Por Mario Guada | @elcriticorn
Manzanares El Real. 07-VII-2018. Castillo de los Mendoza. In Stil Moderno. XXXI Clásicos en verano. Obras de Giovanni Paolo Cima, Dario Castello, Biagio Marini, Giovanni Battista Fontana, Bartolomeo de Selma y Salaverde, Johann Hieronymus Kapsperger, Giovanni Legrenzi y Antonio Bertali. L’Estro d’Orfeo | Leonor de Lera.
[…] Si aquellos son siempre admirados por su belleza, hermosura, bondad y dilección, deseándose siempre oírlos, estos es menester que no sean deseados a este efecto, sino por efecto contrario; y habrá que reír, burlarse y llenarse de desprecio al considerar la locura de hechos tan caprichosos, los cuales […] generan nueva nausea, nuevo desprecio, porque llevan consigo nueva confusión, al estar llenas de cosas que confunden lo bueno y lo bello de la música […].
Giovanni Maria Artusi [Seconda parte dell'Artusi ouero delle imperfettioni della moderna musica : nella quale si tratta de'molti abusi introdotti da i moderni scrittori, et compositori, 1603].
Aunque en otro campo y en un momento mucho más incipiente de la «modernidad» musical, los cambios y evoluciones en la música no suelen haberse visto con buenos ojos en casi ningún momento del devenir en la historia de Occidente. Es algo cíclico, además, pues lo mismo ha pasado con muchos otros autores antes y después. Así de duro se mostraba Artusi al criticar –especialmente a Monteverdi– por sus modernidades sin sentido, que no hacían sino causar un daño irreparable a la música, según lo veía él. Visto desde el siglo XXI, bendito Monteverdi –y otros muchos– por atreverse a dar el salto hacia el vacío. Esta reflexión inicial viene al caso del presente concierto, dado que su título resulta muy clarificador sobre lo que se interpretó en el: In Stil Moderno. Con el término Stile moderno se conocía a inicio del siglo XVII el lenguaje notablemente innovador de ciertos compositores, los cuales se alejaban de aquello que venía dándose hasta ese momento y que era conocido como Stile antico. Sin duda alguna, los autores aquí representados suponen una plétora de los más exquisitos creadores en el campo de la música instrumental en la primera mitad del aquel siglo, gracias a los cuales la creación para conjunto instrumental tomó unos derroteros que darían como resultado varios de los géneros más potentes que han llegado casi hasta nuestros días.
Inteligente y necesaria propuesta la planteada por el conjunto L’Estro d’Orfeo en este XXXI Clásicos en verano, que organiza la Comunidad de Madrid, especialmente porque no existen conjuntos españoles actualmente que dediquen la mayor parte de su tiempo al repertorio puramente instrumental del Seicento italiano. Para mí, que fueron sin duda uno de los grandes descubrimientos del 2017 –gracias a Pepe Mompeán y su FIAS–, esperaba con muchas ganas este concierto –de nuevo en el magnífico enclave del Castillo de los Mendoza, en Manzanares El Real–, especialmente porque se trata de un programa nuevo, que plantea una visión muy especial de este repertorio tan maravilloso, sostenido sobre dos puntos fundamentales: I. la convergencia entre una línea aguda [violín barroco] y otra grave [viola da gamba], en una escritura bastante habitual en este momento, en la que se crean mixturas hermosas entre instrumentos graves y agudos para conformar dúos; II. la utilización de un continuo únicamente sustentado de manera preponderante por la tiorba –en ocasiones también en la viola da gamba, cuando esta no lleva la línea melódica–.
Brillante ejemplo es la Sonata per violino e violone, de Giovanni Paolo Cima (c. 1570-1603), por ser, además, la primera obra conocida que se ha conservado en su escritura para violín solista y bajo continuo. Se trata de una pieza maravillosa, que en su dúo –y desdoblamiento de la línea grave a su vez en el continuo– para violín y violone logra crear un momento sonoro realmente sugerente, sin duda uno de los más hermosos que nos han quedado del incipiente Barroco instrumental italiano. Dario Castello (c. 1590-c. 1685), Biagio Marini (1594-1663) y Giovanni Battista Fontana (c. 1571-1630) son tres de los máximos representantes dentro del Barroco temprano en lo instrumental, en buena medida culpable del surgimiento de un género tan transcendente como es la sonata. Su calidad quedó patente en las exquisita Sonata ottava a 2. Soprano e fagotto, overo viola; Sonata seconda a soprano solo y Sonata prima a soprano solo [Castello], en las que se aprecia además su inmensa capacidad idiomática y sus notables entresijos técnicos, que ponen ya a prueba a los más avezados violinistas. Algo similar sucede con Fontana [Sonata terza per violino y Sonata nona per violonzono e violino] –tanto él como Castello son autores de algunas de las sonatas más complejas, brillantes y magistrales del período–, o con Marini, aunque en este se produce ya un giro hacia otro tipo de géneros, como las variaciones sobre bassi ostinati –la Romanesca per violino solo e basso se piace aquí interpretada es una monumental muestra–.
Se completó el programa con ejemplos de autores foráneos, aunque fuertemente influidos por el estilo italiano, como Bartolomé de Selma y Salaverde (c. 1580-1640), compositor y bajonista conquense que desarrolló una gran carrera en el extranjero, de quien se interpretó una de sus magníficas canzone, la Canzon prima a 2. Basso e soprano. Por su parte, Johann Hieronymus Kapsperger (1580-1651) es uno de los grandes intérpretes de cuerda pulsada de todo el Barroco europeo, y aunque alemán de nacimiento, desarrolló la mayor parte de su carrera en Italia, donde fue conocido como Il Tedesco della tiorba [el alemán de la tiorba]. De él se interpretó una de sus hipnóticas obras sobre un basso ostinato: Il Basso di Kapsberger.
