El excepcional conjunto italiano afronta un concierto mediocre para lo que se espera de una temporada musical de esta importancia, volviendo a poner en escena unas Estaciones vivaldianas con más falso virtuosismo que sustancia, en una interpretación que nada aportó a lo ya escuchado en ocasiones precedentes.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 07-X-2018. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Gloria e Imeneo y Le quattro stagioni, de Antonio Vivaldi. Vivica Genaux • Sonia Prina • Europa Galante | Fabio Biondi.
Desde luego, no se puede decir que el concierto inaugural de la última temporada del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] que ha programado Antonio Moral haya sido lo que se deseaba para una ocasión de esta importancia, pero tampoco que no fuera lo que se esperaba de ella. Esta cita, protagonizada por uno de los adalides de la música barroca en los tiempos de Moral en el CNDM, Fabio Biondi –que no necesita, por su calidad musical, de ningún cicerone que le allane el camino–, ha servido como una descripción absolutamente gráfica de todo aquello que el –ahora ya saliente– director de este centro ha llevado a cabo durante todos estos años al frente de la institución: grandes nombres, grandes obras del repertorio, programas entre poco y nulo sentido, y alguna que otra concesión para los oídos más exigentes. A priori, situar en una misma velada dos obras como la serenata Gloria e Imeneno y como los cuatro conciertos para violín más célebres de la historia carece de sentido, al menos más allá del de atraer a un público poco habitual por medio del atractivo instrumental de Antonio Vivaldi (1678-1741), o a aquel más asiduo del ciclo y más interesado en la rareza vocal de la velada. En cualquiera de los casos, una jugada maestra. Parece que las ansias por atraer al gran público de forma masiva a la sala grande del Auditorio Nacional puede más que el sentido de la responsabilidad que el que programador tiene y ha de tener para con la cultura de su país.
¿Quieren que les cuente en qué manera se reflejó, por ejemplo, la presencia de las Estaciones vivaldianas entre el público? Pues sin ir más lejos, y como anécdota con más poca gracias que otra cosa, en el padre con sus dos hijos, los cuales tuve todo el conciertos dos asientos a mi derecha: el niño más pequeño se pasó toda la primera parte dormido –claro, ¿a quién se le ocurre llevar a un crío a escuchar una serenata; si no fuera por las Estaciones…–; la niña, algo más mayor –que se aburría como un mono capuchino en una partida de damas chinas–, se pasó toda la segunda parte –se ve que los celebérrimos conciertos del Prete Rosso no le motivaron lo suficiente– pegando brincos en su asiento, hablando con su padre, que por supuesto no se dignó a negarle la mayor en ningún momento, y tosiendo de manera ostentosa en los momentos más inoportunos. Imagino que otras situaciones similares se repitieron en otros puntos de la enorme sala madrileña.
En cuanto a lo puramente musical, de haber presenciado una interpretación memorable de alguna de las obras, quizá el enfado por todo lo acontecido se hubiera mitigado, pero temo que no fue el caso. Hay que alabar, por pura justicia interpretativa, la calidad superlativa como conjunto de Europa Galante, que a estas alturas no tiene por qué justificarse ante nada, ni para bien ni para mal. Personalmente, considero que volver una y otra vez a las Cuatro estaciones no le aporta nada bueno a su historia, pero también comprendo que hay otros alicientes y circunstancias a tener en cuenta cuando se gestiona un ensemble. Gloria e Imeneo, RV 687, es una de esas serenatas circunstanciales de las que Vivaldi compuso con cierta profusión, a pesar de que varias se han perdido. Compuesta para los esponsales de Louis XV y Maria Karolina Zofia Felicja Leszczyńska en 1725, desde luego nada de ella hay de música francesa, sino un absoluto despliegue del más absoluto y personalísimo sonido vivaldiano, que se hace notar en unas arias –varias de ellas tomadas de obras precedentes– sustentadas por la cuerda, que son, en algunos casos, pura belleza y un dechado de la exigencia vocal a la que Vivaldi solía someter a sus cantantes. Por lo demás, el texto carece por completo de interés, y la estructura se conforma con una sencilla estructura de recitativo-aria, en el que cada uno de los dos personajes se van intercalando su participación. Interesante la intrusión de dos dúos hacia el final de la serenata, de interesante concepción vocal y curioso planteamiento –lo habitual es que un dúo cierre la obra, pero no tanto que le precede otro unos pocos minutos antes–.
Magnífico el desempeño aquí del conjunto italiano, conformado para la ocasión únicamente por la cuerda y el continuo, con una formación nutrida [4/3/2/2/1+tiorba+clave] que logró un empaste tan compacto, una afinación tan brillante y un balance tan pulcro, que sin duda fueron los responsables de los momentos más interesantes de toda la velada. En cuanto a las voces protagonistas, ni Vivica Genaux ni Sonia Prina son dos de las cantantes con una línea de canto más natural, pero sí buenas especialistas vivaldianas. De sonido pequeño y poco proyectado para las exigencias de la sala, tampoco descollaron por la dicción de su texto –mejor Genaux que Prina–, ni por la expresividad de su línea de canto. Prina, que tiene un timbre más natural y un registro medio-grave más consolidado, presenta una notable tendencia a enrarecer su fraseo con elementos extraños al canto, los cuales parece no poder evitar. Por lo demás, su coloratura se vio notablemente afectada en las arias de mayor exigencia, lo que se plasmó en una falta de sincronía notable con la orquesta en varios momentos. Por su parte, Genaux, que tiene una facilidad para la coloratura pasmosa –a pesar de que llevarla a cabo a golpe de mentón–, presentó una emisión engolada y en ciertos momentos una falta de delicadeza en su línea. A pesar de todo, pudieron ofrecer algunos momentos notables, especialmente en los dos dúos hacia el final de la serenata.
