Por Raúl Chamorro Mena
Hamburgo. 4-II-2018. 11:00. ElbPhilarmonie. Ciclo de conciertos de la Philarmonisches Staatsorchester Hamburg. Serie Música y Ciencia. Extractos de Rosamunda, D 797 (Franz Schubert). Sinfonia n.º 9 'La Grande', D 944 (Franz Schubert). Ulla Hahn, narradora. Philarmonisches Staatsorchester. Director: Kent Nagano.
18:00. Staatsoper Hamburg. Fidelio oder die eheliche Liebe –Fidelio o el amor conyugal, Op. 72– [Ludwig van Beethoven]. Simone Schneider (Fidelio), Eric Cutler (Florestán), Falk Struckmann (Rocco), Werner von Mechelen (Don Pizarro), Narea Son (Marzelline), Thomas Ebenstein (Jaquino), Kartal Karagedik (Don Fernando). Chor der Hamburgischer Staatsoper. Philarmonisches Staastsorchester Hamburg. Dirección Musical: Kent Nagano. Dirección de escena: Georges Delnon.
Hamburgo es una ciudad de una gran tradición musical. Incluso cuenta con un Komponisten Quartier con museos dedicados a Telemann, Carl Philippe Emmanuel Bach, Adolf Hasse, Fanny y Felix Mendelsshon, Gustav Mahler y, cómo no, Johannes Brahms. Músicos todos ellos nacidos en la ciudad o bien que desempeñaron una importante labor en la misma. Esta importante vida musical ha venido a enriquecerse con la inauguración hace apenas un año de la impresionante Elbphilarmonie, un edificio prodigioso y emblemático dentro de la arquitectura civil contemporánea y que simboliza la solvencia alemana, muy por encima de su legendaria eficiencia, toda vez que el presupuesto, inicialmente de unos 80 millones de euros, se disparó hasta casi 800. Vamos como pasa en España y es que en todas partes cuecen habas. De todos modos, el edificio resultante es fabuloso. Con esa forma de barco sostenido en una estructura de ladrillo, parece que navega sobre el Elba junto a las demás embarcaciones que acceden al importantísimo puerto de Hamburgo, antigua capital de la Liga Hanseática. Impactante por fuera desde todas las distancias, con esas cristaleras cambiantes según el reflejo del Sol, también lo es por dentro. Las larguísimas y angostas escaleras mecánicas confieren una sensación de refugio atómico o metropolitano antiguo que enseguida cede ante la impresión de estar accediendo a un fascinante falansterio. Efectivamente, además de las dos salas, pequeña y grande, para música de cámara y sinfónica, encontramos un hotel, apartamentos, restaurantes, tiendas y un corredor que rodea el edificio y desde el que se disfrutan hermosas vistas. A un lado el puerto, al otro la ciudad, con las torres, sus edificios principales y los campanarios de sus iglesias.
En la Elbphilarmonie tiene también su ciclo de conciertos la Philarmonisches Staatsorchester, la orquesta titular de la Opera de Hamburgo que dentro de la serie Música y Ciencia dedicaba el de esta mañana de Domingo al agua, tan fundamental en la ciudad de Hamburgo. Con su titular al frente, Kent Nagano, que junto a la función de Lulú del día anterior y la de Fidelio de ese mismo Domingo por la tarde remataba un primer fin de semana de febrero de plena actividad, se ofreció un programa dedicado íntegramente a Franz Schubert. En primer lugar, una selección de la música incidental de Rosamunda, Princesa de Chipre, que sobre el texto homónimo de Helmina von Chézy se estrenó en Viena 1823, y que se interpretó con la obertura de Die Zauberharfe (El arpa mágica) como colofón. Se sustituyó la intervención solista de cantantes, normalmente una mezzo, por una dramaturgia consistente en unos textos de Ulla Hahn narrados por ella misma con la colaboración de cinco infantes, lo cual se encardina dentro del carácter didáctico de estos conciertos de domingo. Las rugosas planchas de fibra de yeso proveen de una estupenda acústica a la sala, en la que se asentó el sonido limpio y luminoso de la notable orquesta dirigida con su habitual minuciosidad por Nagano en un Schubert de gran claridad y ligereza. Destacó el entreacto III, una especie de pequeño concierto para las maderas con tapiz de la cuerda, el danzable ballet y, sobre todo, la interpretación final de la obertura de Die Zauberharfe. La segunda parte del concierto la ocupó la espléndida Novena (octava en algunos catálogos) Sinfonía, llamana 'la Grande', del genial compositor vienés. El sonido compacto de la tradición germánica morigerado por la batuta de Nagano no tuvo un solo trazo de pesantez, el equilibrio y la coherencia de los tempi fueron irreprochables, la articulación impecable, las inspiradísimas melodías fueron expuestas con la habitual claridad, las maderas, especialmente el oboe, alcanzaron un altísimo nivel, pero como siempre me pasa con Nagano, me faltó algo. Una mayor fantasía, una mayor presencia del elemento subjetivo de la emoción... Una pequeña crítica. No puede ser que se construya un edificio tan imponente, con una programación de conciertos tan atractiva, abierta al mundo y en la que las visitas de aficionados foráneos son abundantes y el programa de mano esté exclusivamente en alemán. Como mínimo, debería figurar también en inglés.
