Por Raúl Chamorro Mena
Munich, 26/VI/16. Teatro Nacional (Opera Estatal de Baviera). La Juive (La Judía -Jacques Fromental Halévy). Roberto Alagna (Eléazar), Alexandra Kurzak (Rachel), Vera-Lotte Böcker (Princesa Eudoxie), John Osborn (Príncipe Léopold), Ain Ainger (Cardenal de Brogny). Orquesta y coro de la Opera Estatal de Baviera. Dirección musical: Bertrand de Billy. Dirección escénica: Calixto Bieito.
Al final de la representación Bertrand de Billy y Calixto Bieito se daban un abrazo que sellaba metafóricamente su responsabilidad principal, que no única, en la desangelada y decepcionante función que constituía el estreno en Munich de esta nueva producción de La Juive, úna ópera que era popularísima en el siglo XIX, pero que fue desapareciendo del repertorio al igual que todas sus hermanas del género llamado Grand Opera.
Es curioso lo que ocurre en el mundo de la lírica actual. Se insiste en que se debe acudir la más genuina voluntad de los autores, a respetar escrupulosamente sus manuscritos autógrafos, a ser lo más fiel posible a lo escrito, muchas veces sin tener en cuenta que el propio autor añadió cambios o bien los sancionó expresa o implicitamente o bien, que la tradición bien entendida es muy importante en la ópera y muchas veces -no siempre- ha realizado aportaciones positivas. El movimiento historicista se afana con grandes dosis de inflexibilidad, cuando no intransigencia, en esas interpretaciones supuestamente veraces y en el uso de instrumentos de época. Sin embargo, todo ello parece tener una aplicación selectiva y desde luego, no parece afectar al aspecto escénico.
Si se pretende recuperar en una de las casas de ópera de mayor prestigio y que, actualmente, vive un momento cumbre, un título fundamental del movimiento de ópera francesa Grand Opera, que prácticamente desapareció del repertorio en el siglo XX y sus títulos más emblemáticos dejaron de representarse, lo lógico es que se haga siendo fiel a sus presupuestos y caracterísiticas esenciales. Estos son espectacularidad, decorados y trajes exuberantes, suntuosos, ballet obligatorio, larga duración, orquestación más copiosa y elaborada de lo que era habitual en esos momentos dentro del teatro lírico, profusión de personajes… Aunque uno no entienda que esa inflexibilidad historicista se torne en laxitud para la escena, tampoco defiende (la intransigencia nunca es positiva ) que no concurra una lógica adaptación a los tiempos actuales, pero respetando los planteamientos esenciales de este género. En un Rigoletto o un Anillo, obras que se montan habitualmente, se puede llegar a entender todas estas dramaturgias “paralelas”, producciones minimalistas, demás “propuesta” que estamos acostumbrados a ver hoy día, pero si reproponemos una obra clave dentro de un subgénero que ha desaparecido de los repertorios, lo lógico sería respetar sus esencias.
Pues bien, Bieito no pergeñó en esta ocasión una producción “provocadora” o con presencia de la escatología como en tantas de las suyas, si no, simplemente, un montaje sin ideas, vacío, trivial, plomizo y aburrido. Basado en un escenario único con la presencia de una estructura giratoria que recuerda a la de Robin Lepage en su Anillo del MET, con un vestuario espantoso, una caracterización de los personajes inexistente y un movimiento escénico entre lo insustancial y lo pueril. Lamentable ver al pobre Osborn con un ridículo antifaz cantando su bellísima romanza inicial haciendo equilibrismos en la pared de la referida plataforma giratoria o al órfebre judío Eléazar convertido en un personaje secundario, una especie de pobre hombre temeroso que se pasea con su maletín como un vendedor a domicilio, sin atisbo de su profundo orgullo, de su altivez y de su ánimo de venganza. Eso sí, hubo fuego al final en la quema de Rachel con el que, a lo mejor, se nos quiso recordar o simbolizar la espectaculidad de los efectos escénicos consustancial a la Grand Opera. Sin comentarios.
En consonancia a este gris montaje, Betrand de Billy, que interpretó poco más de 3 horas de música con ausencia de ballet y prescindió de la obertura, ofreció una dirección musical plana, aburridísima, soporífera, en la que se limitó a acompañar adecuadamente a los cantantes y a que una orquesta de tan alto nivel sonara tan bien como le corresponde. Bien el coro, compacto y caudaloso.
Roberto Alagna se mostró muy precavido en su debut en el papel de Eléazar. Es de suponer que se vaya asentando en las siguientes funciones, pero actualmente su estado vocal no parece el más adecuado para afrontar un papel estrenado por el mítico Adolphe Nourrit. Éste fue un tenor agudísimo y los papeles a él destinados, obviamente, lo son. Alagna se mostró prudentísimo e incómodo desde el comienzo con muchas precauciones en los ascensos y dejando a su papel, en connivencia con la dirección escénica, en un segundo plano cuando las pocas apariciones de esta ópera en el diglo XX van ligadas a la personalidad de grandes tenores, empezando por Enrico Caruso, continuando por Richard Tucker y terminando por Neil Shicoff, gran valedor del título en los últimos años convirtiéndose en el papel que más gloria le ha dado. Por descontado, que se pudo escuchar un centro aún bellísimo, aterciopelado, personal, de tenor-divo y la calidez de su fraseo (estupenda la escena de la celebración de la Pascua del acto segundo), pero en su gran aria “Rachel quand du Seigneur” no logró caldear el ambiente, y ya se pudieron percibir unos ascensos muy esforzados, sin desahogo ni mordiente. Interpretó valientemente la cabaletta subsiguiente “Dieu m’eclaire! Fille chére” pero su empinada tesitura fue un obstáculo infranqueable para Alagna, que llegó a quebrar algún ascenso y omitió los demás.
Alexandra Kurzak estaba prevista en un principio para el papel de la princesa Eudoxia (mucho más adecuado para sus medios vocales), pero ascendió a Rachel en sustitución de Kristine Opolaïs. La voz de sopranito ligera de Kurzak es absolutamente inapropiada e insuficiente para un papel que estrenó otro mito canoro del siglo XIX Marie Cornélie Falcon, que da nombre a un subtipo de voz híbrida entre la soprano dramática y la mezzo soprano, por tanto absolutamente en las antípodas de una ligera. Además de la falta de absoluta de franja grave, del centro inconsistente, la zona alta, donde debería imponerse una soprano de su tipo, no tiene brillantez alguna, más bien acritud. Como intérprete y fraseadora resultó tan monótona como impersonal. Visto el tipo de soprano que cantó el papel de Rachel, no me sorprendió que el de la princesa Eudoxia lo abordara un sopranino ligero gatuno- Vera-Lotte Böcker- realmente dura de oir, chillona y con serios problemas de afinación, además de envarada, siempre encorvada y como encogida en escena.
Mucho mejor John Osborn como el Príncipe Léopold, que además, tuvo el mérito de cantar su aria de entrada haciendo equilibrismos agarrado a un asa, prácticamente colgado de una pared. El tenor americano dispone de una modesta voz de tenor liviano y de timbre blanquecino, pero puede presumir de musicalidad, total dominio y preparación estilística y un fraseo muy cuidado. A resaltar el agudo que emitió en el dúo con Rachel, atacando la nota en falsettone para después reforzarla y dotarla de plenitud. Muy dignos Ain Ainger como Cardenal de Brogny, a pesar de su emisión engolada y nasal, pero que suena a bajo y sostuvo muy solventemente la muy grave tesitura de su parte.
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