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Crítica: Marco Armiliato dirige 'Don Carlo' de Verdi en la Wiener Staatsoper

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Autor: Rubén Martínez
3 de junio de 2016

DON CARLO NO, POSA

  Por Rubén Martínez
Viena. 29/V/16. Wiener Staatsoper. Don Carlo, Verdi. Ramón Vargas, Ludovic Tézier, Anja Arteros, Rene Pape, Beatrice Uría-Monzón, Alexandru Moisiuc, Jongmin Park, Andrea Carroll, Carlos Osuna, Ileana Tonka Director musical: Marco Armiliato. Director de escena: Daniele Abbado.

   La función que tuvo lugar el pasado 29 de mayo se encuadra dentro de las llamadas “semanas Verdi” que ha organizado la Ópera Estatal de Viena y que contempla funciones de Don Carlo, Traviata, Simon Boccanegra y Macbeth con repartos de primer nivel.

   La producción programada presenta la dirección escénica de Daniele Abbado con decorados de Graziano Gregori y Angelo Carletti. Lo mejor que se puede decir de esta propuesta es que no molesta, de hecho hay escenas donde el minimalismo es absoluto y sólo los cantantes ocupan el escenario con unas premisas de actuación que se antojan bastante abiertas a la improvisación. En no pocas ocasiones se genera una estructura en forma de caja escénica que facilita la proyección de las voces pero poco más destaca en una concepción en la que quizás lo mejor viene de la parte del vestuario de Carla Teti y de la iluminación de Alessandro Carletti. Una producción más de Don Carlo que se ceba en la parte histórica más oscura, minimalista y austera del drama de Schiller.

   La Orquesta y Coros de la Ópera de Viena respondieron con esmero a las indicaciones del maestro Marco Armiliato, quién logró momentos de verdadera magia teatral y complicidad con los artistas sobre el escenario. Excelente la introducción al “Ella giammai m’amó” con un primer violonchelo en estado de gracia.

   El tenor mexicano Ramón Vargas lleva a sus espaldas una nada desdeñable carrera que se aproxima ya a los 35 años, habiendo debutado en Monterrey allá por 1982 cuando apenas contaba con veintidós años de edad. Vargas cumplirá 56 años el próximo mes de septiembre y su vocalidad, para el que escribe, sigue siendo la de un tenor lírico ligero al que se adapta mejor Nemorino, Tamino o Don Ottavio antes que los roles Verdianos que lleva abordando desde hace un buen número de temporadas. Vargas se ha focalizado en ensanchar su centro (y en parte lo ha conseguido) para intentar responder a los requerimientos que exigen personajes como el Riccardo de Ballo in maschera, el Manrico del Trovatore, el Adorno del Boccanegra o este mismo Don Carlo que nos ocupa, núcleo principal de su repertorio en estos momentos. Sin embargo, al contrario que otros colegas como Gregory Kunde, que ha desarrollado el volumen y consistencia de su registro central a la par que del agudo, los sonidos del mexicano a partir del pasaje se quedan en tierra de nadie, claramente retrasados de posición, sin brillo ni proyección, algo que además queda más en evidencia si cabe al contrastar con un registro central hinchado con cierto artificio en el que surge por momentos un vibrato algo descontrolado que tampoco oculta un color vocal de esencia donizzetiana. Tampoco es el fraseo de Vargas especialmente cautivador ni pródigo en variedad de colores, presidiendo todo su discurso una inevitable sensación de monotonía y déficit de grinta aunque no podemos obviar que el mexicano fue de menos a más a lo largo de la representación. Es obvio que no vamos a negar a estas alturas la evidente musicalidad y gratitud tímbrica de Vargas así como sus tablas y su saber hacer sobre el escenario pero no entendemos esa omnipresencia en roles que no pueden ni deben doblegarse a sus caracteristicas vocales.

   Ludovic Tézier, por su parte, firmó un Posa de manual. Todo en su interpetación contribuyó a perfilar una excelente recreación de un personaje para el que Verdi escribiera algunas de las páginas más bellas de toda su producción operística. Tézier lo tiene todo: elegante, desenvuelto y creible escénicamente es capaz de desplegar toda una paleta de recursos vocales que aunan volumen y proyección en todos los registros a una acentuación que dota a cada palabra de la relevancia justa, sin caer en excesos pero con la necesaria incisividad para que la monotonia se convierta en un concepto absolutamente ajeno a su interpretación y logre mantener hipnotizado al espectador cada vez que pisa el escenario. El francés domina su instrumento de forma envidiable y puede alardear de un fiato inagotable que quedó patente en su "io morrò" así como de un centro libre y ambicioso al que acompaña un registro grave más que solvente amén de un agudo grande, perfectamente resuelto y brillante que puede recordar por momentos al de un Piero Cappuccilli. Todas sus intervenciones fueron defendidas con entrega, aplomo y una excelente musicalidad por lo que resultó con total merecimiento fuertemente ovacionado al final de la representación.

