Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Madrid. 18-III-2018. Teatros del Canal, Sala negra. XXVIII Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid. Música de Aleksandr Scriabin. Eduardo Fernández, piano.
Es posible que el lector no lo crea pero, a menudo, al salir de un concierto, me siento ante mi ordenador, abro el procesador de textos y antes de que la página en blanco se despliegue ante mis ojos ya me está asaltando la pregunta más difícil: ¿y ahora yo qué digo? Esto no suele suceder cuando los defectos pesan más que las virtudes. Más bien es la maldición que cae sobre el crítico tras un concierto en el que prácticamente todo ha sido como debía ser; una de esas veladas en las que la música se vuelve translúcida y podemos, a través de la inalienable participación del intérprete, escuchar la creación del compositor.
Así sucede en este momento, cuando debo poner en negro sobre blanco las impresiones que me ha producido el recital del pianista Eduardo Fernández en la vigésimo octava edición del Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid [FIAS], al que acudió con un intenso y difícil programa integrado en su totalidad por obras de Alexander Scriabin. Por todos es conocida la afinidad de Fernández por la música de Scriabin, y para muchos su grabación de la integral de sus preludios resulta poco menos que una referencia. También está más que claro para la mayoría que Fernández es un pianista de gran solidez, capaz de afrontar repertorios muy duros poniendo siempre al servicio de la música su extenso arsenal de recursos técnicos. Quien necesite pruebas de ello podrá encontrar recientes testimonios de los tres conciertos que, en un margen de escasas veinticuatro horas, Fernández ofreció en Bilbao y que comprendían obras tan titánicas como el Concierto para piano y orquesta n.º 3 de Rachmaninov, la Sonata n.º 2 y los Estudios Op. 39 del mismo compositor, la Sonata n.º 6 de Scriabin y Petrouchka de Stravinsky. Toda una hazaña pianística y musical al alcance únicamente de unos pocos privilegiados.
En el recital ofrecido por Fernández para el Festival de Arte Sacro se intercalaron una selección de preludios y sonatas de Scriabin en un hilo conductor bien justificado por el intérprete, que ilustró al auditorio con unos comentarios previos a la música. Me veo en la obligación de decir que la música de Scriabin siempre me ha resultado oscura e impenetrable, como reservada para un grupo de iniciados del que, naturalmente, no he sido llamado a formar parte. Esperaba que este concierto me abriera los ojos y disipase la niebla que me impide comprender su producción musical, que sin ser atonal no es tonal, y que exhibe una concepción de la forma realmente singular. Y debo decir que, sin llegar a constituir la revelación catártica que esperaba, sí he podido aprender algo. Quizá a mirarlo con menos recelo y a poner de mi parte cierta voluntad de entendimiento. Sólo por eso mereció la pena. Sin quitarle mérito al compositor —cuya obra es la que es y sólo nosotros podemos hacer algo para percibirla desde un nuevo punto de vista— es muy probable que esto sucediera mayormente gracias al buen hacer del pianista madrileño. Su interpretación estuvo llena de contrastes, se la jugó al borde del pianissimo, liberó su fuerza sobre el teclado y el público supo recompensar su gran trabajo con una cálida y merecida ovación.
Un recital Scriabin muy intenso, emocional y maduro, del que debemos destacar los cuatro bloques de preludios y la Sonata n.º 5. Op.53. Fernández agradeció la aprobación del público regalándole una delicada y dulce interpretación del Preludio Op.2, n.º 2, una página bastante menos innovadora que todo escuchado anteriormente pero teñida de una suave pátina melancólica de tintes chopinianos que sirvió perfectamente de cierre para una actuación espléndida. Sin duda, una nueva demostración del enorme talento de Fernández, al que nunca nos cansamos de escuchar.
Fotografía: eduardo-fernandez.com
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