Por José Amador Morales
Baden-Baden. 23-VII-2018. Festpielhaus. Francesco Cilea: Adriana Lecouvreur. Tatiana Serjan (Adriana Lecouvreur), Migran Agadzhanyan (Maurizio), Ekaterina Semenchuk (Princesa de Bouillon), Dmitry Grigoriev (Príncipe de Bouillon), Alexander Mikhailov (Abate), Alexei Markov (Michonnet), Gleb Peryazev (Quinault), Mikhail Makarov (Poisson), Anna Denisova (Jouvenot), Marina Mareskina (Dangeville). Coro y Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo. Valery Gergiev, dirección musical. Isabelle Partiot-Pieri, dirección escénica. Producción del Teatro Mariinsky de San Petersburgo.
Recientemente, a propósito de la reciente y sevillana puesta en escena de Adriana Lecouvreur, comentábamos en CODALARIO cómo esta ópera de Cilea viene a ser a nivel de soprano lo que Andrea Chénier de Giordano lo es a nivel de tenores, esto es, la ópera de las divas por excelencia. No en vano, la protagonista ha de poseer unas mínimas dotes de cantante-actriz para sacar adelante un rol que, si bien a nivel de tesitura no la lleva al límite, requiere una línea de canto de alta escuela así como una gran capacidad expresiva y de magnetismo escénico.
Todo ello, qué duda cabe, lo posee hoy día Anna Netrebko, la “diva” del momento, entendiendo también en el sentido socio-cultural del término, en torno a la cual se había montado esta producción del Festpielhaus Baden-Baden. Sin embargo, a tan sólo un día de la primera función el director del Festspielhaus, Andreas Mölich-Zebhauser, comunicaba a los medios la cancelación tanto de Netrebko como de su marido Yusif Eyvazov (que iba a asumir el rol de Maurizio) por una infección del norovirus que les obligaba a mantener cuarentena. También confirmaba que las funciones seguirían adelante gracias a la participación in extremis de Tatiana Serjan y Migran Agadzhanyan, que sustituirían a los mencionados; ambos cantantes igualmente procedentes de la órbita del Teatro Mariinski cuyo equipo protagoniza la otra cara de la moneda de esta producción.
Tatiana Serjan ha debutado así, accidentalmente, una Adriana con la que no encuentra serias dificultades vocales en términos generales y con la que destacó por su enorme y ancha voz así como por su personal y atractivo timbre (con determinadas resonancias guturales pero con este reparto por completo ruso era como el tuerto en el reino de los ciegos). Es cierto que en un principio encontró problemas para cincelarla y en la inicial “Io son l’umile ancella” mostró su instrumento algo endurecido y frío. No obstante, logró ir amoldándolo a lo largo de la noche hasta ofrecer incluso algunos reguladores de calidad. Por otra parte, los graves raspados y una dicción no siempre clara le llevaron a ofrecer una extrañísima declamación en la escena final del tercer acto, por momentos inaudible pues tampoco es que Gergiev ayudara a lo contrario desde el foso. Más interesante fue su último acto, en donde las mencionadas cualidades vocales se aliaron con una mayor concentración expresiva ofreciendo una bella y conmovedora escena final. Como hemos señalado el sobrevenido Maurizio fue Migran Agadzhanyan que en un primer momento impactó no poco por su entrega entusiasta y por un canto muy extrovertido. Su mejor momento en este sentido fue el aria “L’anima ho stanca” del segundo acto, de impactante vehemencia. Sin embargo, conforme avanzó la representación asistimos a deslices y accidentes en forma de notas calantes y quiebros repentinos en el fraseo que revelaban una técnica insuficiente, al tiempo que un registro central superficialmente horadado descubría una naturaleza vocal más ligera.
Por su parte, Ekaterina Semenchuk compuso una fantástica Princesa de Bouillon, sobradísima de medios y entregada en lo dramático. Su cómoda franja aguda y suficiente registro grave unidos a un canto no particularmente incisivo pero directo (y desde luego el más idiomático del reparto), le llevaron a ofrecer un segundo acto que fue lo más convincente de la representación en términos dramáticos. Alexei Markov y su voz prácticamente de bajo se esforzó en componer un sensible Michonnet, lo cual logró sólo a medias, pues su instrumento, compacto, voluminoso y gutural a más no poder, parecía no muy dado a mayores sutilezas. Correcto el resto del reparto, tras acostumbrarnos a la falta de una mayor calidad idiomática y, tal vez por ello, compromiso expresivo.
Valery Gergiev fue fiel a sí mismo (hasta en el cuarto de hora de retraso al comienzo de la función) sustentando lo mejor de su versión en el preciosismo tímbrico habida cuenta del lujo sonoro que aportaba la presencia de la Orquesta del Teatro Mariinsky y cuyas bondades hemos relacionado en los artículos correspondientes a sendos conciertos ofrecidos en los días precedentes a la función que comentamos. Eso sí, nada más empezar la representación, los primeros compases nos hicieron temer lo peor debido al tremendo desbarajuste decibélico. Y es que ese lujo orquestal no fue adaptado a la acústica de una sala que ofreció una evidente saturación, como en el señalado comienzo, y un balance desequilibrado (como en sus conciertos, la sección de viento estaba acumulada en el extremo derecho del foso). El director ruso tampoco mostró una especial afinidad estilística con la partitura, pues acusó una falta de calidez y de un lirismo de mayor fuste, abusando de efectos dinámicos y agógicos, con tempi en general tendentes a la urgencia.
La producción que el Teatro Mariinsky estrenara el pasado año, es ciertamente rancia y ñoña en lo estético y carece de una consistente dirección de actores. Pero no es menos cierto que sigue el libreto con gran fidelidad e incluso permite entender escenas y secuencias que en la mayoría de propuestas, incluso las más tradicionales, son complicadas. En este sentido, destacó el acierto con el que se resuelven las que encierran un componente de “teatro dentro del teatro” (finales del primer y tercer actos) así como desarrollos dramáticos en estancias paralelas (segundo y cuarto).
Fotografía: Irina Tuminene/State Academic Mariinsky Theatre.
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