La mezzosoprano checa ofrece un magnífico recital vocal en el demostró grandes maneras para el lenguaje musical del barroco francés, acompañada de una más que notable actuación del ensemble galo.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 11-II-2018. Auditorio Nacional de Música, Sala sinfónica. Centro Nacional de Difusión Musical. Universo Barroco. Heroínas. Arias y sinfonías extraídas de tragedias líricas francesas de los siglos XVII y XVIII. Obras de Jean-Philippe Rameau y Marc-Antoine Charpentier. Magdalena Kožená • Le Concert d’Astrée | Emmanuelle Haïm.
Quizá me equivoque, pero diría que es la primera ocasión que la genialidad de Jean-Philippe Rameau (1683-1764) protagoniza un concierto en todos los años que el Centro Nacional de Difusión Musical lleva en liza en el panorama cultural español. Sin duda un error que había que subsanar de la mejor manera posible. Entiendo que quizá aún quede mucho para el público español valore en su justo medida el talento descomunal de una mente creadora como esta, puesto que el lenguaje operístico del Barroco francés exige un acercamiento previo para encajar con el oyente que quizá no es necesario con la ópera italiana de Vivaldi o Händel. Por supuesto, la aparente negación de los programadores de este país a fomentar su presencia sobre los escenarios –de una ópera completa ya ni hablamos– no lo pone nada fácil. Sea como fuere, y a pesar de que no soy especialmente partidario de este tipo de conciertos-potpurrí, pues normalmente no suelen dar una imagen fiable de la obra de un autor, habrá que quedarse con el hecho de haber podido disfrutar de un Rameau de altura en las interpretaciones expresivas y muy en estilo de la mezzosoprano checa Magdalena Kožená, acompañada –habría que decir mejor que hermanada, porque en la descomunal escritura del de Dijon, la orquesta nunca se supedita a la voz, si no que hablan de tú a tú– por el conjunto galo Le Concert d’Astrée, que dirigió su fundadora, la clavecinista francesa Emmanuelle Haïm.
Lo primero que debo comentar es la sorpresa que me produjo el resultado final obtenido, muy por encima de lo que personalmente esperaba. Mi última experiencia con la mezzo fue entre terrible y horripilante, y el conjunto galo no se encuentra tampoco entre mis conjuntos predilectos. Ni cantante ni orquesta son unos consumados rameaunianos, por tanto, las dudas estaban justificadas. Quizá por eso la sorpresa fue superlativa. El programa se configuró en torno a la inmensa obra para la escena de Euclide-Orphée –así lo apodó Voltaire–, comenzando por una selección de arias y fragmentos instrumentales –a la manera de la típica suite de danzas extraída de sus óperas– de Hyppolite et Aricie. Este, que supone su primer acercamiento al mundo operístico serio, cuando contaba nada menos que cincuenta años [1733], es el principio de todo. A esta maravillosa tragédie lyrique en un prólogo y cinco actos le debemos todo lo que Rameau será después. Estrenada en el primero de octubre en la Académie Royale de Musique [Paris], en ella aparecen gran parte de las genialidades que irá desarrollando hasta convertirse en el operista más relevante de la Francia del momento, pero también –y personalmente no me cabe duda–, uno de los grandes creadores de la historia de la música occidental.
La llegada tan tardía de Rameau al mundo escénico sigue siendo hoy día un misterio, especialmente porque en otros ámbitos era un compositor tremendamente respetado, además de uno de los más brillantes teóricos que podían encontrarse en aquel momento. Existe una anécdota que, por lo elocuente de la misma, puede dar una idea del porqué de este respeto al mundo de la ópera: se dice que ya hacia el final de su carrera, Rameau fue abordado en cierta ocasión por un joven compositor interesado en el mundo operístico, que le preguntó al maestro por algún consejo sobre cómo escribir una ópera. Rameau, siempre tan pragmático, adusto y partidario de que el trabajo duro es uno de los garantes del éxito, le comentó que aquello no era cosa fácil. Primero se requiere la facilidad para imitar con fidelidad la verdad de la naturaleza, lo que para él suponía conocer adecuadamente el uso y manejo de la tramoya y la ingeniería escenográfica, además de un conocimiento profundo de la danza, los actores, los instrumentos de la orquesta, así como de la gama más amplia de las emociones humanas, y por supuesto, tener conocimientos, al menos básicos, de lo que él llamaba ciencia musical. A todo esto hay que añadir un toque de genio, otro de buen gusto, pero especialmente un trabajo sin descanso, que sea respaldado por la esencial madurez y experiencia para llevarlo todo a cabo.
A tenor de la producción que ha llegado hasta nuestros días, y con la perspectiva que nos dan los dos siglos y medio transcurridos desde su partida, la música de Rameau se erige como un monumento operístico que en pocos alcanza parangón.
