El legendario director franco-estadounidense cercena sin piedad algo más de media hora de la ópera original, en una versión en la que ni solistas ni orquesta rindieron al nivel esperado.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 18-III-2018. Teatro Real. Ariodante, de Georg Friedrich Händel. Kate Lindsey, Chen Reiss, Wilhelm Schwinghammer, Rainer Trost, Hila Fahima, Christophe Dumaux, Anthony Gregory • Les Arts Florissants | William Christie.
De nuevo Georg Fredrich Händel (1685-1750). Un inmenso, casi inagotable compositor, qué duda, cabe, y del que desde luego los numerosos seguidores que en el mundo son pueden disfrutar de forma exponencial en la programación escénica madrileña desde hace años, mucho más de lo que otros operistas del Barroco –mucho menos si son españoles– pueden si quiera aspirar. Pero, ¿es Händel el mejor –y casi único a tenor de lo visto en nuestras instituciones musicales en los últimos tiempos– representante de la llamada ópera barroca en la actualidad? Y yendo más allá, ¿es William Christie el intérprete más adecuado para darle vida sobre la escena? Es bien sabido por los conocedores del repertorio que Händel no es el compositor que mejor le sientan a Christie y sus huestes, por más que ellos lo interpretan de manera permanente en sus temporadas. Si debemos juzgar por lo escuchado ayer, debemos confirmar las sospechas de que, en efecto, Händel no se les da. Y es que poco o nada de lo increíble y casi irrepetible que encontramos en Christie y LAF cuando acometen Barroco francés se pudo discernir en esta versión sobre el escenario del Teatro Real, que destacó más por las ausencias –más de media hora del original–, con un Christie que prescindió de la práctica totalidad de los números de danza originales, un par o tres arias, varios recitativos, uno de los tres coros del original y una innumerable y vergonzante lista de da capo y dal segno, esencia pura del aria barroca, de la que se privó sin piedad alguna al público asistente, que por otro lado no llenó el coliseo madrileño y al que tampoco pareció importarle demasiado –aquellos que fueran consciente de ello, claro–.
Ariodante, HWV 33, es probablemente uno de los dramas händelianos más logrados, gracias a un número altísimo de grandes arias, varias de las cuales forman parte ya del imaginario colectivo que en el siglo XXI se tiene de este compositor. La obra, que adapta para su libreto –como tantas otras– algunos cantos del célebre Orlando Furioso, de Pietro Metastasio –en este caso los cantos IV-VI–, es a su vez una adaptación del libreto que Antonio Salvi redactara para Ginevra Principessa di Scozia, ópera de Giacomo Antonio Perti [1708]. Händel concluyó la obra el 24 de octubre de 1734, aunque posteriormente la revisó con profundidad antes de su estreno, que tuvo lugar el 8 de enero de 1735, en el Convent Garden Theater londinense, permaneciendo en cartel durante once funciones. El elenco vocal primigenio contó con grandes figuras del canto en la capital británica del momento, como el castrato Giovanni Carestini –que encarnó al personaje protagonista, las sopranos Anna Maria Strada del Pò y Cecilia Young, la contralto Maria Caterina Negri, el tenor John Beard (tenor) y el bajo Gustavus Waltz.
Se trata de la primera ópera que Händel compuso para el Covent Garden Theatre de John Rich. Ariodante es una de sus óperas más atractivas, pues contiene una historia de trama amorosa y de enredos inusualmente sencilla, con unos personajes que son retratados con una cálida humanidad. Musicalmente es quizá una de las mejores en cuanto a su constancia cualitativa, con una notable exigencia vocal para los cantantes, logrando, además, cubrir un notable rango de expresión emocional –en palabras de Anthony Hicks–. A pesar de su amplitud vocal e instrumental, logra siempre un sentido de intimidad admirable, en gran parte logrado por la escritura orquestal en general modesta, así como por pequeñas desviaciones del patrón estricto de recitativos y arias da capo. La tensión dramática se mantiene convincentemente a lo largo de toda la ópera. Sin embargo, Ariodante no ha logrado ocupar un lugar preminente entre las óperas de Händel desde finales del siglo pasado. Cabría preguntarse el porqué. A ello le atribuye Hicks las siguientes razones: «la duración del drama, la presencia de los episodios de danza y la necesidad de cantantes de una calidad sobresaliente. Si se cumplen estas demandas, la ópera se revela como un ejemplo sobresaliente de drama musical barroco.» Claramente, Christie y los suyos no han cubierto apenas ninguno de dichos requerimientos, bien por omisión, bien por incapacidad.
Este Ariodante de Christie viene de una serie de representaciones escenificadas en la Wiener Staatsoper, a lo largo del mes de febrero y marzo, así como de una breve gira en versión concierto que ha llevado la ópera a París, Barcelona y Pamplona antes de aterrizar en Madrid. Con algún cambio en relación al elenco de las representaciones vienesas, comenzando por la protagonista, Christie ha concebido un Ariodante que no logra sobresalir por las actuaciones individuales, pero tampoco a nivel global. Kate Lindsey –que sustituyó a Sarah Connolly– encarnó a uno de los Ariodantes más flojos que he escuchado. Con una voz de proyección tan escasa que en ocasiones se volvió inaudible –especialmente en la coloratura–, no es solo que resultara incómodo el tener que esforzarse por oír con cierta nitidez la bellísima línea vocal que Händel depara al protagonista, sino que además Lindsey no aportó nada extra al personaje para hacerlo memorable: timbre excesivamente obscuro, registro bastante limitado, zona media-grave que tiende a un sonido a veces cavernoso, notables dificultades para sincronizarse en la coloratura con el acompañamiento orquestal, expresividad tan neutra que resultó complejo discernir los momentos alegres de los dramáticos, los tiernos de los airados…, y, en general, una interpretación vocalmente tan olvidable como actoralmente superficial. Es difícil que un Ariodante no consiga levantar pasiones cuando tiene dos de las arias más fantásticas y reconocibles del inmenso catálogo händeliano: Scherza infida y Dopo notte. En ninguna logró convencer, por más que el público –que queda absolutamente patente, por más que resulte incomprensible, aplaude arias y no cantantes– retribuyese su presencia con calurosas ovaciones.