   Anja Harteros redondeó una muy notable recreación de Elisabetta di Valois y fue justamente premiada por el respetable. La alemana dosifica de forma minuciosa su carrera y sus compromisos, siendo bastante reducido el número de escenarios en los que se exhibe con regularidad, con especial presencia en los coliseos de Münich, Dresde,Viena o Salzburgo. Resulta innegable que Harteros luce un material de gran calidad y presencia, opulento por momentos y sólido en todos los registros, con una peculiar homogeneidad entre ellos, si bien a su sección grave, aunque especialmente sonora, le falta un punto de calidez y armónicos, resultando algo plana y hueca lo que la aleja del sonido ideal que se asocia a la genuina italianità. La artista se crece sobre el escenario y resulta cautivadora como actriz mediante una fuerte interconexión entre gestualidad y  palabra, luciendo un arsenal de recursos y dosificación de medios vocales nada desdeñables. No obstante se aprecian también ciertas tiranteces a partir del si bemol, con un sonido algo más agrio y duro, ligeramente agrietado y en el que se sacrifican armónicos y fluidez por metal. Su mejor momento llegó en el cuarto acto, con un "tu che le vanità" enérgico, sobrado de medios e intención que cosechó calurosas ovaciones.

   No compartimos el entusiasmo mostrado por el respetable hacia el Felipe II de René Pape. De todos es sabida la importante maquinaria publicitaria y de marketing en torno a la imagen del bajo nacido en Dresde y su constante presencia en los escenarios mundiales más selectos, así como su notable carrera discográfica, algo que en buena parte puede condicionar al público con menos criterio propio. He podido escuchar a Pape en numerosas ocasiones durante la última década y con el paso de los años cada vez es más evidente la dificultad que experimenta en los pasajes más graves de sus personajes, hasta el punto de resultar inquietante e incómodo para el espectador. Pape dispone de un arma muy eficaz y que se resume en una zona central que no duda en explotar de forma estentórea y no siempre musical con la que indudablemente epata por volumen inundando hasta el último rincón de la sala. Sin embargo resulta tan evidente que no desaprovecha ocasión para lucir "sus notas" que el instrumento parece dividido en dos registros completamente diversos e independientes acentuándose una carencia de homogeneidad y equilibrio en su voz que resta muchos puntos a su prestación final. El hecho de no disponer tampoco de un verdadero color de bajo junto con la falta de tridimensionalidad y densidad de un material no sobrado de armónicos incluso en sus notas de mayor pegada nos obliga a valorar a Pape por debajo de lo que su status en el panorama lírico cabría exigirnos.

   La Eboli de Béatrice Uría-Monzón fue entregada y dinámica, con mínimas inseguridades en las partes más agudas pero con solvencia y rotundidad en la gran mayoría de sus intervenciones, desde una canción del velo resuelta y musical hasta un gran terceto en "trema per te" para concluir con un "O don fatale" de vuelo lírico y pasión desbordante a partir de "un dì mi resta". Uría-Monzón ofrece un sonido redondo y aterciopelado, suntuoso y denso, con una transición al registro de pecho bien lograda, si bien sería de agradecer un mayor contraste entre vocales a la hora de emitir.

   Correcto sin más el Gran Inquisidor del veterano Alexandru Moisiuc, muy alejado del impacto que puede tener su parte cuando se pone en boca de un Burchuladze, Halfvarson o König. El solvente agudo que demanda la escritura de este personaje no encontró traducción en Moisiuc, quien planteó una concepción rutinaria, monolítica y no sobrada de medios.

   Mucho mejor el monje interpretado por Jongmin Park, de emisión caudalosa y atractivo color. Soberbia la voz del cielo de Andrea Carroll y cumplidores Carlos Osuna e Ileana Tonka en sus respectivos cometidos de Conde de Lerma/Araldo y Tebaldo.

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