Quedaron para el final dos autores realmente importantes, y quizá algo más tardíos, especialmente el primero de ellos, Giovanni Legrenzi (1626-1690), que ayudó a configurar el estilo tardío en el Barroco italiano, caracterizado por la claridad del diseño melódico, los temas incisivos empleados en varios esquemas repetitivos, un estilo contrapuntístico en el que la línea está subordinada a la armonía, la integración del bajo en el refinado proceso temático y un hábil empleo del nuevo idioma del violín sin sus efectos más virtuosísticos. Las sonatas de Legrenzi son sus obras más vanguardistas, en las que se muestran la gran influencia del conjunto de canzone de Merula, Neri y Cazzati, pero que ejercieron a su vez una fuerte influencia, especialmente en el manejo estructural en las sonatas y conciertos de Giuseppe Torelli, Antonio Vivaldi o Johann Sebastian Bach. Varios de estos rasgos pudieron observarse en las dos obras interpretadas aquí: Sonata quinta a 2. Violino e viola, Op. X, y Sonata «La Foscari» a due. Violino e violone, Op. II. El concierto se cerró con la maravillosa Chiacona per violino e basso de Antonio Bertali (1605-1669), una de sus obras mas conocidas e interpretadas, no sin falta de razón, dada su exigencia técnica y belleza por igual. Bertali, cuya música está firmemente enraizado en la tradición del norte de Italia de la primera mitad del siglo XVII, compuso no solo música instrumental –por la que se ha hecho más célebre–, sino también dramas escénicos, oratorios, música sacra vocal e incluso llegó a firmar un par de tratados musicales. Su música instrumental incluye una amplia gama de estilos populares del siglo XVII, desde las sonatas contrapuntísticas, hasta obras multiseccionales para trompeta, corneto, cuerda y bajo continuo para las fiestas importantes de la iglesia y las fiestas de la corte. Esta Chiacona es un ejemplo de su inmensa capacidad creadora y su casi inagotable imaginación melódica.
Qué repertorio tan hermoso este, y qué complejo. Por ello, se requiere de intérpretes de gran talla para explotar al máximo todas sus cualidades sonoras, que son muchas. Sin duda, Leonor de Lera es una violinista muy capaz de hacerlo, como dejó bien claro en este recital –o aquel del FIAS en 2017, además de en su disco debut junto a su conjunto, para el sello Challenge Classics–. Llevar a buen puerto un repertorio de esta exigencia no solo requiere de una técnica tan sólida como asentada, sino de un conocimiento muy profundo del estilo y el lenguaje del momento, especialmente en el terreno de la ornamentación, el cual de Lera domina con insultante firmeza. En ella todo fluye de manera sencilla, sin aspavientos. El sonido y el color de su instrumento son exquisitos y elegantes desde el nacimiento mismo del sonido, hasta que este se agota. Solo hay que lamentar algunos pequeños problemas en ciertos momentos, y especialmente una interpretación algo lenta y falta de viveza, casi sombría, en la Chiacona conclusiva. Por lo demás, una calidad absoluta en cada nota y pasaje, entendiéndose a la perfección con sus dos compañeros de viaje.
De ellos, es necesario destacar primeramente la doble labor del violagambista costarricense Rodney Prada –muy habitual por estos lares–, tanto como virtuosístico solista, como en su papel de continuista, ambos llevados a cabo con resolutiva capacidad técnica y expresiva. Especialmente interesante la presencia en las obras a 2, en su delicada pugna con el violín por liderar la melodía, pero siempre sabiendo alcanzar un magnífico equilibrio entre ambos –aquí hay que alabar también la capacidad de Lera para saber bajar a la tierra y situarse al lado de la viola da gamba para arroparse mutuamente–. Como continuista, su trabajo es digno de alabar, aportando siempre un color y carácter muy adecuados, sin resultar excesivamente preminente ni ornamentando en exceso. Junto a su compañero en la labor del continuo lograron en muchas ocasiones una simbiosis tan apabullante, que pocas veces se puede escuchar de esta forma, con una sincronía, balance y afinación casi milimétricos. En muchos momentos parecía que el sonido de ambos instrumentos resonaba únicamente de un solo intérprete. Y sorprende, desde luego, la decisión de eliminar el clave de la ecuación –un instrumento que parece ya inherente a cualquier conjunto historicista–, pero que a tenor de lo escuchado, desde luego no se echa de menos en este repertorio, pues con la elección de cuerda frotada y pulsada se aporta una enorme ligereza sonora, pues la densidad textural se alivia notablemente, que permite además a los solistas elevar su vuelo con una mayor exquisitez, si cabe. Claro, que la tiorba de Josep María Martí es un ejemplo muy claro y extraordinario que poder seguir. No conozco todavía un intérprete de cuerda pulsada con la capacidad y potencia sonora del de Vilafranca del Penedès. Escuchar una tiorba con esa nitidez y presencia, pero sin resultar sobredimensionado ni artificial, es una capacidad asombrosa que esperemos logre mantener durante muchos años, porque marca la diferencia con otros muchos. Es, a su vez, refinado, elegante y preciso en la pulsación, además de tremendamente capaz de evocar momentos de suma belleza sonora y expresiva, como demostró en la obra a solo de Kapsperger. Es, a todas luces, un lujo contar con este continuista en cualquier conjunto que se precie, y a este L’Estro d’Orfeo le ayuda a lograr una personalidad que este joven conjunto –gracias también al trabajo de joven y talentosa directora artística– ha logrado atesorar ya desde el inicio de su carrera. Personalmente les auguro –y espero que así sea– un prometedor futuro. El presente ya es suyo.
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