El resto del elenco brilló con luces y sombras. Expresiva y escénicamente muy verosímil el Polinesso del contratenor Christophe Dumaux, por más que su línea vocal se torna estridente en el agudo y presente una zona grave poderosa pero excesivamente heterogénea en relación a sus otros registros. Se agradece su esfuerzo por aportar al papel una carga más dramática, aunque apenas dejó un par o tres destellos de calidad superlativa. Tampoco quedarán para el recuerdo la Ginevra de Chen Reiss y la Dalinda de Hila Fahima, ambas sopranos de línea vocal no especialmente apropiada para el repertorio, que no destacaron ni por su elegancia ni por un creíble planteamiento psicológico de sus personajes. Más interesantes, aunque sin alardes –en papeles tampoco especialmente brillantes, aunque con cierta sustancia–, los tenores Reiner Trost y Anthony Gregory encarnando a Lurcanio y Odoardo respectivamente, ambos de imponente proyección, un buen registro agudo y una presencia escénica comedida pero convincente. Quizá lo más interesante del reparto lo protagonizó el bajo Wilhelm Schwinghammer, de sólida vocalidad, un pulido y terrenal timbre, además de una muy creíble aportación dramática, encarnando a Re di Scozia sólido, firme en sus convicciones, pero padre que se debate entre el honor y el amor fraternal.
Me hubiera encantado decir que Les Arts Florissants logró hacerme olvidar lo mediocre del elenco vocal, pero lamentablemente tampoco fue así. Un nivel por debajo de lo esperado en una agrupación de este calibre, que presentó evidentes problemas de sincronía, afinación y pulcritud en su nutridísima sección de cuerda –a pesar de contar con figuras tan superlativas como Hiro Kurosaki y Emmanuel Resche liderando los violines o Simon Heyerick a las violas–: ¿cuándo puede verse en España sobre un escenario una agrupación historicista con doce violines, cuatro violas, ¡cinco violonchelos! y dos contrabajos? Pues, por desgracia, nunca, y mucho menos si hablamos de agrupaciones nacionales. Qué sistema tan enfermo estamos alimentando cuando solo permitimos a agrupaciones consagradas esta oportunidad de mostrarse en formato grande. Más interesante la aportación de los traversos legendarios de Sébastian Marq y Charles Zebley, a pesar de que apenas presentan pasajes de enjundia. Lo más destacable, amén de las trompas barrocas de Georg Köher y Gilles Rapin –fantástico también a la trompeta barroca–, que presentan intervenciones breves, pero comprometidas, fue el espectacular contínuo elaborado por otras dos absolutas leyendas de lo suyo: David Simpson, al violonchelo barroco, y Jonathan Cable, al contrabajo barroco, que sostuvieron una sección imaginativa, inteligentemente desarrollada y con un gran trabajo en el balance, a la que sumó la tiorba –¡y el archilaúd!, hasta este punto llega el despilfarro cuando las agrupaciones son extranjeras– de Arash Noori y el clave de Benoît Hartoin.
Esperaba mucho más de la dirección de William Christie. Entiendo que, para un especialista consumado en el drama y repertorio del Barroco francés, acercarse con la misma diligencia al drama italiano resulta un ejercicio sumamente complejo. Si bien considera que la música inglesa funciona notablemente bien en versión de Christie, no así tanto la ópera de Händel, que no lo olvidemos, dista mucho de ser inglesa, sino italiana. No se incidió especialmente en la psicología de los personajes –por más que no se trate de papeles de una especial profundidad–; no observé un trabajo delicado sobre las texturas; ni la injerencia esperada sobre los cantantes –la elección de los mismos me pareció, en general, poco afortunada–; sí quizá algo más de refinamiento en el tratamiento armónico de la partitura. En general una versión bastante falta de vigor y del contraste dramático esencial en Händel. Una desilusión para alguien que admira tanto a Christie, y del que espera siempre lo máximo. Dicha desilusión se tornó enfado al comprobar la impúdica falta de honestidad en los terribles tijeretazos acometidos con esta magnífica ópera, los cuales no tienen, a mi entender, justificación alguna. Aún con todo, el público –que comenzó la velada muy frío, pero se fue animando– ofreció calurosos aplausos a la mayor parte de los solistas –especialmente Lindsey y Dumaux–, además de a la orquesta y especialmente a Christie, en un acto que pone en duda esa supuesta exigencia cualitativa de la que tiene fama el público del Real. Quizá sea que, para muchos, la ópera barroca no merece la exigencia que los dramas belcantistas finales del XVIII y pleno siglo XIX. De lo contrario, que alguien me lo explique...
Fotografía: Javier del Real.
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