Por Gonzalo Lahoz.
Madrid. 20/03/15. Auditorio Nacional. Temporada Orquesta Nacional de España. Radu Lupu, piano. Orquesta Nacional de España. Dirección musical: David Afkham. Obras de Beethoven.
El pasado viernes la Orquesta Nacional elevó a la máxima potencia las “revoluciones” que bien dan nombre a su presente temporada. En la noche en que se daba paso a la revolución de la primavera, dos grandes obras de uno de los mayores genios revolucionarios de la historia de la música y de la historia en general: Ludwig van Beethoven, a cuya Quinta sinfonía se sumaba su Concierto para piano Nº5 (compuesto mientras Napoleón asediaba Viena) en manos de un hombre de áurea asceta no tan revolucionario: Radu Lupu. O tal vez totalmente revolucionario.
Las manos del rumano Lupu, hasta ahora, habían sonado crudas, destempladas, de digitación y fraseo descarnados, libres de lo inmoral, no tanto de lo amoral (así se apreció en la narración del segundo movimiento), en una visión de cuasi-cenobita, en la que el oyente parece contemplar al filósofo de Rembrandt meditando ante el teclado, en una imagen de pianista venido del desierto (digo yo que así le hubieran denominado los griegos de haber existido el teclado y de haberle conocido) que se presenta por encima de todo lo mundano. Así habían sonado y así siguen sonando, en parte, pero todo la imagen de eremita ha venido a derrumbarse a Madrid en este Concierto para piano Nº5 en el que se echó en falta mayor implicación del pianista. El ermitaño parece estar de vuelta de todo. Recostado sobre su silla, cómo si lo que allí acontecía no fuera con él, como si no quisiese jugar a ser el revolucionario que Beethoven exige; por momentos pareciera que fuese el solista quien acompañase a la orquesta y no al revés. Y con esa apariencia despreocupada regaló un Allegro inicial despojado de todo artificio, riguroso, de pedal cicatero que no pudo sino enamorar por su honestidad y compostura, para dejarse llevar en un rubato propio en los dos últimos movimientos, de fraseo tan aparentemente descuidado como rigurosamente medido. Es la seducción del eremita.
A su lado la Orquesta Nacional capitaneada por David Afkham, quien sustituía a un indispuesto David Zinman, hizo por levantar el pulso y la tensión del concierto en todo momento mientras seguía o se dejaba seguir por el pianista.
En la segunda parte, una Quinta de Beethoven de bella factura, sin carácter propio como sí lo tuvo hace pocos días la lectura de la misma partitura por parte de , de clara exposición y donde Afkham supo superarse a sí mismo, sacando provecho del color que le es propio a la orquesta, en una visión más narrativa que discursiva, elevando a la cuerda y esquivando esa gravedad, esa solemnidad donde recaen por momentos sus lecturas del romanticismo germano; sin juegos en silencios, calderones o tempi aletargados y donde brillaron unas maderas y sobre todo unos metales que sonaron por encima de lo acostumbrado.
Beethoven revolucionario en manos ya no tan revolucionarias que dieron paso a una batuta que, esperamos, revolucione aún más el Auditorio Nacional en semanas venideras con algunos de sus platos fuertes: Berg y Shostakovich. Será interesante comprobar como Félix Alcaraz, director artístico de la ONE, ha articulado la próxima temporada y de qué repertorio se hará cargo el Director principal, observando si la revolución se transforma en evolución.
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