Por Álvaro Menéndeez Granda | @amenendezgranda
Madrid. 26-II-2018. Auditorio Nacional de Música, Sala sinfónica. Ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo. Grigory Sokolov, piano.
El pasado 26 de febrero, Grigory Sokolov actuó en el Auditorio Nacional de Música dentro del ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo. Para aquellos que amamos el piano –aunque a veces resulte aterrador cuando aguarda paciente y altivo en el escenario– Sokolov es la referencia. Mi colega, el también pianista y profesor Juan José Silguero, comentaba después del recital del maestro ruso cómo los demás grandes intérpretes, admirables y envidiados por nosotros –pobres mortales–, palidecen en comparación con el genio de Sokolov, que es capaz de hacer desaparecer el piano y pulverizar todas aquellas trabas que el instrumento pone a la propia música. No podría sino coincidir plenamente con su juicio, y cada día que pasa estoy más convencido de que en sus conciertos se obra una suerte de pequeño milagro.
El programa elegido por el maestro para esta ocasión hacía coincidir en la misma velada a Haydn y a Schubert, dos grandes clásicos que, pese a vivir tras las sombras proyectadas por Mozart y Beethoven respectivamente, crearon auténticas maravillas musicales y pianísticas de las que un servidor disfruta tanto como de las mejores perlas del de Salzburgo y el de Bonn. En este caso Sokolov eligió para la primera parte tres sonatas de Haydn, la Hob. XVI/44, la maravillosa Hob. XVI/32 y la Hob. XVI/36. Todas ellas fueron interpretadas con la maestría impecable, la técnica sobrecogedora y el sonido perfecto que caracteriza al pianista ruso. Quien suscribe juraría que escuchó una nota falsa, pero no lo malinterpreten, no se trata de un reproche sino más bien de lo contrario: un hermoso recordatorio de que el maestro también es humano y se equivoca, algo que su perfección musical por momentos nos tienta a olvidar. Fue especialmente brillante la versión de la Hob. XVI/32 en si menor, una sonata de las más frecuentadas en los conservatorios –y por ende, de las más maltratadas– pero que cuando se interpreta como lo hace Sokolov recupera de nuevo ese lustre elegante y refinado que recubre la producción pianística de Haydn.
Tras el intermedio llegó el turno de los cuatro Impromtus, D935, de Schubert. La versión ofrecida por Sokolov, etérea, transparente y casi sinfónica de estas cuatro maravillas schubertianas, destacó por la capacidad del ruso de hacer que los acordes no pareciesen golpes de macillo sino suaves transiciones entre sonidos. Como decíamos antes, pulverizar uno de los límites más básicos del piano, su incapacidad para el legato. Algo que nunca antes habíamos escuchado hacer a nadie. Temo que estas líneas estén próximas a su término, porque poco más puede decirse sin caer en la la mera concatenación de hipérboles. Tan sólo queda añadir que, como es habitual, el pianista ofreció seis bises que sumaron una tercera parte al programa previsto. Pareciera que, para contrarrestar su negativa a entrevistas y a grabaciones, se obligase a pasar sobre el escenario más tiempo que ningún otro pianista. Sea como sea, lo que es indiscutible es que cada vez que Sokolov toca, los demás debemos guardar un respetuoso silencio y dejar que nos envuelva la música, que nos lleve con ella y que se obre, una vez más, el milagro.
Fotografía: Klaus Rudolph.
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