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[C]rítica: Cien años de «Il trittico» de Puccini y cincuenta de Plácido Domingo en el Metropolitan

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Autor: David Yllanes Mosquera
3 de diciembre de 2018

Emotivo homenaje a Plácido Domingo en un centenario irregular

Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
Nueva York. 23-XI-2018. Metropolitan Opera House. Il trittico [Giacomo Puccini]. Il tabarro: Amber Wagner (Giorgetta), George Gagnidze (Michele), Marcelo Álvarez (Luigi), Tony Stevenson (Tinca), Maurizio Muraro (Talpa), MaryAnn McCormick (Frugola). Suor Angelica: Kristine Opolais (Suor Angelica), Lindsay Ammann (Abadesa), Stephanie Blythe (Zia Principessa). Gianni Schicchi: Plácido Domingo (Gianni Schicchi), Kristina Mkhitaryan (Lauretta), Atalla Ayan (Rinuccio), Stephanie Blythe (Zita), Maurizio Muraro (Simone), Tony Stevenson (Gherardo), Patrick Carfizzi (Betto), Gabriella Reyes (Nella). Metropolitan Opera Orchestra. Dirección escénica: Jack O’Brien. Dirección musical: Bertrand de Billy.

   Plácido Domingo lleva décadas recibiendo todo tipo de premios y honores, tanto puramente artísticos [Praemium Imperiale, Príncipe de Asturias] como de más amplio calado [Presidential Medal of Freedom o Gran Cruz de Isabel la Católica, por citar unos pocos]. Cuenta con una veintena de doctorados honoris causa, condecoraciones de multitud de países y auditorios dedicados en su honor. Sin embargo, por muy acostumbrado que esté a ser galardonado y a sentir el cariño del público, el pasado 23 de noviembre no pudo ocultar su emoción cuando la Metropolitan Opera le dedicó un sentido homenaje por sus 50 años con la compañía. Y no es para menos, pues este teatro había sido su casa en nada menos que 861 funciones: 694 como cantante, 166 como director de orquesta y una como pianista, en una gala para recaudar fondos en 1977.

   Queda claro, con este dato, que el Met ocupa un lugar muy especial en la singular carrera de este artista. Un rápido vistazo a los archivos de la compañía confirma además la importancia de Domingo en la historia metropolitana. En efecto, los pocos que superan claramente su número de representaciones son principalmente cantantes de la casa como Charles Anthony o Paul Plishka. Si nos restringimos a los verdaderos primeros espadas de la lírica del siglo XX, hay que ir al período de preguerra –antes de que los aviones de reacción permitieran a los cantantes pasearse por todo el mundo– para encontrar quien pueda competir con él. Y aún así, el madrileño está ya parejo con Enrico Caruso (863 funciones), mientras que al final de esta temporada se quedará a solo tres de alguien tan legendario en la historia del teatro como Ezio Pinza (879).

   Más allá de estos números en bruto, la cantidad de veces que ha inaugurado la temporada o colgado el sold out y el abrumador cariño de su público exigían un reconocimiento especial. Y la compañía ha respondido, en la noche de otro aniversario no menos señalado: el centenario de Il trittico de Giacomo Puccini, estrenado en el viejo Met en 1918. Al acabar la primera de las tres óperas que componen esta obra, Il tabarro, el telón se abrió para revelar una pantalla de cine. Sobre ella, apareció Domingo presentándose a Miss Piggy en imágenes de un especial de los Teleñecos de 1982. A continuación, breves vídeos nos recordaron algunos de los papeles más emblemáticos de este tenor, para terminar con una galería de sus más de 50 roles en el Met, con el brindis de La traviata de fondo. Después de una atronadora ovación, Domingo fue obsequiado con su vestuario de Otello –bañado en oro en alusión a los 50 años– y un trozo del escenario que, como bien dijo Peter Gelb, director general de la compañía, había hecho suyo en cada una de sus actuaciones. El tenor, con ojos llorosos, respondió con un emotivo discurso de agradecimiento a todas las personas que han hecho posible su carrera, desde los tramoyistas a su esposa Marta. También hubo mención a cuatro cantantes de su quinta que se encontraban entre el público: Martina Arroyo, Sherrill Milnes, James Morris y Teresa Stratas. En conjunto, una ceremonia sencilla pero sentida y bien pensada.

   Por desgracia, este homenaje fue casi el único momento emotivo en una representación en conjunto deslucida. Il trittico es un reto si se pretende ofrecer una representación en la que las tres operitas individuales se conecten, contrasten y complementen. No ha sido el caso de la función que nos ocupa, en la que cada pieza se presentó de manera aislada, tanto musical como escénicamente.

   Pero el mayor problema fue una falta de temperatura dramática. Esta carencia fue clara en Il tabarro, empezando por la producción de Jack O’Brien. En la tradición del Met, la escenografía de Douglas W. Schmidt conformaba un marco monumental, con una muy cinematográfica recreación de las orillas del Sena y la barca de Michele en primer plano. Por desgracia, la acción resultó muy estática y fría. Tampoco ayudó un reparto que no llegó a cuajar. Amber Wagner es una muy apreciable cantante, especialmente en papeles alemanes. Posee una voz rica y una técnica solvente, pero el de Giorgetta no es su papel. Por un lado los agudos resultan algo difíciles, pero además le falta la garra escénica y la intensidad necesarias para crear un veradero personaje. Por su parte,  George Gagnidze ofrecía el caso complementario: falta de sutileza y técnica poco aseada pero imponente y bien caracterizado en el papel del brutal Michele. Sin duda cuando grita «La pace è nella morte!» al final de su monólogo evoca una presencia temible. Cierra el triángulo amoroso el malogrado amante Luigi, cantado por Marcelo Álvarez. Este tenor lleva un tiempo atravesando dificultades vocales –en su Calàf de la temporada pasada en Nueva York apenas fue audible–. En esta ocasión empezó la velada más desahogado, construyendo sus frases con delicadeza, ayudado por los lentos tempos de la orquesta. En «Hai ben ragione» resolvió bien, pero por desgracia al llegar a «Folle di gelosia!» la voz lo abandonó y terminó su intervención en un estilo gritado poco grato al oído.

