión extremadamente grave, sí resulta de nuevo discutible–. Para terminar, tampoco argumenta –ni indica– el uso de pasajes instrumentales ajenos a la propia composición, que tendrían cierto sentido si a nivel escénico se hiciera necesaria la introducción de pasajes extras, el cual no fue el caso. En descargo de Zapico hay que señalar que, a diferencia de otros intérpretes que únicamente se atreven a manosear el repertorio español –el europeo les impone mayor respeto y no consideran que deba ser mejorado por la acción del propio intérprete–, él es un habitual de estas prácticas, llegando a someter a grandes obras del repertorio sacro germano, de autores como Bach y Händel, a este tipo de decisiones totalmente arbitrarias.
Todas ellas son decisiones que inciden de manera poderosa en el resultado final y, por ende, están sujetas al debido análisis si el intérprete decide tomarlas. Pero, bajo ningún concepto, deben intentar haernos creer que son estrictamente necesarias y casi obligadas, como asegura el intérprete en su texto. Una lástima, pues desde el aspecto puramente interpretativo el resultado mostró mimbres de convertirse en una lectura interesante. Los cuatro personajes fundamentales fueron encarnados por tres sopranos especialistas en el repertorio, a saber, Olalla Alemán, María Eugenia Boix y Aurora Peña, a la que sumar a la mezzosoprano Marifé Nogales, la más ajena a este tipo de repertorio. Alemán demostró un interesante registro medio-grave, de adecuada proyección y color vocal bellamente timbrado, aunque su zona aguda resultase menos brillante y su dicción bastante confusa, lo que no facilitó la verosimilitud del personaje. A pesar de ello, en la parte expresiva –al igual que todas las protagonistas– realizó un aporte muy loable. Boix encarnó un Aire altivo y chulesco de gran empaque, haciendo gala de un registro agudo algo tirante, pero en general con una línea de canto solvente y un timbre hermosamente cimentado sobre una dicción más diáfana. Peña fue de lo más interesante de la velada, vocalmente muy segura y con una elegancia natural notable, aunque a veces algo sobreactuada en lo expresivo. Por su parte, a Nogales le afectó su escaso acercamiento previo a estos repertorios, y a pesar de sus notables intentos, el vibrato desmedido y una vocalidad poco adaptada para el barroco en general le hicieron desmerecer en comparación a sus compañeras. Los dos papales menores fueron encarnados por Soledad Cardoso [Aurora] y Lucía Martín-Cartón [Tiempo], con dispar resultado. La primera, que estuvo mucho mejor en la segunda de sus arias, mostró un timbre excesivamente obscuro y poco pulido, además de una dicción absolutamente incomprensible. Por su parte, Martín-Cartón resultó lo más interesante de la representación. Una lástima que no ocupara un papel de mayor responsabilidad, pues su canto resultó refinado, sutil, con un timbre carnoso y de sonoridad argéntea, además de una dicción bastante clara, que sin duda hicieron brillar a un personaje que se le quedó corto en relación a sus capacidades.
Por su parte, el conjunto instrumental Forma Antiqva elaboró un acompañamiento solvente, técnicamente muy notable, al que únicamente afectaron leves problemas con la afinación entre los violines –nada serio–. Un trabajo de calidad evidente en el desempeño de los violinistas Daniel Pinteño y Pablo Prieto, con brillante sonido y un pulido trabajo del unísono. Siempre interesante resulta la labor de Tamar Lalo a la flauta de pico, acompañando con elegancia algunos de los momentos más vívidos y elocuentes de esta serenata. Como es costumbre, el continuo se desarrolló ampliamente, dando preferencia a la cuerda pulsada de Daniel y Pablo Zapico, siempre sobrada en lo técnico, aunque a veces excesivamente ornamental y recurrente en el rasgueo, por ejemplo. Especialmente destacable la labor de Alejandro Marías a la viola da gamba, el instrumentista más interesante de este estreno, que no solo realizó un continuo serio y sustancioso, sino que en las arias con acompañamiento obbligato ofreció algunos de los momentos más bellos, merced a un sonido muy pulcro en la afinación y con una expresividad interpretativa realmente brillante.
Por lo demás, como es habitual, un programa de mano amplio, que cuenta con notas de algunos especialistas en los temas, aunque en esta ocasión merece un toque de atención, especialmente por la inclusión de una cronología sobre Literes en la que figuran flagrantes errores en algunos datos que hace tiempo ya han sido aclarados convenientemente por la musicología. Desconocemos quien [no] firma dicho trabajo, pero cuánto más interesante hubiera resultado de habérselo encargado, por ejemplo, a los especialistas que han llevado a cabo la edición crítica de la obra y que conocen como pocos el contexto. Una lástima, especialmente porque da la sensación de que con el Barroco español nunca se acaba de acertar. Quizá el proyecto viene ya estigmatizado desde su nacimiento. Muchos Literes pocos conocidos quedan por hacer, y esperemos que la Fundación Juan March pueda redimirse en el futuro…
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