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Crítica: Víctor Pablo Pérez y las 'Nueve Novenas' del CNDM

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Autor: Mario Guada
27 de junio de 2017

El maestro español se erige como protagonista de esta maratoniana jornada sinfónica con la que el CNDM celebra, a la par, el Día de la Música y su final de temporada.

UNA GRAN FIESTA DE LA MÚSICA O CÓMO SACAR MÚSCULO

   Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 24-VI-2017 | 11:00 a 22:30. Auditorio Nacional de Música | Sala sinfónica. ¡Solo Música! IV. Nueve Novenas. Entrada: 5 a 15 €uros. Obras de Franz Joseph Haydn, Ludwig van Beethoven, Ramón Garay, Franz Schubert, Wolfgang Amadeus Mozart, Anton Bruckner, Dmitri Shostakovich, Antonín Dvořák y Gustav Mahler. Orquesta Sinfónica de Madrid • Coro Nacional de España • Orquesta de la Comunidad de Madrid • Orquesta Sinfónica RTVE • Orquesta Nacional de España • Joven Orquesta Nacional de España | Víctor Pablo Pérez.

   ¡Solo Música!, este es el título de este hercúlea jornada musical que el Centro Nacional de Difusión Musical viene celebrando bianualmente desde el 2011. El concepto es claro: ofrecer muchas horas de música servidas al público de forma accesible, con precios asequibles y repertorios bastante populares, que consiguen atraer a un público quizá no tan habitual de las programaciones anuales del CDNM y del Auditorio Nacional. Parece que la cosa funciona, a tenor del éxito cosechado en esta cuarta edición y en las anteriores. El evento tiene su aquel, porque realmente logra crear un ambiente festivo, distendido, pero también apasionado en un sector muy amplio de los asistentes a este maratón. Cabe, pues, felicitar a los organizadores por esta celebración que al fin y al cabo es la de la música.

   Otra cuestión es que se comparta o no el concepto sobre el que asienta. La presente edición, bajo el título Nueve Novenas, se erigió –como es habitual– sobre una especie de ejercicio rebosante de testosterona, en el que se invita a un solo maestro a sacar músculo y a demostrar sus cualidades casi sobrehumanas. No es novedoso, pues ya antes se invitó a Jesús López Cobos a dirigir las nueve de Beethoven o a Juanjo Mena a hacer lo propio con las seis de Tchaikovsky. Y es que la reflexión no es baladí. ¿Qué se aporta con la presencia de un único maestro sobre el escenario? ¿Qué se pretende demostrar con esta muestra de supuesto heroísmo interpretativo? Personalmente me parece que se corren varios riesgos con la elección de un solo director para tantas horas de música, y especialmente cuando se trata de compositores, épocas y estéticas tan distantes. Quizá la elección se sostenga mejor sobre la integral sinfónica de un mismo compositor –como en ocasiones anteriores–, pero resulta especialmente arriesgada en un caso como el que nos ocupa, en el que se interpretaron nueve novenas de autores que en muchas ocasiones no guardan casi ninguna relación más allá del hecho de que llegarán al número nueve en su catálogo sinfónico.

