Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Madrid. 18-V-2018. Auditorio Nacional de Música, sala sinfónica. XLV Ciclo de Grandes Autores e Intérpretes de la Música. Centro Superior de Investigación y Promoción de la Música. Obras de Ludwig van Beethoven, Johannes Brahms y Piotr Ilich Tchaikovsky. Joaquín Achúcarro (piano). Orquesta Sinfónica de Euskadi, Gilbert Varga (dirección).
En los conciertos para piano de Beethoven hay menos música y más artificio que en sus sonatas, y probablemente el cuarto de los cinco sea uno de los menos agraciados. Cuidado; que no se me malinterprete aquí. Beethoven vierte su genialidad en cada obra que escribe, incluso en las más insignificantes bagatelas; pero cualquier oyente avisado es capaz de percibir en el Cuarto una abundancia de pasajes —ciertamente difíciles— que suspenden, a veces irritantemente, el desarrollo fluido y natural de las ideas motívico-temáticas. Pese a todo, cuando es el maestro Joaquín Achúcarro quien se enfrenta a la partitura, no podemos evitar pensar que se trata de un acontecimiento importante que merece la pena ser presenciado. No hace mucho que tuvimos la ocasión de estar entre el público del concierto conmemorativo de su ochenta y cinco cumpleaños, en el que el pianista bilbaíno interpretó los dos conciertos para piano y orquesta de Maurice Ravel. Fue un concierto fantástico y su versión de ambas obras del francés supo no sólo convencer, sino conmover a un auditorio abarrotado. Hoy debo referirme a su intervención en el cuarto de Beethoven en términos menos elogiosos, debido en parte a un sonido algo confuso en ciertos pasajes en los que, además, el balance solista-orquesta no ayudó. En conciencia no puedo decir que Achúcarro hiciera una versión limpia del cuarto, aunque hubo momentos realmente interesantes en el segundo movimiento, cuando pudimos disfrutar de todo el lirismo del pianista y de su legato fantástico. Vayamos, pues, por partes.
La Orquesta Sinfónica de Euskadi, dirigida por Gilbert Varga, abrió la velada interpretando la Obertura Académica de Johannes Brahms, en una clara alusión al título de doctor honoris causa que Achúcarro había recibido el día anterior al concierto. Se trata de una obra jubilosa y colorida, que finaliza con una brillante mención del famoso Gaudeamus y que lució radiante y poderosa en la interpretación de Varga, con la ayuda de los maestros de la orquesta. Fue después el turno de Achúcarro y de un Beethoven que, como ya anunciábamos al comienzo de estas líneas, no estuvo exento de cierta turbidez y confusión en algunos pasajes. Beethoven exige un grado de claridad y sincronía que por momentos pareció perderse durante el primer movimiento. El segundo transcurrió en un maravilloso clima cantábile que sin duda puso de manifiesto la capacidad de Achúcarro para hablar con el piano. El tercer movimiento fue ágil y dinámico, y aunque su carácter fue el adecuado de nuevo pudimos ser testigos de algunos momentos de imprecisión. Nada que no compensara su energía, que parece inagotable pese al paso de los años. El público así supo verlo y recompensó larga y cálidamente al solista, que ofreció como regalo un emocionante e íntimo Intermezzo Op. 117, nº1, de Brahms que consiguió llenar la sala de un silencio tierno y noble.
La segunda parte estuvo ocupada totalmente por la monumental Sinfonía n.º 4 de Tchaikovsky. Saben los lectores que tampoco es el ruso uno de mis compositores de cabecera, pues sus ingeniosas ideas quedan a menudo agotadas en sí mismas durante unos desarrollos que parecen perder el rumbo del discurso. No obstante, esta cuarta sinfonía exhibe una estructura coherente y la grandeza de sus movimientos se debe en parte a esta cohesión de los materiales musicales. Debemos destacar la impecable pronunciación del hermoso tema que vertebra el segundo movimiento. Cada una de las secciones de la orquesta que intervienen desgranando dicho tema lo hizo con honda expresividad y carácter individual, lo que ayudó a que cada repetición fuese única. El divertido pizzicato al unísono del tercer movimiento fue ejecutado con precisión por todas las cuerdas, y no faltó el impetuoso y necesario brío para salir con éxito del movimiento final. A este respecto tuvo mucho que decir la fantástica sección de viento metal, que con su poderoso sonido consiguió extraer de la partitura la energía y la fuerza adecuadas. La conclusión fue tan brillante que mereció un larguísimo aplauso por parte del respetable madrileño.
Un concierto en el que Tchaikovsky y Brahms fueron los protagonistas, de mano de una brillante y sólida Orquesta Sinfónica de Euskadi, y en el que el maestro Joaquín Achúcarro no mostró su mejor piano, aunque no es menos cierto que hubo momentos verdaderamente hermosos de delicado lirismo pianístico. Nadie duda de las tablas, del talento y del buen hacer de Achúcarro, nada más lejos de la realidad que eso, pero incluso los más grandes representantes del talento musical tienen, humanamente, días mejores y días peores. Esto es un consuelo, no obstante, para los que —por desgracia— nunca seremos como ellos.
Fotografía: achucarro.com
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