Por Beatriz Cancela
Santiago de Compostela. 27-10-16. Auditorio de Galicia. Concierto de temporada de la Real Filharmonía de Galicia. Director: Christoph König. Obras de Mozart, Roussel y Schreker.
En esta ocasión Christoph König no acudía al Auditorio de Galicia en calidad de principal director invitado de la Real Filharmonía de Galicia (RFG) como acontecía desde 2013 y hasta la temporada pasada, y con la naturalidad y confianza de que alguien cercano a la orquesta aparecía en escena. De hecho, no hubo que retrotraerse en exceso para recordar la última vez que pisó aquella tarima, hace apenas seis meses. Era el pasado mes de abril cuando nos ofrecía un recital muy en la línea del que disfrutamos por triplicado esta semana: el miércoles en Vigo, jueves en la sede de la RFG y viernes en Lugo (a diferencia de que en este último se prescindía de Roussel en detrimento de la Suite Masques et Bergamasques, op. 112, de Fauré, posiblemente por las características del tablado lucense).
No hay duda de que el joven e infatigable director de Dresde siempre fue del agrado del público compostelano, aunque en esta ocasión la platea dejaba huecos importantes, quizá efecto de tan condensada tournée que, aunque evita al público de otras ciudades el desplazarse a Compostela, puede causar ciertos agravios en cuanto al menoscabo de la frescura en la interpretación.
Un veinteañero Mozart fue el elegido para abrir el telón con una de sus sinfonías más conocidas. No en vano fue aquel viaje que realizó junto a su madre a París en abril de 1778, tratando de buscar un futuro laboral más prometedor que el que le ofrecía Salzburgo. No llegó a buen puerto aunque viéndolo por el lado amable, nos dejó esta Sinfonía núm. 31 en Re mayor "París", KV 297, compuesta con la clara intención de agradar al público francés, por encargo de Joseph Legros. Desde el comienzo con le premier coup d'archet que vigorosamente enfatizó König, la obra se desarrolló vital y delicada, con contrastantes juegos de intensidad comedidos y holgura. Ensalzamos el Allegro, donde la confrontación de secciones contrapuntísticas ofreció mayor versatilidad a la obra y donde las trompas acentuaron el carácter de este último movimiento.
Desde aquella Francia que en poco más de una década estallaba dejando un mundo que "ya nunca volvió a ser el de antes" (Palmer & Colton, 1950) nos trasladamos a comienzos del siglo XX con la versión sinfónica de un ballet-pantomima compuesto en los albores de la I Guerra Mundial. La tradición musical francesa capitaneada por Lully, Rousseau o posteriormente Debussy y recalcada por el maestro Vicent D'Indy se confabula con la curiosidad que despierta el exotismo de la música hindú en la obra de Roussel. A ello se suman las ansias de renovación y restitución de los ballets rusos a favor de una propuesta francesa. Así nace Le festin de l'araignée, op. 17. La naturaleza, inspirada en la obra del estudioso Jean Henri Fabre, toma forma en esta partitura impresionista, que explora la sonoridad de la orquesta y los distintos instrumentos para visualizar aquellas imágenes sonoras. Destacaríamos la racionalidad y monotonía con la que el director afrontó la obra, que deslució el intenso trabajo expresivo del compositor. Los diferentes episodios se sucedían linealmente echando en falta mayor carga dramática y efusividad. Si bien es cierto, exaltamos la magnífica ejecución de la flauta que ya desde el preludio auguraba una brillante ejecución. Su calidez en el lento inicial, la fantástica dicción en tresillos y pasajes ágiles y un armonioso vibrato aportaron a la obra un colorido tímbrico de gran belleza, apuntalado por los demás instrumentos de viento y metal, sobre una orquesta sincrónica que sustentaba todo el entramado. Aún así echamos en falta la sonoridad de una orquesta que sabe responder cuanto mayor es el nivel de exigencia.
Y ya en la segunda parte mudamos el centro de acción; de Francia nos trasladamos a una sonoridad centroeuropea con el ecléctico Schreker, más vinculado a la composición operística, y su Sinfonía de cámara para 23 instrumentos solistas en este caso, de la que precisamente se conmemora su centenario. Obra de contrastes en la que sorprende el magnífico trabajo textural donde distintos planos sonoros interactúan sin perder de vista el lirismo que ofrece un trabajo melódico sublime. El director, en este sentido, enfatizó las frases, tendiendo hacia la ampulosidad mientras que dotó al conjunto de equilibrio, permitiendo que los instrumentos de viento, a uno, se percibiesen con claridad y determinación.
En sí fue una velada sobria y carente de emoción, pese al atractivo programa que se auspiciaba. Algo curioso teniendo presente el estrecho vínculo que unió a König con la RFG y su intenso bagaje por las principales orquestas de todo el mundo interpretando programas versátiles. El público por su parte respondió igualmente de forma correcta y sin excesos. En definitiva, un concierto donde primó la corrección, la distancia pero por encima de todo, la cortesía.
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