Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
San Francisco. 01-VII-2018. War Memorial Opera House. Götterdämmerung (Richard Wagner). Ronnita Miller (Primera norna), Jamie Barton (Segunda norna / Waltraute), Sarah Cambridge (Tercera norna), Iréne Theorin (Brünnhilde), Daniel Brenna (Siegfried), Brian Mulligan (Gunther), Andrea Silvestrelli (Hagen), Melissa Citro (Gutrune), Falk Struckmann (Alberich), Stacey Tappan (Woglinde), Lauren McNeese (Wellgunde), Renée Tatum (Flosshilde). San Francisco Opera Orchestra. Dirección escénica: Francesca Zambello. Dirección musical: Donald Runnicles.
Arde el Valhalla y termina El anillo del nibelungo y, con él, la temporada 2017/2018 de la San Francisco Opera, que ha dedicado a esta magna obra toda su programación de primavera-verano —esta compañía divide sus años de actividad en una temporada de otoño y otra de verano—. Han sido tres intensas semanas wagnerianas, que han visto no solo tres ciclos completos, sino todo un festival organizado alrededor de las óperas. Charlas introductorias, cursillos intensivos, mesas redondas con artistas, proyección de películas y varios foros monográficos sobre aspectos dramatúrgicos y musicales de la obra han complementado las funciones, junto con una exposición fotográfica sobre la ilustre historia del Ring en la ciudad de la bahía. Claramente, a pesar de la frecuencia con la que se monta la tetralogía en la ciudad, la San Francisco Opera no ve estas funciones como una actividad de rutina y está orgullosa de su linaje wagneriano. A tenor de lo visto esta semana, este orgullo está bien justificado. Pero antes de hacer una valoración global, conviene comentar los detalles del Götterdämmerung, la última jornada.
Continúa el ambiente de desolación ya observado en Siegfried. El pacto con la naturaleza se ha roto por completo, los bosques están muertos, los ríos secos y parece que no hay más líquido que la gasolina (y las pociones de Hagen). Por si el inerte paisaje fuera poco, las salas de los guibichungos son además un monumento al mal gusto, el frío metal complementado solo por horteras taburetes de piel de leopardo. Las nornas viven en el interior de un enorme centro de cálculo, detrás de una pantalla translúcida con la imagen de un chip gigante, y los hilos del destino son cables informáticos —incluso en los sobretítulos, la menos sutil de varias «traducciones libres», todas innecesarias en mi opinión—. La mejor escena es seguramente el lecho del Rin, en el que las ondinas, vestidas andrajosamente, se afanan en la fútil tarea de limpiar las ingentes cantidades de basura acumulada. Aquí, como en el Rheingold, el agua del río se evoca mediante densas nubes de vapor. Pero si en el prólogo los personajes estaban totalmente sumergidos en este vapor, en esta última jornada la densa niebla apenas les llega a las rodillas, lo cual sugiere elegantemente la desecación del río. Como en las anteriores óperas, los interludios orquestales están acompañados de atractivas proyecciones, que refuerzan el mensaje de degradación ecológica.
De nuevo la puesta en escena de Francesca Zambello es visualmente impresionante y ofrece escenas de gran impacto dramático. No solo la ya mencionada, sino también la crucial inmolación final, llevada a cabo con la espectacularidad demandada. Zambello opta por acabar el ciclo incidiendo en el mensaje de renovación y esperanza: una niña entra en escena durante la coda final y planta un retoño que se convertirá en el nuevo Fresno del mundo. Se completa así una producción muy estimable, visualmente impecable y que ambienta bien cada escena, además de transmitir bien su mensaje central sobre la ruptura de un pacto con la Naturaleza y las cataclísmicas consecuencias que ello conlleva. Sin embargo, como he comentado en anteriores entregas, otros mensajes secundarios no llegan a cuajar e incluso llegan a perjudicar el flujo narrativo. En este Ocaso la sociedad de los guibichungos se muestra como violentamente misógina y sus mujeres se toman su venganza al final, matando a Hagen. La escena en sí funciona pero al mismo tiempo parece fuera de lugar. Asimismo, a lo largo del Anillo parecen hacerse alusiones a la historia estadounidense, pero no de manera suficientemente clara como para realmente aportar algo. Como ejemplo, en el medio de la espectacular escena de las valquirias paracaidistas de Die Walküre, los guerreros que transportan son fotografías en gran formato de soldados caídos en las principales guerras de los EE.UU. Este homenaje no casa con el tono general más desenfadado del resto de la producción y de la escena en particular. La dirección de actores también pecó de poco detallista y los movimientos escénicos en ocasiones fueron discutibles —cantantes no agraciados con grandísimas voces se vieron obligados a desgañitarse desde posiciones complicadas—. Tenemos, en el cómputo global, una interesante y visual producción del Anillo, a la que le falta algo más de pulso dramático para ser verdaderamente redonda.
