Por José Amador Morales
Berlín. 02-VII-2018. Staatsoper Unter der Linden. Giuseppe Verdi: Macbeth. Plácido Domingo (Macbeth), Anna Netrebko (Lady Macbeth), Kwangchul Youn (Banquo), Fabio Sartori (Macduff), Evelin Novak (Dama de Lady Macbeth), Dominic Barberi (Un médico), Florian Hoffmann (Malcolm), Jan Martiník (Un sicario/Aparición), Thomas Vogel (Un sirviente), Raphael Küster, Niels Domdey (Apariciones). Staatsopernchor (Martin Wright, director del coro). Staatskapelle Berlin. Daniel Barenboim, dirección musical. Harry Kupfer, dirección escénica.
No es usual que las grandes expectativas surgidas ante un reparto determinado o la convocatoria de un conveniente equipo artístico para tal o cual título musical se vean no sólo satisfechas sino superadas con creces. Es el caso de este Macbeth berlinés al que acudíamos con muchísima ilusión pero que nos dejó estupefactos desde el minuto uno con esa obertura pocas veces escuchada con tanto preciosismo tímbrico –extraordinarias las maderas– mientras Anna Netrebko, descalza, en camisón y portando un muñeco y una espada, cruzaba en diagonal y con dramática parsimonia todo el impactante escenario de muerte y guerra ideado por Kupfer.
¿Cuáles fueron las principales bazas de este Macbeth ofrecido en la Staatsoper? Fundamentalmente la simbiosis escénico musical de dos artistas enormes como son una Anna Netrebko en lo más alto de su carrera y un Plácido Domingo que ha volcado la inmensa sabiduría acumulada a su edad en un papel que le permite ofrecer –probablemente con Simon Boccanegra– lo mejor de esta última etapa baritonal. El talento dramático de ambos cantantes lució desde luego en sus escenas solistas aunque devino catártico en los dúos, difícilmente superables en un plano expresivo y dramático. Pero por si fuera poco, resulta que allá abajo empuñaba la batuta un tal Daniel Barenboim que espoleó a los protagonistas, sorprendió con grandes dosis de empuje en los conjuntos mientras que, como antes señalábamos a propósito de la obertura, obtuvo un refinamiento tímbrico por parte de la Staatskapelle Berlin francamente asombroso. Es cierto que la dirección de Barenboim seguramente no fue verdiana stricto sensu o al menos a la manera tradicional (por otra parte muchas veces malinterpretada precisamente en obras como esta, con un anodino y metronómico acompañamiento orquestal y mucho efecto para desengrasar) pero rezumó intensidad y belleza a partes iguales en una versión tan personal como interesantísima. Seguramente la escena del brindis fue el más claro exponente de todo lo que venimos comentando: las miradas, sutilezas y maneras artísticas se sucedieron subrayadas genialmente por la orquesta, hasta alcanzar el clímax con la aparente distensión que ofrecen esas dos frases tan simples pero tan densas en lo músical y dramático: “La vita riprendo!” replicada por Lady Macbeth-Netrebko con un lacerante “Vergogna, signor!”.
Anna Netrebko supo poner su bello y personalísimo timbre así como la homogeneidad del instrumento en todos sus registros, con un agudo suficiente y un grave natural, al servicio de una caracterización sencillamente escalofriante. Su aseada técnica le permitió sortear con comodidad las inmensas dificultades de una Lady Macbeth que dominó como pocas, dando desde su primera escena muestras de una suerte de “hambre escénica”, de ansiedad dramática que casi asustaba al tiempo que dejaba detalles de exquisita factura, particularmente filados y reguladores.
Como ya hemos advertido, el feeling con Plácido Domingo fue brutal. Al tenor madrileño le costó calentar la voz, apareciendo dura y sin mucho resuello en un primer momento. No obstante asombra cómo su zona central aún mantiene ese esmalte tan hermoso y desde luego su volumen y proyección en la sala resulta impresionante. Conforme avanzaba la representación el inmenso artista fue reconciliándose con un instrumento que progresivamente se volvió más maleable hasta ofrecer una vez más toda una lección de sabiduría interpretativa no exenta de valentía. Incluso llegó bastante holgado de fiato al aria “Pietà, rispetto, amore” (bellísimo acompañamiento aquí de Barenboim, con un calderón antes de la repetición final de efecto sobrecogedor) así como a la escena de la muerte procedente de la versión de 1847. Y huelga decir que en cuanto a carisma, entrega y magnetismo escénico Domingo sigue siendo imbatible.
Fabio Sartori estuvo a la altura de sus dos colegas protagonistas, lo cual no es decir poco en absoluto, al menos en cuanto a volumen y cierto buen gusto en la línea de canto. Como corresponde en un personaje como Macduff, se ganó importantes aplausos en su aria, si bien no sea un cantante sutil ni con una especial personalidad sobre el escenario. Kwangchul Youn compuso un Banquo algo monolítico, acusando un evidente distanciamiento idiomático y una escasez de recursos expresivos, por más que su presencia vocal fuese consistente. El Malcolm de Florian Hoffmann, calante e inaudible en el dúo con Sartori, fue sin duda el lunar de esta producción.
Sublime la Staatskapelle Berlin, compacta y dúctil en conjunto, destacando la maravillosa sección de viento-madera y la sedosa cuerda. Algo decepcionante y desde luego muy por debajo de la orquesta, el coro de la Staatsoper, especialmente en las escenas de las brujas. La producción de Harry Kupfer carga las tintas en la caracterización de los personajes, siendo en este aspecto extraordinaria la dirección de actores. Todo ello sobre un fondo centrado de una parte en los horrores de la guerra y, de otra, en la intimidad palaciega, poniendo de manifiesto sutil y certeramente el valor del sexo en la relaciones del matrimonio protagonista.
Fotografía: Bernd Uhlig.
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