El contratenor español ofrece un recital que trasciende lo puramente musical, obligando al público asistente a plantear una visión diferente de un concierto al uso de música sacra.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 07-IV-2018. Iglesia de las Mercedarias Góngora. Ciclo El canto de Polifemo. En alas del espíritu. Música contemplativa occidental. José Hernández Pastor.
Me alegré especialmente de ver a José Hernández Pastor de nuevo sobre un escenario, tras varios años en los que no coincidíamos. Me parece uno de los contratenores más interesantes de su generación –y no solo en España–, pero sin embargo parece que en los últimos años su carrera interpretativa parece estar pasando por ciertas complicaciones. Por ello, ver que es capaz de plantarse en el ciclo El canto de Polifemo, pertrechado únicamente con sus sutilezas vocales y ese profundo mundo interior y espiritual que posee, para presentar una de las propuestas más arriesgadas que recuerdo sobre un escenario en los últimos años, es motivo de regocijo. Así lo debió de entender buena parte del público asistente, que literalmente rebosó los bancos de la magnífica Iglesia de las Mercedarias Góngora, en pleno centro de la capital madrileña.
En alas del espíritu. Música contemplativa occidental. Así rezaba el título de esta propuesta, una propuesta que sin duda resultó tan sorprendente como necesaria. Me explico. Sorprendente porque no es habitual escuchar un recital a voz sola, sin acompañamiento alguno, y más aún de una voz como la de contratenor, más relacionada con otro tipo de recitales. Sorprendente también por ofrecer un programa íntegramente compuesto por canto gregoriano que, salvo ciertas excepciones, tampoco es tan habitual en el panorama musical de este país –aunque tampoco se puede decir que extraño–. Y por último, sorprendente porque su duración, unos cuarenta y cinco minutos, está lejos de lo que se espera de un concierto hoy día; a pesar de lo cual –teniendo en cuanta que puede pensarse: voz sola, canto gregoriano… ¡qué peñazo!– el tiempo se hizo corto y, personalmente, me quedé con ganas de más. Necesario también por varias razones: I. el concierto fue más allá de lo estrictamente musical, buscando en el público una especie de sensación de contemplación, introspección y recogimiento que no es habitual en pleno siglo XXI; II. se obligó al público a prestar toda su atención, sin aplausos y casi en la precisa incomodidad que fomenta la escucha de una voz sola, que juega de manera muy inteligente con los silencios de notable duración.
Conformado en su mayoría por cantos gregorianos extraídos del Graduale Triplex, se ofrecieron cánticos para el introito, el gradual y la comunión, así como aleluyas, responsorios, lecturas y secuencias que sirvieron para armar los cuatro bloques, casi a la manera de movimientos, en los que se estructuró la velada: I. La luz. De la esperanza en la certeza; II. Nacer, renacer; III. El carisma milagroso; IV. En alas del espíritu. En palabras del propio contratenor: Un asistente sentado en un banco de la reverberante iglesia asiste a un concierto de gregoriano inspirado, mientras la persona de al lado respira convencida de que se le ofrece una vivencia contemplativa, y detrás observan cómo se cantaban los melismas en esta época antes de la normalización de Solesmes… Otro reflexiona que pocas veces ha escuchado piezas sin ver al intérprete en todo momento delante, en un escenario al uso… Y la respiración común se va serenando, en alas del sonido y gracias al silencio. Y ya sólo viajan hacia sí mismos… En alas de su Espíritu. Se combinaron melodías gregorianas célebres, como Ad te levavi [modo VIII], Hæc dies [modo II] o Lux fulgebit [modo VIII]; con lecturas [Lectura del profeta Isaías, 2] que ofrecen una visión de esa manera de cantar sobre una cuerda de recitación –nota incesante de la que se parte y la que se vuelve en todo momento–, y que para la contemplación resulta de gran ayuda, casi como si de un mantra se tratase; e incluso cantos que han permanecido inéditos hasta este concierto, con la que supone ha sido primera interpretación en tiempos modernos de Dat virtutis argumentum [modo VII], extraída de un manuscrito del siglo XIII, gracias a la colaboración del especialista, medievalista y Catedrático de Musicología en la Universidad de Oviedo, Ángel Medina.
Ataviado con ropajes de un blanco inmaculado, con su larga melena cubriendo sus hombros y recorriendo gran parte de su espalda, la comparación con la figura de Cristo que se ha perpetuado en Occidente era inevitable. José Hernández Pastor es un contratenor de timbre bellamente pulimentado sobre la redondez y la homogeneidad en el registro. Si es bien cierto que la extensión y el registro de las piezas le son cómodas, la voz de Hernández Pastor corre de manera fluida y evoca una profunda paz interior. Persona de firmes convicciones meditativas –a través de la práctica del yoga–, este programa es un ejemplo realmente imponente de lo que es este cantante. Los movimientos por la iglesia, el canto desde lugares ocultos –que obliga al espectador de nuevo a otra incomodidad en relación a las convenciones escénicas de la actualidad– y la belleza de las obras seleccionadas, interpretadas con una calidad vocal y trascendental realmente impactantes, hicieron de este evento algo sorprendente y único. A pesar de la exigencia presentada al público, este respondió con cierta solvencia, aunque, ante tanto silencio, los terribles ruidos que en grandes salas molestan poco, se volvieron aquí tan incesantes y desquiciantes que provocaron el enfado en más de un espectador. Inevitable guion que el siglo XXI escribe cada día en nuestras vidas, que hace todavía más necesarias propuestas como esta... Un éxito para este cantante, al que espero poder con mayor asiduidad sobre la escena, y para este ciclo, que se está poco a poco asentando como una de las citas de gran interés en el saturado panorama musical madrileño.
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