Por José Amador Morales
Frankfurt. 31-III-2018. Oper Frankfurt. Giacomo Meyerbeer: L’africaine. Michael Spyres (Vasco da Gama), Irene Roberts (Selika), Brian Mulligan (Nelusko), Kirsten MacKinnon (Ines), Andreas Bauer (Don Pedro), Thomas Faulkner (Don Diego), Magnús Baldvinsson (Gran Inquisidor de Lisboa/Sumo sacerdote de Brahma), Michael McCown (Don Alvar), Bianca Andrew (Anna). Coro y Orquesta de la Ópera de Frankfurt (Tilman Michael, director del coro). Antonello Manacorda, dirección musical. Tobias Kratzer, dirección escénica.
La Ópera de Frankfurt estrenó el pasado mes de febrero esta galáctica producción de L’africaine, de Meyerbeer, firmada por Tobias Kratzer que bien recuerda en muchos aspectos a producciones fílmicas como "Los cien", "Avatar", "Star wars" o incluso la reciente "La forma del agua". Y es que cuando se inicia la ópera lo que ha desaparecido no es un navío, sino una nave espacial en busca de nuevos mundos. No se descubre ningún paraíso ignoto africano sino otra civilización interestelar cuyos habitantes lucen un aspecto azulado (imposible no recordar aquí la película de James Cameron). Al final de la obra aparece Vasco que ha hecho uso de su privilegiada información sobre la ubicación de la civilización extraterrestre para regresar esta vez con tropas "oficiales" que aniquilan a estos alienígenas mientras él, en un gesto casi imperial, clava una bandera con la imagen de la Tierra. Así que todo se traslada desde el libreto original con perspicacia y la coherencia habitual en este tipo de adaptaciones (hasta donde es ya imposible no forzarla).
El problema es que se termina caricaturizando el sentido y finalidad de una obra que en sí misma no es cómica ni lo pretende. No son desafortunados ciertos guiños más o menos divertidos que en determinadas ocasiones pueden ser agradecidos pues “desengrasa” el carácter mayoritariamente serio que impregna las cuatro horas de representación (como cuando en el tercer acto la tripulación humanoide contacta con sus mujeres a través de una gran pantalla a manera de gigantesco skype, recibiendo buenas nuevas de recién nacidos, algún dibujo infantil y hasta insinuaciones eróticas de algunas consortes). Pero cuando la representación deviene lastrada con risas en momentos tremendamente dramáticos, algo no funciona. En la escena final donde se pretende sublimar la muerte de Selika, aparece un astronauta flotando, presumiblemente Vasco, y ésta asciende dando un paseo espacial con su amado: nuevamente las risas se desencadenan mientras la música de Meyerbeer es aquí excelsa... Y mientras se niega el realismo como algo totalmente trasnochado por parte de la mayoría de directores escénicos, sorprende que en aras de la modernidad se acuda a una plasmación hiperrealista de fotocopiadoras, trituradoras de papel, pantallas, trajes de astronauta, ascensores, etc… Y esta modernidad, además, parece que tiene que ser siempre algo feo, desagradable e ingrato a la vista.
En el apartado musical, se ofreció una versión completísima de la partitura de Meyerbeer en la reciente edición crítica presentada en Chemnitz que presuntamente la libera de los grandes cortes que tradicionalmente ha venido sufriendo desde su estreno póstumo en 1865, después de décadas en las que Meyerbeer volvía una y otra vez sobre la misma. Antonello Manacorda ofreció una lectura que mostró una agilidad narrativa imprescindible en una obra tan larga y un aceptable color básico, si bien no fue la suya una batuta caracterizada por la delicadeza e introspección, llegando a sepultar las voces en algún momento puntual.
Michael Spyres posee una voz de cierto atractivo, apropiado estilo y un fraseo de calidad si bien su Vasco acusó frialdad expresiva, un volumen muy limitado y problemas técnicos con un pasaje no resuelto que provoca que a partir del primer agudo el sonido se estrangule y se incruste en la gola. Al igual que sucediera en el –por otra parte inolvidable– Tristan e Isolda que quien esto suscribe presenció el pasado verano en Bayreuth, el personaje de Selika fue interpretado en escena por la asistente teatral Caterina Panti Liberovici y cantado por Irene Roberts desde un atril situado discretamente a un lado del proscenio. Una solución de urgencia, eficaz y digna, que si garantizó la mera posibilidad de seguir adelante con la función, también nos regaló la oportunidad de descubrir a esta interesante cantante. Y es que la mezzosoprano estadounidense convenció por su gran seguridad, un hermoso timbre dotado de atractivo vibrato y un fraseo sensual como corresponde al personaje. Roberts se vio sorprendida por las aclamaciones finales e insistentes del público que acogió entre el desahogo lógico tras la tensión de la representación y una emoción a duras penas controlada.
Muy comunicativa y musicalísima, Kirsten MacKinnon encarnó a una encantadora Inés; también en lo escénico, primero como casi adolescente que busca saber de su amado en las "oficinas" de su padre y posteriormente como heroína que lo da todo por él. Por su parte, el Don Pedro de Andreas Bauer compuso el típico malo de la película en base a una presencia vocal importante aunque de línea de canto no especialmente refinada. En la misma línea de estentóreo pero un punto más reflexivo resultó el Nelusko de Brian Mulligan, siendo junto a Roberts y Mackinnon los más aplaudidos por el público.
El resto del reparto mostró un grandísimo nivel, así como un coro y orquesta maleables y con excelentes prestaciones solistas.
Fotografía: Monika Rittershaus.
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