   Dicho lo cual, procedo a desgranar la jornada de forma más o menos minuciosa, intentado no extenderme durante un número de líneas que incline al lector a abandonar el texto. Se inauguró la jornada con sendas novenas firmadas por Franz Joseph Haydn (1732-1809) y Ludwig van Beethoven (1770-1827). Es probablemente este último el causante de esta velada, ya que el número nueve asociado a lo sinfónico alcanza la leyenda precisamente en el autor alemán, tanto por tratarse del epílogo sinfónico de uno de los mayores genios de la historia del género y, sobre todo, por incluir en ella –por vez primera– un movimiento coral. A partir de entonces han sido muchos los autores que han sentido algo especial al llegar a una novena sinfonía, aunque como suele suceder, gran parte de todo esto es fruto de una manera de ver la música algo anquilosada en el pasado y con un carácter muy enraizado en el genio creador y el hombre inspirado por la musa. Sea como fuere, las novenas han sido la excusa para estructurar esta jornada, que flojea en algunos puntos precisamente por la inclusión de ese número nueve como elemento central. La Orquesta Sinfónica de Madrid fue la encargada de inaugurar la jornada, primeramente con la Sinfonía n.º 9 en Do mayor Hob. I:9, de Haydn, la más temprana de todas las interpretadas [1762]. No siendo una de sus grandes sinfonías, sí era muy justa su presencia como padre de la sinfonía, aunque la elección de esta novena era obligada por las circunstancias. Le siguió uno de los grandes reclamos del día: la Sinfonía n.º 9 en Re menor, Op. 125, de Beethoven, que agotó ya desde bien pronto las entradas de la sala sinfónica. Me sorprendió gratamente el concurso de la titular del Teatro Real, una orquesta quizá más dirigida a lo escénico –con lo que eso conlleva–, pero que logró altas cotas de excelencia, con un Haydn bastante en estilo merced a la reducción de la orquesta y a un uso selectivo del vibrato. A pesar de mantener unas dinámicas algo planas durante toda la sinfonía, destacaron las maderas de suma elegancia y un gran trabajo del continuista encargado del clave. Para la segunda, ya con la orquesta de dimensiones contundentes, mostró el sonido poderoso al que suele estar acostumbrada, con un trabajo muy contrastante en las dinámicas, una sincronía rítmica notable –incluso en los pasajes más exigentes– y un espectacular lirismo y profundidad, especialmente en los movimientos lentos. Destaca sobremanera la presentación del célebre «tema de la alegría» en la cuerda grave, con una trabajo sobre piano y pianissimo deslumbrante. Notable a su vez la labor del viento madera, de gran refinamiento y solvencia. El cuarteto vocal solistas para la ocasión, compuesto por Raquel Lojendio, Marina Rodríguez, Gustavo Peña y David Menéndez, rindió entre lo discreto y lo anodino, destacando quizá el barítono asturiano, con un inicio enérgico y muy bien proyectado. La escritura coral de Beethoven no ayuda en lo más mínimo a una interpretación elegante, y desde luego la del Coro Nacional de España no lo fue. En un estado general de ansiedad sonora, la enormes voces del CNE parecían más interesadas en demostrar su poderío –hasta el punto de crear momentos auditivamente molestos– que en intentar plasmar que lo sinfónico-coral también puede abordarse de una manera más sutil.

   El segundo de los conciertos corrió a cargo de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, interpretándose la Sinfonía n.º 9 en Mi bemol mayor del compositor asturiano Ramón Garay (1761-1823) y la Sinfonía n.º 9 en Do mayor D 944, conocida como La Grande, de Franz Schubert (1797-1828). El primero, sin duda una rara avis en el programa –quizá por ese interés del CNDM en alzarse como garante del patrimonio musical español–, no es un compositor de primer nivel, lo que sin duda se nota en esta y otras de sus sinfonías, a pesar del intento de este por acercarse a Haydn en sus muchas formas. Si a esto le sumamos que Schubert no es tampoco el mejor de los sinfonistas del XIX –en esta sinfonía me da la sensación constante de que comienza enormes desarrollos que no sabe cuándo ni cómo cerrar, convirtiendo la obra en un dechado de aburrimiento al más puro estilo romántico–, el resultado es de un concierto bastante flojo y con poco interés, al que la hora [13:30] tampoco ayudó a fomentar la llegada masiva por parte del público. La ORCAM resultó comparativamente la orquesta de menor interés, aunque atesoró un sonido correcto en la sección de violines –no sin ciertos problemas de empaste–. El viento, tanto el metal como la madera, no brillaron en Garay –la escritura tampoco favorece en exceso–, aunque las maderas sí se mostraron más expresivas en el segundo movimiento. En general la orquesta aireó notables carencias en el apartado expresivo y en el trabajo sonoro, bastante plano en general. Mejor en Schubert, con un sonido más cuidado en el tutti, especialmente en el forte y fortissimo, el viento madera se alzó con elegancia y sutileza sobre una orquesta que en general destacó por su logrado trabajo de dinámicas por planos. Especialmente destacable la solvencia con la que se esquivaron los escollos rítmicos, aunque en general la versión resultó ciertamente neutra tanto en sonido como en expresividad.

