Por David Yllanes Mosquera
Los Ángeles. Dorothy Chandler Pavilion. 3-II-2018. Candide (Leonard Bernstein). Kelsey Grammer (Voltaire/Pangloss), Jack Swanson (Candide), Theo Hoffman (Maximilian), Erin Morley (Cunegonde), Peabody Southwell (Paquette), Matthew Scollin (James el anabaptista / Martin), Brian Michael Moore (Gran inquisidor / Gobernador de Montevideo), Christine Ebersole (Anciana), Joshua Wheeker (Cacambo), Taylor Raven (Vanderdendur). Dirección musical: James Conlon. Dirección escénica: Francesca Zambello.
Leonard Bernstein está muy presente en las programaciones de las orquestas sinfónicas estadounidenses en este año de su centenario, en el que no faltarán ocasiones para escuchar todas sus obras instrumentales, de las más populares a las menos conocidas. Las compañías de ópera, no queriendo ser menos, están igualmente dando gran relieve a su obra teatral. Varias han optado por programar West Side Story (es muy habitual en los EE.UU. incluir un musical en las temporadas operísticas). Hay también anunciadas un par de producciones de sus dos óperas: la breve Trouble in Tahiti (en la Boston Lyric Opera, Tanglewood y Glimmerglass) y su menos conocida secuela A Quiet Place, de la que se verá una nueva versión de cámara (Curtis Opera Theatre/Opera Philadelphia y Tanglewood). Pero la opción mayoritaria está siendo sin duda Candide, una obra que aúna popularidad y credenciales «clásicas» y que se podrá ver a lo largo y ancho del país.
Sin embargo, a pesar de esta ubicuidad, y con la excepción de un par de casos que comparten producción, no será fácil ver dos Candides iguales, pues la busca de «la mejor de las versiones posibles» (por usar la famosa frase del Dr. Pangloss) todavía continúa. En efecto, la obra no tuvo éxito en su estreno en 1956 (en Broadway) cuando su estilo a caballo entre el teatro musical, la opereta y la ópera no conectó con el público. Su propia génesis fue accidentada: no fue fácil canalizar el torrente de material que Bernstein quería incluir y varios letristas de renombre colaboraron con poca armonía en el libreto, dirigido por la famosa dramaturga Lillian Hellman. La siempre ácida Dorothy Parker comentó certeramente al abandonar que «había demasiados genios involucrados». Bernstein no se rindió y Candide tuvo una segunda oportunidad en 1973, con un nuevo libreto de Hugh Wheeler y aportaciones de Stephen Sondheim. Desde entonces la obra se ha ido asentando en el repertorio, aunque las revisiones y cortes se siguen sucediendo. Hoy en día sigue sin haber una versión estándar, aunque la mayoría de producciones (incluida la que nos ocupa) se basan en la adaptación de John Caird para el Royal National Theatre en 1999. Caird acercó más el libreto a la novela original de Voltaire, lo cual en general fue bien recibido, pero requirió algún compromiso (por ejemplo, la letra del número cómico «What’s the use?» resulta inferior y la propia canción encaja peor en la trama).
En cualquier caso, sea cual fuere la versión concreta, lo que siempre triunfa por encima de todo es la magnífica partitura, todo un manjar para cualquier melómano, que se podrá deleitar identificando las diferencias influencias y estilos que tan bien supo conjugar Bernstein: de Gilbert y Sullivan y Broadway a Mahler, Weill e incluso Schoenberg. Con un número que estaría a gusto en cualquier gran musical como «I am easily assimilated» pero tambien un aria de coloratura como «Glitter and be gay»; con ritmos de jazz y tango, pero también crescendos rossinianos.
En definitiva, Candide hoy en día supone a la vez un reclamo para operófilos, que conocerán momentos muy repetidos en galas y recitales como «Make our garden grow» o la famosa obertura, y también una oportunidad para atraer a un nuevo público al teatro de ópera. Pero, a la vez, su todavía complicado libreto (típicamente una sucesión de episodios poco conectados, más una narración) supone un reto. La LA Opera ha respondido a esta situación con una producción de Francesca Zambello (originalmente presentada en Glimmerglass) y un reparto que incluye estrellas de Broadway y la televisión junto a cantantes operísticos, teniendo en cuenta los muy variados requisitos y estilos de los diferentes papeles.
