Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Madrid. 06-VI-2018. Fundación Juan March. Obras de Franz Schubert. Elisabeth Leonskaja, piano.
Poner punto final a una temporada de conciertos como la que ha llevado a cabo la Fundación Juan March a lo largo del último curso no es tarea fácil, sobre todo cuando se es una institución que apuesta incondicionalmente por la calidad y el talento. Sin embargo parece que el equipo responsable de la programación musical siempre encuentra una forma de convencer al público ofreciéndole algo que no pueda rechazar. Por ello, la fila de personas que deseaban obtener una entrada se perdía de vista calle Castelló abajo hasta doblar la esquina. La ocasión lo merecía: la pianista Elisabeth Leonskaja interpretaba las últimas tres sonatas de Franz Schubert, esa trilogía casi testamentaria que constituye la cumbre de su escritura para piano. La indudable singularidad del acontecimiento hizo posible ver algunas caras conocidas entre el público, como la del pianista Josep Colom, que comentaba durante el intermedio el enorme reto que supone para la concentración de un pianista tocar sólo una de las tres sonatas y lo fascinante de poder escucharlas todas en una misma sesión a un nivel tan alto. Y lo cierto es que Leonskaja se enfrentó a las sonatas D 958, D 959 y D 960 con pasión y energía, sin mostrar el más mínimo atisbo de cansancio físico o mental.
La D 958 tiene, como se ha dicho en innumerables ocasiones, un marcado carácter beethoveniano. Es intensa y cambiante, inquieta, turbulenta y por momentos desquiciada. Es también un verdadero escollo situado al comienzo del programa, obligando al pianista a vencer esos primeros minutos de incomodidad con una partitura que no hace concesiones y demanda de él la entrega total desde el primer acorde. Leonskaja salvó el obstáculo del primer movimiento algo fríamente, pero poco a poco ganó calidez hasta brindarnos una brillante e incansable versión del cuarto, que le ganó un merecido aplauso.
Apenas se retiró del escenario un instante antes de atacar la D 959 con idéntico brío. En esta sonata se encuentran dos de los momentos más hermosos que el genio de Schubert ha dado al mundo en toda su obra: los movimientos segundo y cuarto. La pianista georgiana supo hacer que el movimiento lento fuera desolado y frío, como un paisaje desértico en el que nos encontrásemos perdidos y despojados de toda esperanza. Fue, sin duda, uno de los momentos cumbre del recital y, contrariamente a lo que suele ser habitual en los auditorios de este país, el público permaneció en un silencio tan absolutamente intenso que contribuyó de forma decisiva al clima sobrecogedor del momento. El oyente avisado puede apreciar en este movimiento un punto en común con el primero de la D 960, ese dramático e inquietante trino en el registro grave que nos conduce directamente a la reexposición. Por su parte, el cuarto movimiento es un delicioso rondó en el que cada ritornelo es diferente y muestra las múltiples posibilidades de un tema ya empleado por el autor en su sonata D 537, once años más joven. La mención, justo antes de finalizar, del tema del primer movimiento le otorga un rudimentario pero eficaz carácter cíclico a la sonata. Fue un placer comprobar el nivel de profundidad con el que Leonskaja se enfrentó a esta partitura titánica, sin perder además esa elegancia y sobriedad que la caracterizan. Cierto es que hubo errores —alguna nota falsa y alguna otra omitida—, pero quedaron sepultados entre toda esa musicalidad y ese dominio de la escena de los que Leonskaja hace gala cuando interpreta.
Después del intermedio —que en esta ocasión estaba más que justificado tras el esfuerzo de la pianista en las dos primeras sonatas— nos esperaba, naturalmente, la monumental y enorme D 960 en si bemol mayor. Obra contemplativa y esencialmente serena, esta imponente sonata es, desde el punto de vista interpretativo, más compleja que las anteriores —aunque en el plano mecánico pueda ser más asequible a las manos— y demanda del pianista una concentración inalterable. Su primer movimiento transcurrió, en manos de Leonskaja, en un tempo ligeramente mudable que se aceleró y se retrasó en función del pasaje, sin duda con fines expresivos, aunque debo decir que no es una aproximación que me satisfaga en exceso, pues creo que el dramatismo y el choque de pareceres que existe entre los diferentes materiales se ve aún más claramente si el tempo permanece implacable. También pudimos percibir —y esto es aplicable a todo el concierto— una austeridad en el uso del pedal que dejó algo secos ciertos pasajes. Bien cierto es que la acústica del auditorio de la Fundación Juan March es, a mi parecer, despiadadamente sincera, y no añade ni una pizca de reverberación natural que permita envolver y aterciopelar el sonido: el pianista está solo. El segundo movimiento fue intenso y desolado, fluyó lentamente en el clima preciso de amarga resignación para relucir en el pasaje central y volver de nuevo a la sombra justo antes del final. Fue el tercero vivaz y juguetón, bien delineado y con una dicción transparente de articulaciones y fraseos. No menos impactante es el cuarto movimiento de esta sonata, que desarrolla un tema dramáticamente interrumpido por una nota, como si fuera incapaz de evolucionar más allá de ella. Es el momento de mayor virtuosismo, un virtuosismo que Leonskaja demostró poseer y conservar a pesar del paso de los años. La ovación fue larga, merecida y sincera. Después de este testamento schubertiano, todo un tour de force para cualquier intérprete, era imposible dar una sola nota más, así que no hubo propina. No hizo falta.
Una clausura de temporada a la altura de la temporada en sí. Un nuevo éxito patrocinado por la Fundación Juan March, a cuyo equipo felicitamos desde aquí por el criterio que ha demostrado poseer y, como decíamos al comienzo, por la apuesta incondicional por el talento y la calidad. Nos veremos el próximo curso.
Fotografía: Julia Wesely.
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