   El primero de los conciertos de la tarde comenzaba a preparar lo realmente sustancial de la jornada, especialmente con la aparición de Anton Bruckner (1824-1896) y su Sinfonía n.º 9 en Re menor WAB 109, a la que precedió la Sinfonía n.º 9 en Do mayor KV 73/75ª, de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Si bien la novena no es uno de los ejemplos que le vienen a uno a la mente cuando hablamos del Mozart sinfónico, la obra destila una elegancia y genialidad dignas de quien la firma. Mozart siempre es Mozart, y en este caso se agradeció escuchar algo menos trillado dentro de su habitual corpus orquestal. Bruckner es ya el primero de los grandes sinfonistas románticos de la jornada –exceptuando a Beethoven–, y su Novena –que no está entre mis preferidas de su catálogo– es sin duda el culmen a su legado sinfónico absolutamente monumental, majestuoso y audaz. La interpretación de estas dos sinfonías se le encargó a la Orquesta Sinfónica de Radiotelevisión Española, que aupó un tanto el vuelo en relación a la ORCAM. En Mozart, con uso de orquesta reducida, mostró no obstante menor ductilidad estilística de lo que cabría esperar –mucho menor que la mostrada por la Sinfónica de Madrid en Haydn–, aunque su trabajo dinámico resultó de notable interés y un buen resultado general. Las flautas traveseras brillaron sobremanera en el Andante, sin duda lo mejor de una orquesta cuya sección de cuerda resultó poco sutil, especialmente en su equilibrio con el viento, más tosco de lo deseado. En Bruckner se fue encontrando más cómoda por momentos, a pesar de su comienzo excesivamente directo y frío, con un crescendo inicial artificial y poco logrado. No obstante, el trabajo de balance entre las secciones orquestales y de carácter entre las distintas partes de la obra resultó bastante convincente. El viento metal –uno de los pilares que sustentan a Bruckner– no alcanzó esa nobleza sonora que se espera y que las orquestas alemanas logran de manera tan natural y apabullante. Por lo demás, los dúos en el viento madera no brillaron en su carismática y delicada escritura. La afinación, especialmente en finales de sección y cadencias a tutti, hubiera requerido una mayor labor de pulimentación con la que lograr ese equilibrio justo y tan necesario en momentos con audacias armónicas tan sugerentes. La energía fue en general desbordante, algo de agradecer en esta sinfonía, pero un punto de contención mayor hubiera aportado una expresividad más profunda e impactante.

   Para el cuatro concierto se reservó la plaza a los autores rusos y bohemios, con Dmitri Shostakovich (1906-1975) y Antonín Dvořák (1841-1904) como protagonistas. La Sinfonía n.º 9 en Mi bemol mayor, Op. 70 del primero es la obra más moderna de las interpretadas a lo largo del día [1945]. Una obra interesante, sobre todo por evadirse de formas a veces muy humorísticas del ambiente soviético al que acostumbraba en otras de sus sinfonías. La Sinfonía n.º 9 en Mi menor, Op. 95, B 178, de Dvořák, conocida como del Nuevo Mundo, deparó uno de los grandes momentos del día, especialmente por su inmensa capacidad evocadora y por la belleza de sus melodías de carácter popular. El éxito de este cuarto concierto se sustentó especialmente en el magnífico hacer de la Orquesta Nacional de España, sin duda la más destacable de la jornada, demostrando así que sigue en la senda de su mejoría estratosférica, la misma que la sitúa actualmente en el nivel de una orquesta digna de un país civilizado –lo que hasta hace no muchos años era casi una utopía–. El sonido de la orquesta es realmente esplendoroso, muy cuidado y con una sección de cuerda que sustenta al tutti con mano firme. Especialmente brillantes los solistas, sobre todo en viento madera, pero también en los metales y en el concertino de la orquesta. En una obra como la de Shostakovich, que sostiene gran parte de su discurso sobre los solos, es fundamental contar con intérpretes de semejante talla. El segundo movimiento fue un descomunal ejemplo de ello. Deslumbrante me pareció también el acompañamiento de la cuerda, todo sutileza y saber estar en cada momento, cediendo el protagonismo y ayudando a conmover desde la tersura y el equilibrio de sus secciones. Por lo demás, la ONE solventó con suma facilidad los tremendos escollos rítmicos en la escritura del autor ruso. Parecía difícil superarse, pero con Dvořák lo consiguieron. Si tuviera que quedarme con una obra en cuanto a resultado general obra/interpretación, sin duda sería esta. El lirismo inicial tan logrado fue solo el preludio de lo que estaría por venir, de nuevo con una labor del viento realmente sobresaliente. Los solistas –aunque no tan fundamentales como en la sinfonía del ruso, salvo quizá el magnífico Largo– volvieron a demostrar el estado de gracia de la orquesta, sobremanera en el viento madera –consiguieron la mayor ovación de la velada–. El carácter de esta Sinfonía del Nuevo Mundo se plasmó muy creíble, tanto en color como en expresión y ensoñación de la partitura. Descomunales también los pasajes rítmicamente más complejos, así como en la monumentalidad muy bien cuidada en metal y tutti orquestal del célebre tema inicial en el movimiento final, que sin duda ofrecieron al público un memorable ejemplo del sinfonismo grandilocuente bien entendido.