Si la dirección escénica no llegó a superar las cotas alcanzadas en el Oro del Rin, la musical fue yendo a más y aumentando la intensidad constantemente. Es reseñable el hecho de que Donald Runnicles fuera recibiendo ovaciones cada vez más intensas y prolongadas al entrar en el foso al inicio de cada función. Ovaciones extensivas a su orquesta, que rindió a un nivel altísimo durante todo el ciclo, con una gran paleta de colores. La coda final recibió una interpretación verdaderamente memorable. En un buen detalle, al final de la función, la orquesta subió al escenario para recibir más directamente los aplausos del agradecido público. Kevin Rivard incluso saludó entre los cantantes con su trompa, con la que se había distinguido interpretando las llamadas de cuerno de Siegfried (y mucho más). En conjunto, una lectura orquestal que se ha movido entre el notable alto y el sobresaliente, muy atenta a los cantantes, con gran intención detrás de cada movimiento pero si acaso con alguna pérdida puntual de pulso dramático.
El reparto no decayó de su muy satisfactorio nivel de anteriores jornadas. El prólogo de las nornas, una de mis escenas preferidas, fue especialmente bueno. De la primera y segunda nornas —Ronnita Miller y Jamie Barton— ya esperábamos un alto nivel dados sus desempeños anteriores como Erda y Fricka. Pero sorprendió también la joven Sarah Cambidge, miembro del programa Adler de perfeccionamiento de la SF Opera. El otro terceto femenino, las tres ondinas, ofreció también mucho carácter, como ya lo había hecho en el Oro del Rin.
Entre los principales, y como no debía ser de otro modo, la función perteneció a Iréne Theorin. La sueca hizo gala de sus galones como wagneriana y en este Ocaso pudo desplegar todas sus armas. Con una auténtica voz de soprano dramática y agudos con mordiente, sin perder flexibilidad, recorrió un amplio abanico de emociones con total solvencia, culminando en una inmolación en la que proyectó una gran dignidad y autoridad. Su escena con Waltraute —Jamie Barton doblando papel— ofreció juntas a las seguramente dos mejores cantantes del elenco y, por lo tanto, supuso uno de los puntos álgidos de toda la Tetralogía. Theorin hace además varios encomiables intentos por apianar la voz, aunque hay que decir que en estos pasajes el timbre pierde mucha calidad y proyección. Salvo esta pequeña matización, debemos hablar de un triunfo en toda regla.
Daniel Brenna puso todo su empeño en Siegfried, aunque se vio en dificultades por su reducido volumen y la desaforada longitud del papel. En este Ocaso tuvo las cosas más fáciles y sus resultados mejoraron en consecuencia. Al igual que en la anterior jornada, su punto fuerte fue la caracterización, que en esta función alcanzó un nivel excelente en el relato de sus hazañas a los guibichungos, escena en la que hizo gala de una actuación detallista y entusiasta. En el plano estrictamente musical, hubo momentos de apropiado lirismo, como su interacción con las doncellas del Rin y su muerte. Un Siegfried muy a tener en cuenta.
Entre los villanos, fue una delicia poder volver a escuchar el Alberich de Falk Struckmann, que introduce en los sueños del Hagen de Andrea Silvestrelli —y, en esta producción, en su cama, en un nuevo detalle poco claro—. Silvestrelli, por su parte, tiene la considerable virtud de ofrecer un personaje imponente, que no cuesta creer que esté manipulando a toda una sociedad. Su sonoridad en el registro más profundo fue una buena baza, aunque, como en su Fasolt, se mostró ayuno de precisión y musicalidad.
Gunther y su hermana Gutrune pueden ser personajes relativamente poco agradecidos de interpretar pero en este caso llegamos a conectar bastante con ellos. Parte del mérito lo tiene la dirección escénica, pero sobre todo hay que destacar las carismáticas interpretaciones de Brian Mulligan y Melissa Citro. El barítono se vio beneficiado además por una voz que se combinó de manera muy gratificante con la de su «hermano de sangre» Brenna y que hizo un buen contraste con el resonante bajo de Silvestrelli. Al igual que Mulligan —a quien habíamos visto como Donner— Citro había entrado ya en la Tetralogía en un papel menor —Helmwige—. Como Gutrune, hizo gala de una voz de cierto brillo y de notables dotes actorales.
En definitiva, hemos podido presenciar un Anillo de muy alto nivel, en el que la compañía de San Francisco ha funcionado como una máquina bien engranada desde los figurantes y tramoyistas —con sus rápidos cambios de escenografías complejas— hasta la orquesta y solistas. Cualquiera que asistiese habría podido adivinar que estos no eran sus primeros Anillos —de hecho, entre los asiduos del War Memorial Opera House se comentaba en cada descanso la subida de nivel desde la edición de 2011, también con Runnicles—. Han sido unas funciones que quizás no han girado en torno a una gran personalidad en el foso o sobre el escenario, pero que han conseguido la más difícil distinción de mantener un muy alto nivel uniforme durante toda la tetralogía, sin verdaderos puntos débiles. Un Anillo memorable, en el que el todo ha sido más que la suma de las partes.
Fotografía: San Francisco Opera/CoryWeaver.
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