   Con todo ello, el público terminó algo frío este Tabarro, aunque rápidamente el homenaje a Domingo nos despertó y dejó preparados para la (casi) siempre conmovedora Suor Angelica. Se trata de la historia de una mujer rica, encerrada en un convento por su familia a causa de un embarazo (se supone) extramatrimonial y que no ha podido ver a su hijo no ha recibido visita alguna en siete años. Finalmente llega a verla su tía, pero solo para que firme un papel renunciando a su herencia y para contarle con frialdad que su hijo ha muerto. Angelica, desesperada, se envenena para inmediatamente darse cuenta con horror de que muere en pecado mortal y no podrá volver a ver al niño. Sin embargo, su arrepentimiento in extremis la salva y termina con una visión de la Virgen y su hijo, que se la llevan al cielo. Se trata de un material con el que grandes sopranos han creado funciones devastadoras emocionalmente, además de lucirse con páginas tan bellas como el «Senza mamma».  En esta ocasión el Met ponía el papel a cargo de Kristine Opolais, cantante que se postulaba como aspirante a estrella hace unos años, pero que ha experimentado un bajón de popularidad últimamente. La soprano letona estuvo sin duda entregada pero de nuevo confirmó que los papeles puccinianos no son lo suyo. Vocalmente su interpretación fue muy problemática. La mencionada «Senza mamma» pasó sin pena ni gloria, cantada de manera plana. En general una serie de agudos estridentes, abiertos, casi chirridos, intentaron sin éxito suplir a una verdadera caracterización y emoción que nunca se consiguió. Además, de forma alarmante en una cantante tan joven, la voz sonó con cierto desgaste, casi envejecida, sobre todo en los compases iniciales. Opolais tiene un buen instrumento y es capaz de mucho más de lo que demostró esta noche –le recuerdo una muy buena Rusalka– pero debería o trabajar mucho su técnica para el verismo o encontrar acomodo en otro repertorio. A su monja le dio réplica la Zia Principessa de Stephanie Blythe. Por primera vez en la función pudimos ver un personaje creíble, con cierta profundidad, más una mujer fría y esclava de las normas sociales que una persona meramente cruel.

   Blythe completaría la que fue la mejor interpretación de la noche con el muy diferente papel de Zita  en Gianni Schicchi, que le permitiría lucir su gran vis cómica. Después de dos tragedias apagadas, esta comedia recibió una representación chispeante y divertida. En este caso la producción de O’Brien –que tampoco funcionó en Suor Angelica, en donde la dirección escénica parecía limitarse a mover monjas aleatoriamente de aquí para allá– sí rindió a gran nivel. Desde los detalles de la estancia del moribundo Buoso, a la dirección de sus codiciosos familiares, todo contribuyó a reforzar el aspecto cómico de la obra y a arrancar carcajadas del público, cansado al final de un Trittico que duró cuatro horas y media, con interminables descansos.

   Por supuesto, en este caso la estrella, y el reclamo de toda la función, era el propio Plácido Domingo en el papel protagonista. A estas alturas, después de unos cuantos años en su segunda carrera baritonal, ya sabemos las condiciones de contorno. Domingo no es un verdadero barítono y además los problemas de fiato son constantes. Pero a estas limitaciones se unen varias fortalezas que se mantienen inmarcesibles a sus 77 años, como su inigualable carisma y su atractivo tímbrico. Con todo ello, y su siempre total entrega, nos ofrece un Schicchi más que apreciable. Su siempre notable dicción e idiomatismos lo ayudan en sus largas intervenciones, como cuando desgrana su estrategia para cambiar el testamento, y resulta exitoso en un inusual papel cómico, con total complicidad del público. Entre los familiares buscaherencias, destacaron el muy solvente Simone del veterano Maurizio Muraro y la Nella de la joven Gabriella Reyes, miembro del programa de perfeccionamiento Lindemann-Young.

   La pareja de enamorados, Lauretta y Rinuccio, estaba formada por Kristina Mkhitaryan, en su debut en el Met, y Atalla Ayan. Ella tenía, por supuesto, el más conocido bombón de todo el Trittico –y  casi del repertorio operístico– con «O mio babbino caro». En conjunto, hizo gala de una voz agradable, prometedora, pero todavía con mucho desarrollo por delante. Por su parte, el Rinuccio de Ayan fue casi inexistente. Se trata de uno de esos tenores jóvenes con bastante buena acogida en Nueva York, pues su voz –por lo que se adivina, más que se oye– tiene cierto atractivo y capacidad comunicativa. Por desgracia, la proyección es nula y la técnica no está al nivel de un escenario de primer nivel.

   La pasada primavera, Bertrand de Billy hizo muy buen papel dirigiendo la orquesta del Met en varias óperas –yo le pude ver Cendrillon, Tosca y Luisa Miller en dos días–. Esta vez, sin embargo, no llegó a levantar el vuelo. El mayor problema fue un ritmo premioso y, en general, una dirección algo deslavazada que se unió al carácter general de la noche.

   Il trittico merecía más en su centenario.

Fotografía: metopera.org

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