   El día se cerró con la megalítica Novena de Gustav Mahler (1860-1911), muestra de su descomunal capacidad creadora y de su genialidad como orquestador. La obra, que si bien es cierto es más un partitura con grandes dosis de abstracción que una obra autobiográfica, muestra también su brutal universo –mundo se queda corto– interior, y más aún, sus fantasmas. Se requiere para ella de una orquesta gigantesca, con una gran capacidad técnica y una energía desbordante. A fe que la Joven Orquesta Nacional de España las tiene. De hecho, no se vio en las casi siete horas de música de la jornada a una orquesta con tanta pasión e ilusión sobre el escenario. Ese es, sin duda, el mayor tesoro de esta JONDE que logra impactar desde el compás número uno. Sin embargo, la obra de Mahler requiere de un bagaje vital y artístico que hace que, si bien la obra resultó brillante en lo sonoro, a veces no encontró el reflejo de su hondura en las manos de intérpretes tan jóvenes y todavía vírgenes en muchos campos de la vida. Aun con ello, la JONDE brilló con una sección de cuerda realmente bien trabajada –que manera de remar la de esos violines–. Tanto es así, que en muchos momentos su presencia resultó en exceso preponderante, afectando de forma notable al balance orquesta. Cierta desafinación, especialmente en dinámicas altas [f/ff/fff], pero un sonido en general tratado con mimo, destacando especialmente también la profundidad encontrada en algunos de los solistas de viento metal. Una orquesta que sirve como muestra del gran estado de los jóvenes instrumentistas de este país y que garantiza un futuro muy halagüeño para el mundo sinfónico.

   Esta cuarta edición de ¡Solo Música! se completó con otros cinco conciertos en la sala de cámara, en el que otros tantos pianistas interpretaron la integral sinfónica de Beethoven en los arreglos pianístico de Franz Liszt. Sin haber estado presente –por aquello que no poseer, todavía, el don de la ubicuidad–, me han llegado calurosas palabras del resultado general de estos conciertos, lo que ayuda a completar un panorama festivo muy satisfactorio para los organizadores.

   Capítulo propio merece la figura de Víctor Pablo Pérez, el verdadero protagonista del día. No sé si hay que alabar el atrevimiento, valentía o como se quiera denominar dicha empresa, o simplemente hay que entenderlo como un afán que parece rozar la megalomanía. Sea como sea, el simple hecho de aguantar físicamente las siete horas de música y las más de doce horas de jornada musical, y hacerlo con una sonrisa y un talante bastante conciliador sobre el escenario ya es digno de destacar. La duda general que me provocaba este hito antes de su celebración era si el maestro sería capaz de imprimir algo de sí mismo en cada una de las obras. Obviamente, como cabía esperar, el resultado fue bastante plano en ese aspecto. Sí fue capaz de aprovechar las herramientas de cada orquesta a su favor, consiguiendo extraer de cada obra un buen porcentaje de su carácter propio, pero de ahí a querer hacer suyas estas Nueve Novenas hay un trecho. El trabajo de dirección lo concibo personalmente desde otro punto de visto, por lo que creo que realmente hubiera ganado más el resultado final con un varios directores, cada uno de ellos más cercano a cada orquesta, quienes previamente hubieran podido trabajar el sonido y la psicología de cada una de ellas de manera más íntima y directa, pudiendo mostrar algo de sí mismos en cada interpretación. Sin embargo, y como una fiesta de la música, el resultado general no se puede poner en duda. Un éxito de acercamiento al público, de disfrute general, de buena música y una oportunidad para el CNDM de sacar músculo y mostrar su estado de forma. El fin de fiesta, con los fuegos artificiales händelianos –enlatados– sobre fuego de artificio reales, supuso la guinda a un pastel que para la edición de 2019 ya se está empezando a cocinar.

Fotografías. Rafa Martín/CNDM.

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