No solo en la selección de Hyppolite et Aricie, sino también en la suite orquestal extraída de Dardanus [tragédie lyrique en un prólogo y cinco actos, estrenada en la Académie Royale de Musique el 19 de noviembre de 1739]; por supuesto en el maravilloso aria de Telaïre, Tristes apprêts, pâles flambeaux, de su Castor et Pollux [tragédie lyrique en un prólogo y cinco actos; Académie Royale de Musique, 24 de octubre de 1737]; así como en la serie de arias y danzas extraídas de Les Indes galantes [opéra-ballet en un prólogo y cuatro entradas; Académie Royale de Musique, 28 de agosto de 1735], se puede extraer mucho de la esencia rameauniana, como su espíritu de perfección y su constante e incansable trabajo, que le llevó a revisar en varias ocasiones muchas de sus óperas, hasta el punto de realizar segundas y terceras versiones en las que los cambios eran más que sustanciales –Hyppolite et Aricie y Dardanus son dos claro ejemplos–. Sus óperas están en clara deuda con la tradición de la lírica francesa –la representada especialmente por Lully–, sin embargo, prácticamente ninguna de ellos permaneció ajena a su renovación e intensificación. Destaca especialmente el uso de la armonía, con acordes claramente disonantes, uso de 7as., 9as. y 11as., apoggiature muy frecuentes, modulaciones constantes –a veces en tonalidades lejanas– e incluso progresiones enarmónicas. Se aprecia una intención de intensificar la declamación, pero a su vez los realiza con una elaboración y complejidad musical mucho mayor. La maravillosa escritura de sus arias resulta sorprendente, emocionante, expresiva y brillante hasta límites insospechados. En su tratamiento orquestal, Rameau fue probablemente el compositor más original y con mayor genio de todo el Barroco francés –incluso del europeo–, que desarrolló ampliamente tanto en los acompañamientos vocales como en las piezas puramente instrumentales. Destaca su enfoque increíblemente imaginativo, así como la variedad de sus recursos, que convierten su obra, sin serlo, casi en un ejemplo del mejor sinfonismo dieciochesco. Rameau brilla por ser el primero en utilizar en Francia recursos compositivos tales como el pizzicato [1744] y el glissando [1745] en su escritura orquestal, además de por introducir en el país instrumentos desconocidos en la orquesta, como la trompa [1745] y el clarinete [1749] –aunque no aparecieron en este concierto–. Su virtuosismo orquestal en las piezas puramente instrumentales y en su música para la danza es insuperable, y nadie como él supo en su momento captar todas las expresiones del alma humana y los estados anímicos de una forma tan variopinta y singular en la música con carencia de la voz. Las piezas de danza obtienen una nueva dimensión en sus manos, reavivando los patrones de danzas ya muy desarrolladas a lo largo de la historia, consiguiendo así que ninguna otra música de baile del Barroco sugiriera de manera tan evidente su propia coreografía. Un autor tan genial como esencial, al que hay valorar como el verdadero innovador que fue, y sin duda situarlo no como alguien que prefigura a Gluck –como así se asevera en las notas al programa, una visión errónea que parte de la historiografía sigue heredando–, sino como aquel que llevó la herencia de la ópera francesa del XVII –genialmente representada por Lully y otros grandes autores, como Charpentier– a su punto álgido en la historia. Nadie como Rameau –ni antes, ni después– logra elevar el arte de la ópera francesa a tales cotas.
El inicio de la segunda parte trajo consigo una adenda a la estratosférica figura de Rameau. Nada menos que Marc-Antoine Charpentier (1643-1704), representado aquí por su gran tragedia, Medée [tragedie lyrique en un prólogo y cinco actos; Théâtre du Palais Royal, 4 de diciembre de 1693], uno de los ejemplos más potentes, crudos y desgarrados de la figura femenina en la historia de la ópera. Un universo sonoro cercano en su esencia francesa, pero alejado de los preceptos posteriores del de Dijon, y sin duda un brillante ejemplo del transitar de la ópera barroca entre Lully y este último. La selección, rebosante de belleza y la mejor escritura del gran compositor galo, incluyó algunos de los momentos más impresionantes de su ópera, como el monólogo de Medée, D’où me vient cette horreur [acto IV] o el aria Ma fureur, a tant de Rois [acto V], además de algunos momentos orquestales que nos trasladan directamente al lenguaje francés del XVII.
