El pianista salmantino da por concluido un ciclo verdaderamente excepcional, en un recital tan brillante como denso.
Por Mario Guada
30-XI-2016 | 19:30. Fundación Juan March. Sinestesias. Escuchar los colores, ver la música [Ciclo de miércoles]. Entrada gratuita. Obras de Olivier Messiaen. Alberto Rosado.
Cuarto y último concierto del ciclo Sinestesias. Escuchar los colores, ver la música, que la Fundación Juan March lleva realizando los últimos cuatro miércoles, en el que se contó con la presencia de otro de los autores sinestésicos del siglo XX: Olivier Messiaen (1908-1992). En la línea de lo acometido en el recital dedicado a Scriabin, la combinación entre lo sonoro y lo visual vino de la mano de las proyecciones lumínicas, en un concierto titulado Messiaen sinestético. Es bien sabido que Messiaen adjudicada a algunas de sus obras colores concretos –con una gama de matices impresionante– según lo que ellas simbolizasen o lo que le hacían sentir a nivel multisensorial. Pero en la búsqueda siempre incesante de una vuelta de tuerca más, de aspirar a la cuadratura del círculo, el recital se convirtió en una suerte de evento multisensorial completo. Al añadido –como en Scriabin– de las luces en búsqueda del color más cercano posible al ideario massiaeniano, se suma aquí la interpretación sobre la partitura de cambios de luces, tonos, gamas… casi en una especie de obras a cuatro manos: piano y luces.
El recital se dividió en dos partes, como es habitual. En la primera sus Huit préludes, una obra de juventud, pero absolutamente espléndida y madura. Decía Alberto Rosado en una entrevista para Radio Clásica, previa justamente a su recital, que le interesan especialmente y le da mucha importancia a las obras de juventud de los diferentes autores, porque en ellas siempre encuentra sorpresas. Si bien puede considerarse a esta una obra de juventud, compuesta entre 1928 y 1929, y sin duda sus primeras obras pianísticas de relevancia, no hay en ella –como digo– casi ningún atisbo de esta. Debe mucho al Impresionismo parisino, sin duda, pues hay en ella tintes de Debussy y Ravel, aunque también de Albéniz. Sin embargo, ya hay una fuerte carga de su particular escritura y su dominio extremo del pianismo, que asentará una de las bases de la modernidad. A propósito de lo cual, muy adecuadas son las palabras de Yvonne Loriod –que inteligentemente rescata para sus notas Juan Manuel Viana–: su estilo estaba tan claramente establecido, tan bien experimentado (tocando y buscando él mismo en el piano), que una vez terminada la obra no cambiaba nunca una armonía o un rasgo. La entregaba enteramente digitada, pedalizada, con indicaciones de tempi tan precisas y específicas que cincuenta años después no deseaba modificar nada. Sobre su propia obra decía Messiaen lo siguiente: Tenía entonces veinte años. Todavía no había emprendido las investigaciones rítmicas que debían transformar mi vida. Amaba los pájaros apasionadamente, sin saber aún anotar sus cantos. Pero era ya un músico del sonido-color. Este dato es realmente relevante, especialmente si aunamos ambos citas, para descubrir que en estos Huit préludes hay ya unas indicaciones muy precisas de color, además de todas las indicaciones puramente musicales, pertinentes y detalladas al extremo. La relación de colores con los obras es la que sigue: La colombe [naranja bañado de violeta], Chant d’extase dans un paysage triste [gris, malva y azul Prusia], Le nombre léger [naranja bañado de violeta], Instants défunts [gris suave con reflejos de malva y verde], Les sons impalpables du rêve [azul, naranja y violeta púrpura], Cloches d’angoisse et larmes d’adieu [luz de vidrieras, naranja, púrpura y violeta], Plainte, calme [gris suave con reflejos de malva y verde], Un reflet dans le vent [venas de naranja y verde con manchas negras]. En ellas hay muchos rasgos de las herramientas compositivas que usará a lo largo de su carrera, como sus célebres modos de transposición limitada, sus complejos acordes –después convertidos en los llamados acordes vidriera–, además de esa escritura tan exigente desde el punto de vista rítmico y métrico.
