Por José Amador Morales
Mannheim. National Theater. 29 de Marzo de 2018. Giuseppe Verdi: Ernani. Irakli Kakhidze (Ernani), Jorge Lagunes (Don Carlo), Sung Ha (Don Ruy Gomez de Silva), Miriam Clark (Elvira), Sibylle Vogel (Giovanna), Raphael Wittmer (Don Riccardo). National Theater Opernchor (Dani Juris, director del coro). National Theater Opernorchester. Benjamin Reiners, dirección musical. Yona Kim, dirección escénica.
Contra todo y todos, Giuseppe Verdi elige un tema a contracorriente como lo era el de Víctor Hugo, todo un abanderado de lo políticamente incorrecto en muchos sentidos y sorprendentemente novedoso en la literatura de aquel momento, en la cual las situaciones extremas importan más que los héroes convencionales y la tragedia tradicional. Y además lo hace para su primer estreno operístico fuera de la Scala ya que Ernani es compuesta para el Teatro de la Fenice de Venecia. También es el primer trabajo con quien llegaría ser su gran colaborador, el libretista Francesco Maria Piave. El compositor de Busseto vuelve a demostrar una vez más con esta obra de 1844 que tiene personalidad propia desde el inicio de su carrera poniendo por delante su inagotable e inspirada vena melódica y embelesándonos a través de maravillosas arias, cabalette, dúos y demás conjuntos. Pero sobre todo, y como en el drama de Hugo, realzando el retrato intenso del protagonista, un Ernani que busca vengarse de la muerte de su padre poniendo su propia vida en juego al verse atrapado entre las a menudo inhumanas y obsoletas ideas de honor y moralidad.
La producción de la Ópera Nacional de Mannheim, estrenada el pasado mes de febrero, centra prácticamente toda la atención en las psicologías individuales, particularmente a partir de la figura de Elvira, vista aquí como juguete y/o trofeo del resto de personajes. Para dar aún más relevancia a esta idea, la escena se nos presenta prácticamente negra al completo, solo rota por una luz blanquecina omnipresente y con apenas una plataforma y un techo de cristal. No hay mayores contrastes visuales ya que no existe prácticamente más attrezzo; sólo algún simbolismo puntual que no siempre es comprensible. El cuarteto principal continúa casi permanentemente en escena aunque no parece haber una dirección de actores desarrollada por completo: el minimalismo y la ausencia de elementos escénicos pueden valer si hay una dirección de actores y movimientos que expresen el drama. Bien lo comprobamos al día siguiente sobre el mismo escenario con el maravilloso e inolvidable Parsifal, pero aquí no siempre fue el caso.
Lo más verdiano de la velada vino de la mano de la batuta y del tenor protagonista, en un reparto perteneciente por completo al equipo estable de la propia Ópera Nacional de Mannheim. Benjamin Reiners logró un sonido orquestal mínimamente idiomático e imprimió vigor a través de un interesante contraste dinámico y una conveniente agilidad rítmica, al tiempo que arropó y cuidó con entusiasmo las distintas voces. Resultó una muy grata sorpresa después de temernos lo peor con el tempo lentísimo de la obertura, seguramente condicionado por la pantomima que se representaba en escena habida cuenta del dinamismo posterior. Si la orquesta fue “entrando” paulatinamente en este juego, no fue así con un coro incapaz de seguir el ritmo hasta cierto punto vehemente de Reiners y fueron abundantes los desajustes, presentándose a menudo poco empastado y deshilachado.
El Ernani de Irakli Kakhidze fue, de lejos, lo más interesante de la velada en términos vocales. El tenor georgiano, recién fichado esta temporada por la compañía local, presenta una voz de importante metal, homogeneidad y volumen. Virtudes que junto a su fogosidad y comunicatividad (fantástica en este sentido su cabaletta “O tu che l'alma adora”) se presentan como ideales para el repertorio del primer Verdi y parte de Donizetti. Tal vez debe cuidar en mayor medida el fraseo y dotarlo de más autenticidad y contraste pues en algún momento –no en sus arias– pecó de ciertas exageraciones veristas, sin duda contagiado por su compañero barítono. Este era un habitual de la casa, Jorge Lagunes quien, a pesar de contar con un material en principio nada pobre y dotado de gran proyección, presentaba evidentes problemas técnicos a partir del mezzoforte, con una emisión nasal y sonidos abiertos que trataba de disimular en lo interpretativo a menudo con un amaneramiento de dudoso gusto. Y conste que su Don Carlo ya de por sí era muy poco monárquico y majestuoso a nivel escénico. No obstante, el mejicano regaló aquí y allá momentos de incuestionable calidad en el fraseo como el ataque a media voz de su “Vieni meco, sol di rose” en el segundo acto.
También la Elvira de Miriam Clark (también Norma y Aida esta temporada en Mannheim) poseía un instrumento interesante, con un centro timbrado y de cierta entidad así como un fácil y cómodo ascenso al registro agudo. Dicho esto, sus graves inexistentes, por momentos casi declamados, y su tendencia al efecto como sonidos fijos o exageraciones que le impidieron redondear muchos momentos (como en su cabaletta que complicó de forma absurda con unas extrañísimas variaciones). Sung Ha encarnó un Don Ruiz de timbre muy gutural y monocromo que, combinado con un fraseo lineal y una dicción borrosa, llegaba a provocar cierta saturación auditiva en el oyente. No obstante, su presencia vocal y escénica fue innegable y –quién lo iba a decir– su Gurnemanz del día posterior nos dio la clave de que al menos este repertorio no es su fuerte.
Fotografía: Nationaltheater Mannheim.
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