Por José Amador Morales
Munich. Bayerisches Staatsoper. 25 de Julio de 2018. Giuseppe Verdi: La traviata. Diana Damrau (Violetta), Rachael Wilson (Flora), Alyona Abramowa (Annina), Charles Castronovo (Alfredo Germont), Simone Piazzola (Giorgio Germont), Matthew Grills (Gaston), Christian Rieger (Baron Douphol), Andrea Borghini (Marquis d’Obigny), Kristof Klorek (Doktor Grenvil), Long Long (Giuseppe), Boris Prýgl (Un sirviente), Oleg Davydov (Un jardinero). Coro y Orquesta de la Bayerisches Staatsoper. Asher Fisch, dirección musical. Günter Krämer, dirección escénica.
La Bayerische Staatsoper de Munich ha rescatado en su festival veraniego la producción que firmara Günter Krämer en 1993 y que, una vez vista, no se entiende tal reposición habida cuenta de su falta de interés. Profunda oscuridad por doquier y contados objetos a manera de símbolos aquí y allá: puertas de reservados en el primer acto, hamaca en el segundo, gran lámpara en la casa de Flora que aparece caída en el último acto con un colchón donde yace Violeta y que incluso cae en parte hacia el foso orquestal... Todo ello aderezado con algún efecto como la aparición de la hermana de Alfredo con su padre o el fogonazo final; por cierto con lamentable supresión de las frases conclusivas de los personajes que rodean a la protagonista. Tampoco hay un aporte sustancial por parte del vestuario, luminotecnia y dirección actoral que compense tal falta de ideas. El punto más bajo de la producción recae en el coro de las aquí inexistentes toreros y gitanas que se apiñan dando saltitos amortiguados; todo ello después de haber hecho el clásico trenecito que entra y sale por las puertas en el primer acto o haber sido grabado en su pasacalles carnavalesco del tercero.
Musicalmente el reclamo de la velada era la presencia de una Diana Damrau que ya no tiene la facilidad para la coloratura de hace unos años pero tampoco el grosor vocal que requiere Violeta. Así las cosas, tiró por la calle del medio con una interpretación esquizofrénica del personaje que le llevó a sobreactuar, tirar de efectos las más de las veces antimusicales y en demasiadas ocasiones con tendencia al grito. Prueba de ello fueron las frases anteriores al “Sempre libera”, con un inventado sobreagudo que, por abierto y rajado, devino en aullido; y todo para después no dar el tradicional del final de dicho fragmento. Minutos antes, en cambio, compuso un emotivo “Ah forse lui”, sin duda lo mejor de la noche, por sobrio y contenido, aunque fuese sólo por el contraste; emoción que lamentablemente echamos en falta durante el resto de la representación.
Charles Castronovo tiene una voz de importante volumen pero que suena de un color distinto en cada ataque y con un vibrato de partida que tardó en controlar. Luego, a base de arrojo y entrega convenció en su aria y cabaletta; lástima que no diera el sobreagudo final que hubiese dado a buen seguro sin especial dificultad y que habría coronado con brillantez la escena. Su presencia escénica, con aires de casanova mediterráneo, terminó por rematar una actuación que fue a más. Simone Piazzolla fue un Germont para el que parece demasiado bisoño por razón de edad. Su timbre claro, algo impersonal, y con poca carne vocal tampoco le ayudan a lo contrario. No obstante, acabó convenciendo con un lirismo de empaque y fraseo refinado. Muy cuidado el resto del reparto, de gran solvencia y profesionalidad.
La dirección de Asher Fisch sacó jugo a la fantástica orquesta de la Staatsoper muniquesa, con una impactante densidad sonora, particularmente por parte de las cuerdas. Su batuta aportó tensión (bien que con algunos timbalazos de más) y fraseo apropiados; fue precioso en este sentido el preludio del tercer acto, con un justo equilibrio entre prestancia tímbrica e intensidad dramática.
Fotografía: Bayerische Staatsoper.
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