Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
Nueva York. Rose Theater. 15-IV-2018. L’amore dei tre re (Italo Montemezzi). Philip Cokorinos (Archibaldo), Giuseppe Varano (Avito), Joo Won Kang (Manfredo), Daria Masiero (Fiora), Alex Richardson (Flaminio). Dirección escénica: Michael Capasso. Dirección musical: Pacien Mazzagatti.
El operófilo neoyorquino se ha encontrado en estos mediados de abril con lo que los italianos llaman «l’imbarazzo della scelta», gracias a una oferta inabarcable. Por un lado, a la programación del Met se ha sumado una de las citas más esperadas del año: el debut de Jonas Kaufmann como Tristan con la Boston Symphony en Carnegie Hall —cuya presentación bostoniana anterior ya comentamos en CODALARIO—, seguido por una función de gala de Candide en el mismo coliseo. Quien esté dispuesto a explorar escenarios de perfil más bajo podía elegir también entre La favorita en la West Side Opera Society, La doncella de nieve en la Manhattan School of Music e Hippolyte et Aricie en Juilliard. Si añadimos repertorios afines, las opciones se amplían con el Ruddigore de los NY Gilbert & Sullivan Players o la oportunidad de ver a la soprano Renée Fleming cantando «You’ll never walk alone» en la reposición del clásico musical Carousel.
Entre toda esta variedad, sin embargo, una propuesta tenía un atractivo especial, por aunar el gran interés de la obra con la aun mayor dificultad de verla representada. Se trata de L’amore dei tre re, de Italo Montemezzi, en cartel por unas cortas cuatro funciones en la New York City Opera, compañía que desde su reciente reaparición se ha caracterizado por una programación audaz. El caso de esta ópera es peculiar, pues tras su estreno en 1913 se volvió enormemente popular durante décadas, especialmente en los EE.UU., donde fue defendida por gigantes como Ezio Pinza o Arturo Toscanini. Sin embargo, a mediados de siglo pasó de ser central en el repertorio a casi desaparecer. En NY se escenificó por última vez en 1982, en la propia NYCO, como vehículo para el gran bajo Samuel Ramey.
La obra nos sitúa alrededor del año 1000. El germánico Archibaldo (una especie de Otón I) controla el reino italiano de Altura, que conquistó hace años. Ahora, viejo y ciego, está recluido en su castillo mientras su hijo Manfredo dirige sus ejércitos. Manfredo, como parte del tratado de paz, está casado con la alturiana Fiora, pero esta lo engaña con su compatriota Avito. El triángulo amoroso se resolverá trágicamente con un estrangulamiento y varios envenenamientos.
La trama es básica y la acción estática (al menos hasta el truculento clímax), pero la partitura de Montemezzi tiene muchos atractivos, tanto orquestalmente como en el tratamiento de las voces. Quizás la principal razón de su éxito inicial fue el haber sabido integrar inspiraciones wagnerianas en una ópera de total factura italiana. Pero no bebe solo de Puccini y Wagner; ya sus contemporáneos apreciaron influencias de Debussy. En su intenso romanticismo y pretensión trágica la influencia de Verdi es también clara. Todos estos elementos, bien conjuntados, consiguieron complacer a un amplio espectro de aficionados pero fueron quizás también la razón del abandono de la ópera hacia 1950, cuando las corrientes musicales huían de lo que consideraban conservador.
Ahora la NY City Opera se ha propuesto acercar L’amore dei tre re a nuevos espectadores. Un reto de considerable dificultad, tanto para la orquesta como para los solistas, que deben encarnar personajes febrilmente apasionados, idealmente sin caer en la unidimensionalidad. En el primer punto, la agrupación dirigida por Pacien Mazagatti sale más que airosa. En particular, Mazagatti ha sido capaz de regular con mano segura el tempo de la obra —que con frecuencia se acelera, reflejando tanto el galope de los caballos de Manfredo como el paroxismo de los personajes en el clímax—. Su orquesta respondió con la energía necesario en los momentos más dramáticos, aunque quizá se pudiera echar en falta algo más de sutileza dinámica.