Para la segunda parte se reservó una obra de mayor complejidad, tanto estética como simbólica: Vingt regards sur l’Enfant-Jésus. Se trata de una obra más madura, pero compuesta en 1944, todavía en una edad considerablemente temprana. Es una obra realmente gigantesca –casi dos horas de duración–, que ocupó varios meses de dedicación por su parte. Compuesta en los estertores de la II Guerra Mundial, pero todavía rodeado de violencia y disturbios permanentes en el Paris del momento, en Vingt regards existen cuatro temas que estructuran la composición, a saber: el tema de Dios, el tema del amor místico, el tema de la estrella y la cruz y el tema de acordes. Se encarga además de ordenar cada uno de ellos según la simbología numérica, además de por sus contrastes de tempo, color e intensidad. Es sin duda una obra realmente densa, en lo textural, en su concepción y, por qué no decirlo, en su escucha. Este Messiaen no es, obviamente, accesible para todos los públicos. Aquí el trabajo lumínico fue más libre, erigido en base a experiencias previas, tanto por Rosado como por los técnicos de iluminación de la Juan March. Un trabajo, de nuevo, realmente exquisito. En cada pasaje diferentes recursos para darle vida a las obras: desde punto únicos de luz a juegos de contrastes con varios focos, pasando por iluminaciones directas sobre el artista y el piano, o con una tonalidad para el suelo y otra para reflejarse sobre el órgano –de nuevo maravilloso ver toda esa riqueza de colores refulgiendo en sus tubos–, además de un maravilloso resultado con el juego de sombras. Y, sobre todo, adaptando cada uno de ellos a los distintos momentos de las obras. Un trabajo excepcional y conjunto, que elevó el resultado de este ciclo a su punto culminante en la relación sonido/luz.
La obra de Messiaen, especialmente en la selección de obras de Vingt regards –se eligieron nueve de las veinte piezas totales–, requiere de un intérprete con una doble vertiente fundamental: solvente en lo técnico y versado en el lenguaje del autor francés. Rosado parece un candidato óptimo en ambos sentidos, como así dejó patente en su concurso sobre el escenario. Especialista en el pianismo contemporáneo, esto le aporta un conocimiento del contexto global sin duda necesario para acometer un programa de este tipo. Las complicaciones de un intérprete al acercarse a la obra de Messiaen son múltiples, porque su dominio del instrumento y su notable interés por la experimentación lo convierten en un reto de altura. Pero Rosado salió indemne del examen, y no solo eso, sino que lo hizo con nota. Realmente se observó un sólido trabajo de fondo –no parece haber otra forma de conseguir honrar a Messiaen si no es con trabajo duro–. Es un intérprete apasionado, que gusta de aportes enérgicos considerables, dotando así a la música del autor galo de un extra de viveza y luminosidad. Un recital largo y exigente, que sin embargo demostró que las mayores exigencias siempre se solventan con el esfuerzo y el trabajo conjunto.
Un lujo de cierre, denso, como digo, pero que supuso el éxtasis a un ciclo absolutamente ejemplar. Hacía tiempo que no encontraba una propuesta tan compleja y elaborada, pero sobre todo tan bien resulta. Los estándares de calidad a los que está sometiendo la Fundación Juan March a la escena musical española son cada vez más altos, y eso supone sin duda un evento mayúsculo del que regocijarse. Y no solo eso, sino que es también una llamada de atención a otras muchas instituciones. La Juan March está haciendo mucho por la música de este país, y sobre todo, estará haciendo mejores a los demás si es que deciden aceptar el reto.
Fotografía: Fundación Juan March.
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