Un programa maravilloso, que ejemplifica a las mil maravillas lo que ambos ofrecieron al panorama escénico de su momento, y que fue brindado de forma realmente majestuosa por la voz de Magdalena Kožená, que brilló sobremanera en los pasajes más dramáticos y expresivos. Entiende muy bien el particular lenguaje musical francés, ornamentando con gran refinamiento, dotando su línea de canto de gran elegancia y la sutileza con esta música requiere. Su timbre, de gran carnosidad en el registro medio, se vuelve un hilo luminoso y de buena proyección en el agudo. La proyección del registro grave sí se resintió en algunos pasajes, pero en general ofreció unas lecturas aposentadas y reflexivas de la descomunal obra rameauniana. Especialmente brillante su lectura del subyugante Tristes apprêts, pâles flambeaux, así como todas sus intervenciones de una desgarradora Medée. Es sin duda en los momentos más expresivos y crudos donde su visión de este repertorio gana esteros de forma exponencial. Paladea el texto con gusto y una dicción notable, y se revela como una gran actriz en la descripción del sufrimiento humano. Sus Diane y Phédre [Hyppolite et Aricie], así como sus Phani y Émilie [Les Indes galantes] se erigen como grandes damas de la ópera, quizá no tanto como esas heroínas que reza el título del programa, pero sí como mujeres poliédricas y fascinantes.
Por su parte, Le Concert d’Astrée ofreció luminosas versiones de las piezas orquestales, con una elección de tempo muy acertada, poniendo el foco en la disonancia, en el maravilloso juego contrapuntístico de su escritura en la cuerda –¡qué duelos tan maravillosos entre los primeros y segundos violines!–, en la increíble concepción armónica. La cuerda prefirió una sonoridad más descarnada que redonda en muchos momentos, aportando un extra de expresividad a sus pasajes. Maravilloso el trabajo conjunto de toda la sección, aunque con una plantilla algo escueta [4/4/3/2/1] para lo que requiere la escritura orquestal de Rameau. Liderados de forma excepcional por el brillante David Plantier, hay que destacar también de la concertino de violines II, Agnieszka Rychlik, así como una estratosférica sección de violas conformada por Laurence Duval, Diane Chmela y Delphine Millour. La escritura siempre exigente y tan característica en traversos y oboes fue solventada de forma ejemplar por Jocelyn Daubigney y Olivier Benichou, así como Patrick Beaugiraud y Yann Miriel, con un sonido pulido, límpido y muy bien equilibrado en el conjunto orquestal. La sección del continuo, si bien desarrollada con gran nota, estuvo un tanto falta de profundidad –dos chelos y un contrabajo se antojan escasos para el Rameau orquestal–. No obstante, hay que felicitar a Felix Knecht [chelo], Ludovic Coutineau [contrabajo] –pusieron todo su empeño y energía en desarrollar un continuo expresivo y de hondura, a pesar de quedarse cortos– y Violaine Cochard [clave] –que tuvo que bregar con un instrumento extrañamente desafinado–. Philippe Miqueau mostró luces y sombras en la escritura siempre tan fascinante del fagot –uno de los instrumentos predilectos en Rameau–, y sin duda se vio desfavorecido de una versión excesivamente rápida y liviana de la maravillosa aria de Telaïre, que tiene aquí uno de los momentos culminantes en el repertorio fagotístico del Barroco europeo. Sylvain Fabre estuvo soberbio en la percusión, aportando siempre el color y carácter necesario, pintando con total eficacia las tormentas, truenos, terremotos y demás elementos descriptivos fundamentales en la escritura de Rameau.
Emmanuelle Haïm no es, en general, una directora que suela convencerme. Su gesto me parece histérico, poco preciso y hasta inquietante. Su presencia en el podio resulta excesivamente elocuente, pero si nos ceñimos al resultado ofrecido en esta velada, hay que reconocer que dirigió con solvencia y buen tino a sus huestes, mostrando un Rameau de gran altura, en el que los detalles tan importantes de su lenguaje se destacaron con notable elegancia y riqueza expresiva.
Todo iba a las mil maravillas. Un concierto de impresionante nivel, sin duda. Lo habían dejado en todo lo alto, con el Rameau desenfado y brillante de Les Indes galantes. Pero la elección de las propinas –respondiendo al caluroso aplauso del público madrileño– no puedo ser más desatinada ni incongruente: Dopo notte, del Ariodante händeliano; Si dolce e’l tormento, de Claudio Monteverdi; así como un fragmento de la Alcione de Marin Marais. Incomprensible el intento de mostrar su supuesta capacidad para acometer con igual brillantez la escritura de Händel –bien en la coloratura, aunque un tanto liviana en su vocalidad– o de Monteverdi –terrible lectura de esta maravillosa pieza del genial Claudio, interpretada absolutamente fuera de estilo, haciendo gala de una sprezzatura disparatada–. Solo con Marais la cosa volvió por sus fueros, el de un repertorio francés tan maravilloso y único por sí mismo que no necesita del respiro de la música italiana. Para esta temporada el CNDM tiene en programa dos óperas de Händel en versión concierto. Quizá haya un tiempo en el que España se pueda programar con orgullo una ópera de Rameau.
Fotografía: Musée des Beaux-Arts de Dijon.
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