Pasado ya el plato de relleno, llegaba lo que realmente congregó allí a buena parte del público. Nada puede decirse a estas alturas de las célebres Quattro stagioni, esos cuatro conciertos [RV 269, 293, 297 y 315] que fueron publicados dentro del Op. VIII vivaldiano, Il cimento dell’armonia e dell’inventione, salvo quizá que –como siempre sucede con las grandes obras que han engrosado las listas de eso que llamamos canon musical– su fama ha terminado por oscurecer la verdadera calidad intrínseca de las composiciones –en las que el maestro veneciano explota de manera sobresaliente el género del concerto representativo o concerto figurato–. Que se trate de conciertos en cierta manera tan extraños al propio corpus concertístico del veneciano, con ese aporte programático de los sonetos que lo convierten en un terreno abonado para la libertad interpretativa total, en aras de una supuesta búsqueda de la teatralidad y el dramatismo, además de su gran dosis de virtuosismo, han convertido a estos conciertos en una especie de arte circense que hincha por igual el ego de los intérpretes y la imaginación de los oyentes de escaso interés musical. Sea como fuere, y dejando al lado al bueno de Vivaldi –que culpa de esto no tiene ninguna–, lo cierto es que sigue resultando inspirador escuchar la calidad superlativa de las composiciones. Lástima lo que de ellas se ha venido haciendo con el paso del tiempo.
La historia de Europa Galante y de Fabio Biondi va unida indefectiblemente a estos conciertos, pues a los pocos meses de conformarse como conjunto, su revolucionaria visión de estas obras –en aquella legendaria grabación de 1991 para el sello Opus 111– les convirtió en un referente del historicismo y ayudo a alzar, en gran medida, la visión que de esta música se tiene hoy día. Sin duda, su versión supuso que muchos se echaran las manos a la cabeza: ¿cómo era posible un Vivaldi con los tempi lentos tan poco lentos y los rápidos tan extremadamente rápidos; esa tremenda teatralidad –el célebre pasaje de las violas remarcando por encima de todo el conjunto los ladridos de los perros descritos en los sonetos, que marcó una tendencia–; o esa capacidad de llevar al extremo los elementos más descriptivos–. No es posible negar el impacto de aquella grabación en su momento, pero uno espera algo distinto casi treinta años después, a pesar de que hace cuatro temporadas fue posible escuchar a los mismos intérpretes con estas obras en Madrid y León, también para el CNDM –constatando por aquel entonces que su visión no se había alterado–. Aun con los precedentes, y quizá ingenuamente, albergaba cierta esperanza de escuchar a un Biondi diferente y más en la línea de los últimos conciertos que ha venido ofreciendo para el CNDM. No fue así. De nuevo salió al escenario ese virtuosismo mal entendido que parece consumir a los violinistas cuando se enfrentan a las Cuatro estaciones: afán por tocar cuantas más notas por compás mejor, aunque esto afecte notablemente a la afinación y, sobre todo, a la calidad del sonido o a que varias de las notas no sean las que deben ser. Pero todo vale para los que vitorean estas actuaciones a lo Paganini, sin importar si la música nos está diciendo algo más que lo rápido que es posible tocarla. Quizá, de nuevo ingenuamente, me esperaba una versión más musical, reflexiva e introspectiva por parte de Biondi, a quien considero un músico de suma inteligencia. Cuesta creer que después de tantos años Biondi no tenga en su cabeza otra visión de estas obras, una que vaya de manera más honda hacia la música, sin caer en lo que todos los demás terminan por caer.
Por lo demás, el concurso de Europa Galante siguió resultando modélico –dejando a un lado la versión–, con una sección de cuerda de increíble tersura y una limpidez de sonido fascinante, con una gama de colores realmente rica, además de una simbiosis entre los intérpretes de gran calado –aunque en esa ocasión menos poderosa de lo habitual–. Contar, una y otra vez, con Andrea Rognoni como segundo de a bordo resulta un lujo superlativo que no deberían dejar escapar. Qué magnífico violinista este. Todos replicaron de forma sobresaliente a las exigencias de la partitura –más a las del guion–, marcando con suma facilidad los extremos contrastes de tempo y dinámica, y realizando un exquisito juego dialógico entre las partes. Siempre compleja la parte de las violas en estos conciertos, desempeñada con excepcional nivel por Ernest Braucher y Krishna Nagaraja. Magnífico, por su lado, el aporte del continuo en la cuerda grave de Alessandro Andriani y Perikli Pite [violonchelos barrocos], Patxi Montero [contrabajo barroco] y, especialmente, Giangiacomo Pinardi [tiorbino] –que resulta siempre ejemplar, de suma elegancia y refinamiento en su pulsación, además de gran proyección y pulcritud en su sonido; varios de los mejores momentos en el continuo de Gloria e Imeneo recayeron además en él, con un resultado magistral–. Mención honorífica para el clave de Paola Poncet que, como es habitual es esta versión, adquiere un papel casi protagonista en muchos pasajes, con profusas ornamentaciones, un continuo muy desarrollado e imaginativo –escalas ascendentes y descendentes de gran dramatismo, uso muy expresivo del cromatismo– y hasta con un momento casi a solo, convirtiendo el segundo movimiento de L’autunno en un concierto para clave.
Un concierto de relumbrón para mucho, estoy seguro, pero desde luego con poco interés para el que firma, que espera que la temporada cambie radicalmente de rumbo y nos ofrezca momentos más musicales, menos virtuosísticos –o al menos de un virtuosismo más natural–, una mayor honestidad en la programación y sobre todo un público más interesado en la música con mayúsculas, no en los grandes nombres.
Fotografía: Centro Nacional de Difusión Musical.
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