En concreto, quizás su más importante –y más arriesgada– baza ha consistido en encomendar el peligrososo papel del Dr. Pangloss, quien se desdobla en un narrador que representa al propio Voltaire, al actor Kelsey Grammer. A la postre, la elección ha resultado un hallazgo. Grammer es capaz de mantener la atención del público durante las constantes intervenciones expositivas de Voltaire, lo cual en términos escénicos es el equivalente en dificultad a una lograda nota sobreaguda en un aria virtuosista. Y, desde luego, recrea como nadie al a la vez pomposo y entrañable Dr. Pangloss (esto es menos sorprendente, dadas sus dos décadas interpretando al psiquiatra Frasier Crane en televisión). A la hora de cantar, sale airoso (ayudado, eso sí, por una comedida amplificación), aunque se echa de menos un fraseo más rico.
El mundo del musical se veía representado por Christine Ebersole en el papel de la sabia Anciana, que ha sobrevivido a todo tipo de tribulaciones (caníbales incluidos) y que ahora aconseja a los jóvenes protagonistas cómo «asimilarse» para sobrevivir. Ebersole tiene la presencia escénica para hacer interesante cada momento, junto con la vis cómica y talento musical para extraer todo el jugo a la deliciosa «I am easily assimilated». Su hilarante pronunciación de las líneas «Mis rabios rubí / dreiviertel Takt, mon très cher ami / oui, oui, sí, sí, ja, ja, ja, yes, yes, da, da, je ne sais quoi» es toda una lección de teatro.
Si Grammer y Ebersole triunfan en el aspecto escénico, la gran estrella vocal ha sido Erin Morley como Cunegonde. Estamos ante un papel de corte operístico que requiere una cantante con la técnica bien aseada. Aquí no ha habido que hacer ningún compromiso: Morley es una soprano en alza que ha triunfado en primeras plazas como el Met o Viena en papeles de coloratura como Olympia o Zerbinetta. Pero es además una gran actriz que arranca risas del público desde el dúo «Oh, happy we» (en el que los enamorados Candide y Cunegonde comentan sus muy diferentes planes de vida). En «Glitter and be gay» responde con gran agilidad a los considerables requisitos de la partitura y además, sin perder el aspecto cómico, es capaz también de resultar conmovedora (en esto último resulta la excepción en una producción generalmente ligera).
Completa el cuarteto protagonista (todos ellos, por cierto, debutantes en el Dorothy Chandler Pavilion) el joven tenor Jack Swanson. Se trata de un cantante muy prometedor, pero todavía quizás algo verde comparado con sus más experimentados compañeros. Tarda un poco en calentar, pero encarna bien al ingenuo Candide y canta con claridad y notas bien colocadas. Cierran el reparto los comprimarios Theo Hoffman, Peabody Southwell, Matthew Scollin, Brian Michael Moore, Joshua Wheeker y Taylor Raven, todos ellos a un nivel muy alto y bien compenetrados. Vocalmente destaca Southwell (Paquette); tanto ella como Hoffman (Maximilian) crean personajes especialmente redondeados, a pesar de su aparente unidimensionalidad.
La producción de Francesca Zambello busca, con éxito, extraer todo el partido cómico de esta opereta, con un gran uso de figurantes y coro. Para ello cuenta con una sencilla pero versátil escenografía, diseñada por James Noone, consistente en una estructura de madera de dos niveles que recuerda al interior de un barco y que se irá adaptando a las diferentes aventuras con sencillos pero efectivos elementos de atrezo. Importante destacar la labor del coreógrafo Eric Sean Fogel, que mantiene al elenco siempre en movimiento y ayuda a dinamizar los momentos de narración, además de adornar momentos como «I am easily assimilated». Estamos ante un Candide ligero, que busca el máximo entretenimiento, aunque se deja por el camino mucha de la incisividad y carga dramática que ofrece la obra de Voltaire. En concreto, el momento en el que Candide finalmente abandona su ingenuo optimismo no tiene el impacto que debería.
James Conlon tiene claramente gran afinidad por el material –esto resultó evidente desde su excelente y enjundiosa charla previa a la función– y dirige a la orquesta con un gran pulso y exuberancia. Con su excelente prestación redondea una representación con un nivel musical muy alto.
El público llenaba el Dorothy Chandler Pavilion (de hecho, se ha añadido una función extra ante el excelente resultado de taquilla) y se puso en pie al terminar la función en una entusiasta y prolongada ovación. Al mismo tiempo, en el vecino Walt Disney Concert Hall, terminaba la tercera de cuatro representaciones de la Misa de Bernstein por la LA Philharmonic, todas ellas con entradas agotadas. Sin duda, y pese a su desigual aceptación en vida, el público actual responde tanto al Bernstein más solemne y erudito como al más popular.
Fotografía: Ken Howard/La Opera.
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