Por Álvaro Menéndez Granda
Madrid. 29-XI-2016. Richard Goode, piano. Auditorio Nacional de Música. Ciclo XXI Grandes Intérpretes Scherzo
Decía Daniel Barenboim que la música puede servir para que olvidemos aquello que nos hace infelices, lo que nos oprime o nos angustia. Sin embargo no es este, en opinión del maestro argentino, el acercamiento ideal a la música. Ella puede hacernos olvidarlo todo, pero también puede enseñarnos, puede hacernos crecer y disfrutar, puede mostrarnos esa dualidad esencial que la hace, a un mismo tiempo, capaz de reír y llorar.
Anoche, los asistentes al recital de Richard Goode nos olvidamos del mundo durante las dos horas de música que nos brindó el pianista estadounidense, con una primera mitad dedicada al genio de Bach y una segunda consagrada al pianismo de Chopin. Pero, además, pudimos aprender una lección sobre calidad musical, sobre pureza de sonido, sobre bel canto pianístico, que nos enriqueció y nos hizo abandonar el Auditorio Nacional siendo, quién sabe, quizá un poco más sabios.
Comenzó la tarde con el Concierto italiano en fa mayor BWV971. Se trata de una obra en tres movimientos, escrita para clavecín pero inspirada en el estilo italiano de los conciertos para solista y orquesta, en la que las diferentes secciones de solo y tutti se alternan con claridad en primer y tercer movimientos, mientras que el segundo se articula como un aria en el que la voz cantante destaca sobre un sutil colchón armónico. Goode comenzó la obra enérgicamente, con una buena articulación y un gran dominio de los planos sonoros –tan importantes para evocar los cambios de teclado en el clavecín–. Delineó maravillosamente la voz solista en el segundo movimiento pero, en nuestra opinión, el tercero fue abordado excesivamente rápido provocando una leve turbidez en los pasajes más densos. Fue, no obstante, el único momento de confusión sonora de todo el recital.
Se sucedieron a continuación las quince Sinfonías BWV787-801. Pese a tratarse de obras concebidas con finalidad didáctica, bien es sabido que en la obra de Bach no hay pieza menor. La práctica totalidad de los estudiantes de piano y clavecín han tocado alguna de estas obras, que son al mismo tiempo estudio a tres voces de los recursos del teclado y creaciones artísticas con entidad musical propia. Son, además, una demostración de la versatilidad del tema, pues la gran mayoría de estas piezas está construida sobre un motivo generador en el cual se encuentra la semilla de todo su desarrollo contrapuntístico. Supuso todo un deleite escuchar estas páginas en las manos de Goode, que las hizo suyas y supo proyectarlas con claridad y limpieza de articulación.En su manera de interpretarlas fue posible escuchar todas las voces con perfecta nitidez.
El intermedio dio paso a una segunda parte dedicada a la obra de Frédéric Chopin, confeccionada a partir de una llamativa selección de obras en la que coincidieron cuatro Nocturnos (Op.55 nº2, Op.48 nº1, Op.27 nº1 y Op.62 nº2), cuatro Mazurkas (Op.24 nº2, Op.59 nº2, Op.7 nº3 y Op.24 nº4), la Barcarola op.60 y la Polonesa-Fantasía op.61. Toda esta segunda parte del concierto fue una clase magistral de control sonoro, con un timbre delicado y puro, y con una digitación impecable. El final de la Barcarola provocó que el público le brindara un espontáneo aplauso, que el pianista recibió con calidez y amabilidad. Finalmente, la Polonesa-Fantasía, con su sinuoso recorrido tonal y su particular sentido de la forma, cerró el programa provocando fuertes ovaciones, si bien no fue el final del recital. Goode regaló al público una Mazurka más, la Op.17 nº4, interpretada con gran belleza y una calidad de toque sobrecogedora, y la Sarabande de la Partita nº1 BWV 825 de Bach.
Pasamos una tarde maravillosa rodeados de música maravillosa. Goode interpretó todo el recital con partitura. Y creemos que si el pianista recurrió al papel fue para no olvidarse de nada y que, de esa forma, nosotros pudiéramos olvidarlo todo.
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