Más arriba ya se ha hecho alusión a la especial relación de Gustav Mahler con la ciudad de Hamburgo, pues fue Director de la Opera Estatal entre los años 1891 y 1897. Nos lo recuerda un busto en el foyer de la Hamburgisches Staaatsoper, así como una placa con su efigie en el exterior del edificio. Fidelio fue una de las óperas que Mahler dirigió en ese periplo y volvía al escenario de la Opernhaus de la capital Hanseática mediante una nueva producción a cargo de su actual intendente Georges Delnon. En esta ocasión se sitúa la acción en la época Soviética. Rocco y Pizarro son altos funcionarios del sistema dictatorial, el propio Florestán parece que lo fue y ahora ha caído en desgracia. Ese enamoramiento de Marzelline (que cimbrea ridículamente las caderas en su aria) hacia Leonora, travestida como Fidelio, y su pertinaz rechazo de Jaquino se envuelven en la ambigüedad sexual. En fin, se escuchan ladridos de perros, que se supone custodian a los prisioneros, cada vez que se abre una puerta y abundantes legajos que simbolizan esa opresiva y corrupta burocracia propia de los regímenes totalitarios. En resumen, un montaje más bien vacío, sin ideas y sin norte, pero que permite seguir más o menos la obra, que pertenece a un género como es el de la ópera de rescate y que cuenta con una fibra dramática discutible. En esta única ópera de Beethoven predomina su genial música, más sinfónica que teatral. Ese triunfo de la luz, de la justicia, de la libertad, que es fundamental tanto en Fidelio como en, prácticamente, toda la obra del genio de Bonn no termina de estar bien encardinado teatral y dramáticamente. Kent Nagano, que completaba su tercera actuación del fin de semana, abría la obra con la Leonora III en lugar de la obertura de Fidelio y garantizó y organizó convenientemente el equilibrio, las proporciones, la claridad y un buen sonido orquestal, aunque no tan pulido y sin la perfección musical que demostró en Lulú (producción mucho más rodada), pero no nos condujo por la senda de la tensión y el pulso teatral hacia esa victoria de la paz, la justicia y la libertad. Interesante la Leonora de la soprano Simone Schneider, de voz robusta y bien emitida, apreciable en el centro y con un agudo pleno y bien timbrado. Cierta debilidad en el grave y la falta de un mayor temperamento en lo intepretativo no empañaronn la prestación de una soprano que, además, cuida la línea de canto como pudo comprobarse en la buena interpretación que ofreció de su gran escena y aria del acto primero, sumamente complicada. Florestán fue Eric Cutler (que sustituyó a un indispuesto Christopher Ventris) y que con su timbre sin interés, y agudos apretados, salvó la papeleta con corrección y dignidad. Falk Struckmann aún es capaz de sustentar un sonido amplio, potente y caudaloso, y de dar un especial relieve a Rocco hasta el punto de convertirlo en un protagonista más y –junto a Schneider– ser el mejor cantante de toda la velada. La soprano coreana Narea Son con un material muy modesto también sacó adelante con profesionalidad y dignidad la sustitución de última hora de la también indispuesta Melissa Petit. Muy gris, con ese timbre árido, mate e ingrato, el Pizarro de Werner von Mechelen, muy desdibujado, asimismo, en lo interpretativo. Una cosa es no hacer un malo excesivamente torvo o caricaturesco y otra, parecer fraternal. Lo mejor que puede decirse del Jaquino de Thomas Ebenstein es que no fue el típico tenor de timbre anémico, blanquecino y linfático que tantas veces encontramos en este papel, aunque la emisión retrasada y el timbre sofocado e ingrato rebajaron la nota.
Fotografía: Arno Declair.
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