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Crítica: Daniil Trifonov, la Orquesta del Mariinsky Theatre y Valery Gergiev en su primer concierto desde el Festspielhaus Baden-Baden

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Autor: José Amador Morales
23 de julio de 2018

Mano a mano Scriabin-Rachmaninov

   Por José Amador Morales
Baden-Baden. 21-VII-2018. Festspielhaus. Alexander Scriabin: Concierto para piano en Fa sostenido menor, Op. 20. Sergei Rachmaninov: Sinfonía n.º 2 en Mi menor, Op. 27; Concierto para piano n.º 1 en Fa sostenido menor, Op.1. Daniil Trifonov, piano. Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo. Valery Gergiev, dirección.

   No siempre es fácil, y no digamos en nuestro país, tener la oportunidad de disfrutar de una música tan sugestiva y poderosa como la de Alexander Scriabin y mucho menos si viene servida por intérpretes de acreditada solvencia en este repertorio como, en este caso, Valery Gergiev, “su” Orquesta del Teatro Mariinsky y un consagrado Daniil Trifonov. Si además todo ello viene integrado en dos atractivos programas en los que, de alguna manera, todo gira alrededor de la relación artística de Scriabin y Sergei Rachmaninov, ambos colegas y amigos, el interés es inmenso.

   El primero de dichos programas pivotó en torno a una obra tan brillante y majestuosa como es la Segunda sinfonía de Rachmaninov, la cual estuvo escoltada por el único concierto para piano que creara Scriabin y por el primero del propio Rachmaninov. Ambos comparten cierta bisoñez (sobre todo el de Sergei, compuesto con apenas 19 años: aunque sólo cuatro años después Alexander ofreció el suyo, algo más compacto en términos generales), amén de la rara tonalidad de fa sostenido menor.

   Cuando Scriabin escribe el suyo en 1896 ya ha asimilado toda la tradición procedente de los estilos de Chopin y Liszt, si bien en esta obra su pianismo se sitúa más en la línea del genio polaco y aún no ha eclosionado en su música su inclinación hacia un lenguaje de corte trascendente y sus tendencias megalómanas. No obstante, Scriabin nunca renunció a esta partitura que tocó con orgullo a lo largo de su vida, convirtiéndose en una suerte de tarjeta de presentación concertística y llegando a ser dirigido incluso por Rachmaninov en alguna ocasión, quien también la interpretó al piano tras la temprana muerte de su amigo.

   Daniil Trifonov ha hablado en numerosas ocasiones acerca de su predilección por Scriabin y en sus manos el concierto para piano tuvo un perfil marcadamente introspectivo. El pianista ruso no posee un sonido apabullante ni tampoco una pulsación particularmente incisiva. Sin embargo, mostró un fraseo delicado y cargado de contenido así como un sutil manejo del pedal. En este sentido, destacaron no poco los preciosos arpegios cromáticos del final del segundo movimiento (ese atípico tema con variaciones) al igual que en el último. La señalada introspección de Trifonov en cualquier caso se topó con una dirección de Gergiev bastante distante y en segundo plano. Al menos hasta el último movimiento, algo más intenso a nivel orquestal y con una mayor conexión solista-orquesta. Curiosamente la interpretación fue recibida con apáticos aplausos hacia los protagonistas hasta que Trifonov salió en solitario, momento en el que el público –ya sí– se encendió con el pianista.

   La orquesta mostró todo su esplendor en la Segunda sinfonía de Rachmaninov, donde destacó la rutilante cuerda, de un brillo y una densidad pasmosa (impresionante la respuesta de chelos y contrabajos en la introducción). Gergiev, por su parte, ofreció una lectura de irregular intensidad y errático concepto: ataques y arcadas de indudable efecto junto a momentos de mayor compromiso expresivo. En definitiva, una versión que fue creciendo hasta ser recibida de manera entusiasta y con grandes ovaciones por parte del público.

   El Concierto para piano n.º 1 de Rachmaninov dista mucho de la inspiración y calidad melódica y lírica que encontramos sus propias obras posteriores para el mismo formato. Pero tal vez en ello radica su interés, en intuir su temprana apuesta por las raíces eslavas, por su trasfondo decididamente romántico, por determinados rasgos técnicos (esas grandes octavas, las progresiones armónicas, el tratamiento del piano en  las melodías orquestales…). Todo ello pudimos comprobarlo en la versión de un Trifonov sutil en el color, al que dota de contundente peso expresivo, y musical en los arpegios dialogados con la orquesta. También pudimos apreciar otra de sus virtudes, esa concentración en los pasajes a solo, particularmente en las cadencias, que deviene en un ensimismamiento tan genuinamente romántico como sugestivo. Algo que quedó constatado en el inmenso bis, cuyo diminuendo final y consiguiente silencio en toda la gran sala (¡no se escuchaba una mosca!) constató la posesión absoluta de los asistentes que a nivel sensorial había logrado a esas alturas el pianista ruso, rubricando así un éxito incuestionable.

Fotografía: Dario Acosta.

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