Aunque todos los personajes tienen momentos solistas importantes, el papel principal es Archibaldo, que cuenta con el fantástico racconto «Italia, Italia è tutto il mio ricordo», en el que relata la impresión que le causó esta tierra a su llegada y su vida posterior en ella. Además de este momento de lucimiento y diversos dúos, el bajo que encarne el papel tiene la responsabilidad de recorrer una amplia gama de emociones, a menudo en un tiempo muy corto. Para ello, la NYCO contó con Philip Cokorinos, veterano del Met, cuya prestación debe calificarse de éxito. A pesar de que su voz ya no está en el mejor momento, Cokorinos logró emocionar al público en su gran aria y en general ofreció un personaje emocionalmente complejo. Fue capaz de actuar con su voz, heladora cuando grita «Gola audace! Gola menzognera!» al estrangular a Fiora y conmovedora cuando descubre a su hijo muerto «Anche tu, dunque, senza rimedio, sei con me nell’ombra!». Un canto con asperezas, pero concitato e incisivo, importantes elementos en este tipo de obra.
El resto del reparto se movió en un nivel algo más irregular. Como Fiora, Daria Masiero ofreció cierta intensidad solo en su dúo final con Archibaldo, pero en general no tuvo la presencia escénica esperada en su personaje. Es cierto que el papel de Fiora como un objeto de deseo esencialmente pasivo es quizás el aspecto que peor ha envejecido del libreto, pero la caracterización de Masiero es especialmente epidérmica y abúlica. Vocalmente, tiene problemas serios en el registro grave y un vibrato algo descontrolado.
Los miembros varones del triángulo amoroso, en cambio, pusieron toda la carne en el asador. Ambos se entregaron con arrojo en los momentos más dramáticos, pero destacó el barítono Joo Won Kang como Manfredo, quien además de pasión pudo ofrecer sensibilidad y una voz con cierta resonancia y musicalidad. En contraste, el Avito de Giuseppe Varano resultó impetuoso pero algo falto de sutileza. Los dos cantantes se compenetraron bien en la escena final en la que Avito y Manfredo sucumben tras besar los labios envenenados de la difunta Fiora. Alex Richardson cumplió en el papel secundario de Flaminio.
Si el apartado musical, con sus irregularidades, dio bastantes satisfacciones, la dirección escénica de Michael Capasso ofreció más bien confusión, dada la falta de armonía entre dramaturgia, vestuario y escenografía. En efecto, los decorados de David P. Gordon —procedentes de una producción anterior en Sarasota— ambientaban la acción en el período altomedieval original. Los actos I y II se desarrollaban entre torres y almenas, de manera efectiva pero estática, en diferentes zonas de un castillo con detalles árabes e italianos. El decorado del tercer acto, una oscura capilla o más bien cripta de paredes profusamente decoradas, resultó especialmente atractivo y confirió un aroma de tensión y drama muy apropiado para el desenlace de la ópera. En contraste, el vestuario y actitudes de los personajes nos trasladaban hacia el año 1940, con trajes, uniformes militares y cigarrillos. ¿Pretensión de mostrar la acción como una guerra entre familias mafiosas? ¿Alusión al cine negro, dado el triángulo amoroso? Cualquiera de las dos opciones podría funcionar, en principio, pero habría que acompañarlas con una escenografía adecuada, por no hablar de una dirección de actores más imaginativa. Resulta difícil entender la razón para no vestir a los personajes de manera acorde al castillo que habitaban, ¿la tradicional aversión estadounidense al Medievo?
L’amore dei tre re no es la única obra de principios del siglo pasado que tuvo éxito durante un tiempo para ser dejada de lado en la posguerra, pero es una de las mejores. Un caso similar podría ser el de Die tote Stadt, también preterida por ciertas vanguardias musicales. Hoy en día tenemos menos prejuicios y esta obra maestra de Korngold se ha revalorizado. Por mi parte, espero que el meritorio esfuerzo de la New York City Opera contribuya a que lo mismo suceda con Montemezzi.
Fotografía: New York City Opera.
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