Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 21-X-2018. Temporada de abono de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE). Juliane Banse (Tove), Simon O’Neill (Waldemar), Karen Cargill (La paloma del bosque), Wilhelm Schwinghammer (campesino), Barry Banks (Klaus el bufón), Thomas Quasthof (narrador). Director musical, David Afkham. Gurre-Lieder de Arnold Schoenberg.
Con el cuarto concierto de la temporada de la OCNE, volvieron a Madrid los Gurrelieder, una de las partituras más complicadas y paradójicas de la historia de la música. Su complejidad arranca en la propia gestación. El Arnold Schoenberg que comienza la composición de esta obra, basada en poemas de Jens Peter Jacobsen para presentarse a un concurso de la Asociación de Compositores de Viena en 1900, es un músico de 26 años con inquietudes pero que al fin y al cabo, todavía es un heredero de la gran tradición. Las dos primeras partes –sobre todo la primera– tienen una fuerte influencia wagneriana y en ella también encontramos muchos detalles clásicos. Poco después se va cansando de la complejidad en que se ha embarcado y, salvo contactos esporádicos, la abandona hasta 1910. Para en ese momento, Schoenberg ya es otro compositor. Su búsqueda de la atonalidad ya no tenía retorno. Es difícil volver atrás cuando has compuesto la Sinfonía de cámara, Op. 9, las Cinco piezas para orquesta, Op. 16 o la ópera Erwartung. Esa tercera parte que compone hacia 1911 camina en ese sentido. No es abiertamente atonal pero es mucho más mahleriana que wagneriana. Cuándo la obra está lista para estrenar, Schoenberg, aunque nunca renegó abiertamente de ella, está evidentemente en otra cosa.
El compositor Franz Schreker dirige el estreno en Viena en febrero de 1913, y al autor le produce sentimientos encontrados. Los Gurrelieder suponen quizás su mayor éxito, pero lo que le duele es triunfar con ellos mientras el público desprecia el resto de su obra. La obra se estrena, casi siempre con gran éxito, en distintos países. En los EE.UU. el encargado es Leopoldo Stokowski con su Orquesta de Philadelphia, quien pocos días después realiza la primera grabación. A Madrid tarda en llegar. Odón Alonso la estrena con la O.S.RTVE en 1976 también con gran éxito, y la misma orquesta la volvió a programar 10 años después de la mano de Arturo Tamayo. En 1990 la Orquesta Nacional seguía sin estrenarla. Se programó dentro del Festival de Otoño pero debido a ciertos problemas en los ensayos (el Auditorio Nacional estaba recién estrenado) se suspendió. Tras ello, tuvimos que esperar nueve años más para que la OCNE, de la mano de George Pehlivanian, la hiciera por primera vez en enero del año 2000. Las tornas han cambiado en el S.XXI y la orquesta ha vuelto a esta monumental partitura de la mano de Josep Pons y de Eliahu Inbal. Con todo, en la capital jamás olvidaremos la imponente versión que en 2009, el finlandés Esa Pekka-Salonen nos dio con su Orquesta Philharmonia.
¿Que tiene esta obra para impactar tanto en directo? En primer lugar esa sensación de ocasión única. Su monumentalidad es la que es, para lo bueno y para lo malo. Tienes mucho para asimilar, y aunque es muy difícil que todo fluya a la perfección, si las cosas buenas superan a las malas, sales satisfecho. Es lo que ocurrió el domingo 21 por la mañana.
La primera parte caminó por un sendero tranquilo. David Afkham arrancó firme, seguro, con la sensación de control que es habitual en él, y que prima en detrimento del empuje o de la tensión. Se notaba que era el tercer concierto del fin de semana. La obra estaba más ensayada y en su complejidad, te va llevando. En líneas generales la versión fue más solvente que efusiva, con un sonido orquestal casi lujurioso, donde hubo secciones –violonchelos, trompas o flautas– que lo bordaron, pero donde también hubo momentos de confusión y otros donde el sonido no tuvo el trazo de alquimista que –a pesar de los grandes medios sonoros requeridos– pide la partitura. La elección errónea de los dos solistas principales contribuyó sin duda a ello.
Los papeles de Tove y de Waldemar necesitan voces dramáticas, de gran caudal, capaces de enfrentarse a una orquesta de estas dimensiones. Voces del pasado como las de Inge Borkh, Jessye Norman, James McCracken o Siegfried Jerusalem. Si la parte de Waldemar es de extrema dificultad para un heldentenor de primera, difícil es poder sacarlo adelante con una voz como la de Simon O’Neill, muy liviana, sin la proyección necesaria, completamente sobrepasada por la orquestación de Schonberg. Los registros grave y central son muy pobres, y solo el agudo tiene cierta prestancia. Su fraseo tuvo cierto interés, pero su prestación global fue completamente insuficiente.
Algo mejor estuvo Juliane Banse, reputada liederista, con un fraseo pulcro y matizado, pero con una voz igualmente insuficiente para Tove. Lo que hemos podido admirar de ella en teatros pequeños como el de la Zarzuela, quedó aquí sobrepasado por la orquesta.
Así las cosas, y tras un interludio orquestal algo confuso, donde predominó la opulencia orquestal a la finura tímbrica –manca fineza que hubiera dicho Gulio Andreotti– tuvimos que esperar al final de la parte primera, a la preciosa canción de «La paloma del bosque» para contar con una voz de fuste y una prestación orquestal sobresaliente. La escocesa Karen Cargill, a pesar de su entrada con la voz encogida, no tardó más allá de su primer agudo –¡que malos son los conciertos matutinos para las voces!– para liberarla y mostrarnos una voz densa, oscura, muy atractiva, con empuje y con gran expresividad, que fue de lo más destacado de la mañana.
Tras una segunda parte donde O’Neill volvió a mostrar una insuficiencia pasmosa, en la tercera el Sr. Afhkam subió el listón. De entrada se encontró con un engolado Wilhelm Schwinghammer, incapaz de proyectar la voz y darle empaque a un personaje corto pero intenso como el del Campesino. Pero a continuación, con la presencia del Coro que estuvo intenso y por momentos excesivamente contundente, David Afhkam se esmeró en un mayor cuidado de la tímbrica y un mejor cuidado de las dinámicas, elevando significativamente la calidad global de su versión. El tenor británico Barry Banks fue un adecuado Klaus el bufón, resaltando la socarranería de su breve cometido. El último interludio orquestal fue de categoría y volvió a brillar especialmente la sección de violonchelos. Expectantes aguardábamos la intervención final del gran barítono Thomas Quasthoff, a quien muchos añoramos sus grandes liederabend. Puede que ya no esté para deleitarnos con sus canciones de Schubert o Strauss, pero en la página final de la obra, demostró no solo su enorme dominio del recitativo cantado sprechgesang sino que su voz coloreada continúa manteniendo un gran atractivo.
Éxito global premiado en los saludos finales con muchos aplausos y vítores por un público que disfrutó mucho, en una mañana en la que –por lo que algunos amigos me comentaron– todo funcionó mejor que viernes y sábado.
Fotografía: Rafa Martín/OCNE.
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