Por Raúl Chamorro
Madrid, 14-XII-2017, Teatro Real. La bohéme (Giacomo Puccini). Anita Hartig (Mimì), Stephen Costello (Rodolfo), Joyce El-Khouri (Musetta), Etienne Dupuis (Marcello), Mika Kares (Colline), Joan Martín-Royo (Schaunard), José Manuel Zapata (Benoît), Roberto Accurso (Alcindoro). Pequeños cantores de la ORCAM. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Director musical: Paolo Carignani. Director de escena: Richard Jones.
Es sabido el gran problema que constituye hoy día la representación de las óperas más emblemáticas del repertorio. Lo es en los grandes teatros, no digamos en los demás. La ausencia de grandes personalidades canoras y escénicas en la “edad de hojalata del canto” que preside la lírica actual, el desprecio por la técnica de canto en favor de otros elementos que se consideran más importantes, penaliza unas obras creadas para artistas excepcionales. Asimismo, el repertorio italiano se ve especialmente perjudicado, pues en el mismo y con todos los matices que se quieran según sus distintas épocas y evoluciones, los cantantes son fundamentales, incluso en el caso de un orquestador tan magistral y exuberante como Giacomo Puccini.
No es menos cierto, que hay que asumir, en principio, que el gran repertorio debe seguir representándose con los mejores cantantes disponibles, divos o supuestos divos de cada era, toda vez que esas obras maestras inmortales son la esencia del repertorio operístico y los aficionados de cada generación tienen derecho a verlas representadas, además de ser ideales para captar nuevo público para la lírica. Además, y ello no es baladí, siguen siendo los títulos que abrumadoramente más papel venden en taquilla y agotan las localidades. En el caso que nos ocupa, no hay nada más atrayente y bien ideado, a priori, que programar 19 funciones de La Bohéme en estas fechas navideñas. Una ópera ideal para ir con la familia, para regalar, para acudir con personas que nunca han ido a la ópera y poder “hechizarlas” y ganarlas para este fascinante mundo. Tal cantidad de funciones con lleno prácticamente garantizado unido a los escasos costes de lo que se pudo ver sobre el escenario, tanto en la faceta canora como la escénica, auguran un previsible exitazo económico que seguramente sea necesario y el que suscribe se alegra infinito por ello, aunque visto lo visto, uno hubiera preferido ver la de Leoncavallo que no se pone nunca. Eso sí, ¿Todo lo expuesto justifica el nivel tan pobre artísticamente hablando de esta Bohéme? ¿No se deberían asegurar unos mínimos que no hagan irreconocible una obra maestra de tal modo que se vaya contra la misma y a la decepción del espectador avezado se una la del neófito y la del debutante? Que en una obra como esta no haya ni rastro de emoción, transcurra de forma gélida, y culmine con escasos aplausos más bien de cortesía y sin entusiasmo alguno, debería invitar a la reflexión.
Reflexión también para analizar, que un tenor como Stephen Costello que ya dejó una paupérrima interpretación del Duque de Mantua de Rigoletto en el propio Teatro Real (con abucheos incluidos en más de una función), se le premie nada menos que con el Rodolfo de La Bohéme. Cosas de la lírica actual. De este modo, el público capitalino tuvo que volver a soportar esa insulsa vocecita desimpostada, ese pasaje sin resolver, esa falta de los mínimos rudimentos técnicos, esa ensalada de sonidos caídos, calantes, desapoyados… Con este bagaje técnico, no puede extrañar que ya en el primer acto concurrieran los incidentes en forma de gallos. Los alaridos en la zona alta estuvieron bien representados por un infame Do sobreagudo de un “Che gelida mannina” mortecino, en el que apreciar un fraseo escolar sería muy generoso. Pocas veces ha interesado menos el relato de Rodolfo, que en la voz de Costello. Ni acentos, ni calor, ni rastro de la passionalità pucciniana, ni efusión, ni seducción tímbrica, ni comunicatividad… Que una de las grandes escenas de la historia de la ópera, como es el final del acto primero desde que entra Mimì en la buhardilla, pasara sin pena ni gloria deja muy a las claras los derroteros por los que transcurrió la representación. Efectivamente, la