Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 21-11-2016, Teatro Real. La Clemenza di Tito (Wolfgang Amadeus Mozart). Jeremy Ovenden (Tito Vespasiano), Karina Gauvin (Vitellia), Monica Bacelli (Sesto), Sylvia Schwartz (Servilia), Sophie Harmsen (Annio), Guido Loconsolo (Publio). Dirección musical: Christophe Rousset. Dirección de escena: Ursel y Karl-Ernst Herrmann.
Mozart (que vuelve a ser –como siempre y en todo lugar- Wolfgang Amadeus para el Teatro Real, que lo anunciaba como Amadé en la etapa artística anterior) fue capaz de coger un antiguo libreto del mítico Pietro Metastasio (al que habían puesto música más de 40 compositores) y dentro de los esquemas de la ya mortecina por esa época ópera seria, crear un canto a la ilustración, a su humanismo, con un buen puñado de momentos de inspiración musical sublime dignos de lo más granado del genio Mozartiano. Efectivamente, en su última ópera, compuesta para la coronación de Leopoldo II de Austria como Rey de Bohemia, quién, sin duda, en pleno momento de agitación política en Europa, con los vientos de la Revolución francesa extendiéndose por el Continente y amenazando las viejas monarquías absolutas, pretendía verse reflejado en la magnanimidad, tolerancia e indulgencia con la que el protagonista, el emperador Tito, ejerce el poder. Unas frases de su aria del Segundo Acto pueden resumir todo el mensaje de la obra sobre la manera en que debe administrarse el gobierno desde el punto de vista ilustrado: “Se all'impero, amici Dei, Necessario è un cor severo; O togliete a me l'impero, O a me date un altro cor” (“Si el imperio necesita de un corazón severo; o arrancadme el imperio o dadme otro corazón”).
Como homenaje al que fuera director artístico del Teatro Real, Gerard Mortier, se reponía el montaje firmado por el matrimonio Ursel y Karl-Ernst Herrmann por él impulsado en 1982 y ya visto anteriormente en el Teatro Real en 2012. Impecablemente iluminada y basada en un blanco agresivo, la producción se fundamenta en unos trabajadísimos movimiento y dirección escénicas, así como en la caracterización de los personajes. En un espacio único de carácter intemporal con apenas reminiscencias de la Antigua Roma (si acaso la corona de laurel que simboliza el poder imperial) se acentúan las cuitas y comportamiento psicológico de los personajes, aunque ese afán por potenciar la teatralidad se vió lastrada en algunos momentos por escesivos silencios y parones, además de por una dirección orquestal falta de tensión y con unos tempi realmente letárgicos. No se puede discutir la factura musical del trabajo de Christophe Rousset, impecablemente organizado y de un gran rigor musical y estilístico. Esa proporción y equilibrio propios del clasicismo y la Ilustración estuvieron presentes. Asimismo, se mostró muy atento en el acompañamiento a los cantantes, la mayoría con voces limitadas en cuanto a potencia y sonoridad, pero en su labor faltaron grandes dosis de tensión teatral. A ello, asimismo, contribuyó lo letárgico de los tempi, quizás en una búsqueda de recreación tanto de la orquestación Mozartiana, como en los textos, para que llegaran nítidos al público, convenientemente paladeados y acentuados por los cantantes (tanto en los recitativos como en los cantabile). Si con ello se pretendía potenciar esa caracterización de los personajes en que se basa el montaje y la teatralidad del mismo, se cayó en lo contrario; falta de tensión, cierta pesantez y sin que tampoco el sonido obtenido de la orquesta fuera especialmente refinado. La obsesión por el constante subrayado y por resaltar el más mínimo detalle suelen conducir a la falta de vivacidad y progresión teatral. Muy correcto el coro en sus intervenciones.
Jeremy Ovenden es la típica vocecita de tenor inglés. Pequeñaja, ingrata, gutural y blanquecina, que recuerda a la de un seminarista. Como cantante, encarnó en su Tito y con todo honor, la peor tradición del canto anglosajón.
Monica Bacelli en el bellísimo papel de Sesto demostró su condición de italiana mediante la impoluta articulación del idioma y un legato genuino. Ciertamente, su material vocal es modesto, justito de volumen y corto de extensión, pero fraseó siempre con cuidado e intención. Todo ello se pudo comprobar en la grandiosa “Parto, parto”, una especie de genial aria de concierto con clarinete obligato en la que, asimismo, superó con nota la intrincadísima agilidad de las vertiginosas volate que contiene esa frase con vigencia intemporal : “Oh qual poter Oh Dei! Donaste alla beltà” (Qué poder, Oh Dioses!, otorgasteis a la belleza). Igualmente notable se mostró en su gran escena con rondò del acto segundo “Deh per questo instante solo”, así como su trabajo en escena y compromiso interpretativo toda la representación. La mejor del elenco. Naufragio de Karina Gauvin tanto vocal como escénico-interpretativo en el temible papel de Vitellia. Acostumbrada y cómoda en el habitual estatismo que muestra en los papeles barrocos que suele interpretar -incluso en Madrid, además de la Alcina del Real, se le había escuchado, sobretodo, en forma de concierto en el Auditorio Nacional en títulos como Rodelinda y Partenope-, el constante y muy exigente movimiento escénico de esta producción le dejó fuera de juego unido a que, su falta de genuinos temperamento y talento dramático se plasmó en una Vitellia sobreactuada, superficial y sin vida. En el apartado canoro tampoco pudo con la onerosa vocalidad de la princesa romana, que anticipa al soprano assoluto por sus exigencias en cuanto a tesitura, coloratura y acentos. Ayuna de entidad en el grave, esforzada y desabrida en el agudo (cercanos al grito resultaron los expuestos ascensos en el terceto del acto primero). Emisión un punto gutural, sin liberar totalmente, mejorable su articulación del italiano, agilidad muy trabajosa (como pudo comprobarse en su aria de salida “Deh se piacer mi vuoi”). En su gran escena del acto segundo, Recitativo accompagnato “Ecco il punto” y Rondò “Non pi’u di fiori, vaghe catene” (otra de las gemas de esta partitura) pudo exhibir apenas algunos momentos de su buena línea de canto y musicalidad, pero quedó en evidencia la falta de entidad del muy exigido registro grave, así como una agilidad aproximativa y unos acentos inanes. Sophie Harmsen en su Annio, fue la voz de mayor entidad del reparto, aunque deberá profundizar en su fraseo. Le siguió en cuanto a presencia sonora Guido Loconsolo, que destacó más por ello que por estilo. El extraño y nada favorecedor vestuario que lució Sylvia Schwartz no le impidió completar una cumplidora encarnación de Servilia.
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