Por Juan Carlos Justiniano
Madrid. 19-III-2018. Auditorio Nacional de Música, Sala sinfónica. Jazz en el Auditorio. Centro Nacional de Difusión Musical. Chucho Valdés (piano) y Gonzalo Rubalcaba (piano).
Cuando el jazz entra por la puerta grande del Auditorio Nacional es porque se avecina algo suculento –en todas sus acepciones–. Invitar a Chucho Valdés a Madrid, a un país donde el trabajo de su padre fue recibido con un especial cariño, es apostar a caballo ganador. Su poder de convocatoria, digámoslo, depende en buena parte de una cuestión sentimental y no puramente musical –que también–. Porque la fama que precede al cubano tiene un poder tan cegador que incluso llega a eclipsar a un compañero tan sobresaliente y reclamado en la escena jazzística internacional como Gonzalo Rubalcaba, precisamente quien compareció junto a Chucho.
Chucho y Rubalcaba visitaron el pasado lunes la Sala sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid al frente de un espectáculo que ya han presentando en varias ciudades españolas y estadounidenses. Trance, un significante de marcada reminiscencias y connotaciones jazzísticas, fue el título elegido por los cubanos para presentarse en un concierto a dos pianos y cuatro manos que tomó la forma de un gran homenaje a sí mismos, a sus capacidades improvisadoras y aptitudes (piro)técnicas al teclado.
La noche siempre estuvo a un nivel exageradamente implacable para los músicos pero sobre todo para los propios instrumentos. Cuando la brillantez y la enorme efervescencia de ideas de Chucho y Rubalcaba comenzaron a llegar a su punto álgido, la sombra de la precaria afinación de los dos pianos llegó a un punto de no retorno. El resultado fue que a los treinta minutos de concierto el afinador, sentado entre el público y seguramente alerta, tuvo que subir al escenario. Los Bösendorfer no aguantaron la energía, la verborrea rítmica y el atletismo digital de Rubalcaba; tampoco el contrapunto de ese pianismo más romántico y sin miedo al pedal que practica Chucho Valdés. Y ante tanto arabesco, ante tanta divagación exprimida hasta el infinito soportada en contratiempos y golpes de tumbadora; ambos pianistas aparecieron transportados en mitad de un western, en un duelo mano a mano empuñando un buen par de pianolas.
Pero a pesar de todo hubo mucha música. Chucho y Rubalcaba repasaron clásicos como “Caridad Amaro”, un homenaje del primero a su abuela, así como una colección de melodías caribeñas entre las que se colaron citas de Gershwin, Bach o Rachmaninov, ritmos mexicanos y ecos de medio continente. Para despedirse, Chucho y Rubalcaba interpretaron “Caravan”, un clásico de Duke Ellington y un guiño que el propio pianista dedicó a los sonidos de la isla; “inventado” así en gran medida un estilo, aquello que llaman latin jazz, del que Chucho y Rubalcaba son, y con razón, dos de sus más solicitados apóstoles.
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