soprano rumana Anita Hartig tampoco justificó la cierta fama de la que venía precedida. De hecho, era la “diva” entre los cantantes anunciados en las dos distribuciones teniendo en cuenta que ha sido Mimì en Viena, Nueva York, Londres… Es innegable que la voz, compacta y bien armada, se proyectó bien por toda la sala, pero ni el timbre es bello, ni todo lo flexible que uno desearía. Además, el sonido por encima del pasaje se agria, con unas notas agudas abiertas y chillonas. El canto es correcto, pero inexpresivo, sin calor alguno, sin acentos, en una Mimì sin carisma, que no logra cautivar lo más mínimo. Y así se sucedieron momentos como “Addio senza rancor” o “Sono andati?” (Puccini es tan grande que es imposible que uno no se estremezca a partir de este momento esté quién esté sobre el escenario) cantados de manera tan correcta como plana y distante. La presencia de una soprano como Joyce El-Khouri en el papel de Musetta también tiene que ver, sin duda, con los juegos de agentes y demás tejemanejes, por cuanto uno está seguro, que en cualquier conservatorio nacional se podrían encontrar muchachas que chirríen menos y emitan sonidos más agradables al oído que esta soprano Líbano-canadiense a quien se ha ido a buscar tan lejos. Bueno, sin embargo, el Marcello de Etienne Dupuis, una voz bien colocada, homogénea y de grato calor, en un cantante de templada línea canora. Lástima, que más allá de la emisión intestinal de Mika Cares en su Colline y la modestia tímbrica de Joan Martín Royo como Schaunard, no hubiera química alguna en el grupo de bohemios, que no lograron que el público se identificara con su alegría de vivir, su despreocupación, y disfrute de la vida a pesar de la pobreza en que se encuentran. Esa felicidad que resulta tan efímera, como lo es la juventud y la inocencia y que viene a arrancar de manera cruel la tragedia que supone la muerte de Mimì en la flor de la vida. En fin, un José Manuel Zapata consumido vocalmente, tampoco pudo aprovechar la faceta escénica, de comediante, dado que la mayor parte de su intervención se produjo de espaldas al público.
Paolo Carignani es un director competente, con mucho oficio y conocedor del repertorio italiano, pero se limitó a cuadrar todo y sacar el mejor sonido posible a la orquesta, bien es verdad que se dejó el pincel en casa, a cambio de coger la brocha gorda. Desequilibrado el balance sonoro con el escenario y con escaso estímulo al fraseo de los cantantes, tradujo bien el colorido orquestal pucciniano, pero no creó atmósferas, en un trabajo sin vuelo, falto de aristas, de calidez y de verdadera emoción. Muy grata prestación tanto en lo musical como en lo escénico de los Pequeños cantores de la ORCAM dirigidos por Ana González, mientras el coro titular presumió de sonido grueso y pletórico de decibelios, por encima de mayores sutilidades.
Las anteriores veces que se había representado esta emblemática ópera en el Teatro Real fue con la espectacular producción de Gian Carlo del Monaco. Costosa, pero que el Real ha rentabilizado con su cesión a otros teatros como el Liceo de Barcelona. En esta ocasión y para asegurar esas 19 funciones en fechas familiares agotando papel y, previsiblemente, con mucho público novato, no parecía adecuado algo extraño o provocativo (que difícilmente admite esta obra perfecta) con un montaje de esos que necesita “libro de instrucciones”, pero, claro, el presupuesto tenía que ser mucho más reducido. De este modo, la producción de Richard Jones deja una sensación inevitable de modestia y banalidad. Vemos sobre el escenario el movimiento de los decorados, la tramoya, los propios elementos escénicos echados a un lado... La dirección de actores resultó alterna con momentos en que parecía más trabajada que otros y, en definitiva, el montaje es solvente y sirve para seguir la trama, no reescribe la obra ni interviene sobre la misma, pero tampoco la potencia ni logra hacer desaparecer la sensación de, que esa nieve constante, una nieve premeditadamente falsa, parezca simbolizar lo gélido de la puesta en escena y por extensión, de toda la función.
Fotografía: Javier del Real.
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